“Se celebra y se festeja fuerte el fin del home office en @BigboxAr. Vamos vamos vamos!!! (sic)”, tuitea el fundador y CEO de una empresa que vende, paradójicamente, virtualidad: vouchers online que reemplazan regalos físicos y ofrecen “experiencias” deportivas, turísticas, gastronómicas. La frase es una oración impersonal, sin sujeto: no se sabe quién “festeja fuerte”. Los trabajadores, seguro que no, a juzgar por los que se ven en el video que acompaña el tuit.
Están serios, apiñados pero cada uno en su mundo. Algunos con auriculares escuchando música, muchos en videollamada con gente a kilómetros de distancia, sólo unos pocos interactuando en presencia. La arenga del final del tuit (“Vamos!!!” x 3) podría ser un festejo o una orden. A sabiendas de que lo publicó el empresario y de lo que se ve en el video, me inclinaría por lo segundo.
Más allá de la frase del jefe, el video me hizo pensar en lo que significa trabajar presencialmente y sus pros y contras frente al home office, una modalidad que parecía consolidada pero que retrocedió últimamente, en empresas de acá y de todo el mundo. ¿Qué tipo de trabajo queremos? ¿Cómo impacta en la ciudad que construimos? ¿Qué modelo es mejor para los que tenemos la suerte de poder elegirlo?
Teletrabajo, el igualador menos esperado
El home office es la libertad de trabajar en jogging, sin jefes respirando en la nuca ni la necesidad de lidiar con lo que implica vivir en esta sociedad, como aguantar el tránsito, disputar un espacio para calentar la comida o convivir en servicios cada vez peores de trenes, subtes o colectivos. Pero también es la muerte lenta de la espontaneidad: nada reemplaza la conversación en la cafetera o la idea que aparece en un intercambio casual.
Que levanten la mano las personas que, antes de la pandemia, pasaban más horas del día con sus amigos que con sus compañeros de trabajo. No creo que sean tantas. Del mismo modo, mucha gente encuentra en su empleo el único ámbito para ver a otros, en parte porque hoy se trabajan tantas horas que queda nulo tiempo o energía para otro tipo de vida social.
Pero también hay otra cara: gracias al home office, las oficinas dejaron de ser el único eje de la vida adulta. Hay quienes recuperaron tiempo con sus hijos, un trabajo reproductivo poco considerado en la lógica del productivo. Y, sobre todo, se democratizó en parte el acceso a ciertos puestos que solían estar reservados a quienes vivieran cerca. El economista John F. Kain llamó “desajuste espacial” a esta desigualdad laboral, cuando investigó el impacto de la segregación residencial en las oportunidades de empleo en los Estados Unidos de fines de los sesenta.
Según este enfoque, quienes tienen menos recursos también suelen ser los que más lejos viven de puestos bien pagos, una distancia que aumenta por un transporte público deficiente y la necesidad de combinar modos varios. Más tiempo en traslados son menos horas disponibles para formarse, despejarse, descansar o tener un segundo empleo.
El teletrabajo se presentó como solución parcial a este desajuste, aunque sólo sea de la franja social con empleos realizables a distancia. Sin embargo, algo se pierde en todos los casos: la textura de la vida urbana, las interacciones que pasan cuando nadie las fuerza, los vínculos que surgen más allá de las tareas. En presencia, la comunicación es más fluida y completa, y eso genera confianza, un insumo clave no sólo para reforzar lazos sino también para armar equipos de trabajo.
La oficina como puesta en escena
Pero, ¿qué pasa en un mundo que se digitalizó tanto que muchas oficinas ya no se adaptan? ¿De qué sirve la presencia si es un mero rejunte de empleados, que viajan horas a un mismo punto para tener pura reunión a distancia y menos comunicación con el de al lado? ¿Qué rol tienen los diálogos presenciales si son vistos como superfluos y, en términos conductistas, como contraproducentes?
Si el soundtrack entre escritorios es el ruido blanco de teclas y clics, y estar juntos importa cada vez menos porque la vista está fija en la pantalla, la oficina se vuelve ante todo una puesta en escena, sin sus roles de intercambio, contacto y contención.
Para las empresas enfocadas en la productividad, debería importar más el hecho de que el trabajo remoto es igual o más eficiente que el presencial, o que debilita la actividad sindical que tanto temen. Porque no importa cuántas ganas les pongan los gremios a las asambleas virtuales: no reemplazan las que se dan cara a cara, ni el germen revolucionario del radiopasillo, ni el impulso colectivo que se genera en persona para salir a marchar.
En esas oficinas donde la presencia no se traduce en interacción, la vuelta compulsiva se explica por razones poco prácticas: ya se alquilaron las instalaciones y ahora hay que usarlas; o bien son parte de la identidad de la empresa o marca; o los jefes inseguros necesitan ver a la tropa, vigilar que sea productiva o simplemente mirarla.
¿Y la ciudad?
Más allá de las prioridades personales, el debate sobre la presencialidad encierra la pregunta sobre qué tipo de ciudad deseamos. Porque la oficina no es sólo un lugar de trabajo: es una rutina compartida, un motivo para salir de casa, un organizador del tiempo y de todo el espacio urbano. Sin ella, la ciudad es otra.
En una capital que siempre está en movimiento, la pandemia se convirtió en un freno inesperado que aceleró un cambio esperado: la masificación del home office. Este proceso reconstruye Buenos Aires. Desde el cambio más obvio, que es cómo nos trasladamos, hasta el más doloroso, que son los rituales perdidos. Más silencio en las calles y en los bares, kioscos que venden menos golosinas, restaurantes que suprimen su menú ejecutivo. Aunque el consumo hogareño aumente con el teletrabajo, no logra reemplazar la vitalidad del que se da en la calle, que nunca terminó de reponerse.
El Microcentro sigue en buena parte vacío: la vuelta a las oficinas no se ve tanto allí sino en los complejos corporativos que brotan como hongos en Belgrano, Núñez y Vicente López. Mientras tanto, con el leitmotiv “No hay plata”, el plan del Gobierno porteño para revitalizar la zona céntrica fue aniquilado al poco tiempo de nacido.
Cuando lo peor de trabajar no es el trabajo
Aún no puedo saldar el dilema home office versus presencialidad. Creo que es mejor estar presente, quizás porque estoy pensando en una oficina o una redacción que ya no existen. Más que a un lugar, lo que quiero es viajar a un pasado que la pandemia masticó y vomitó en otro formato. Odio también que nuestras casas se hayan convertido en otro espacio de trabajo. Dejaron de ser nuestro templo de descanso y hoy albergan laptops encendidas, o suspendidas pero titilando, recordándonos que nos esperan a cualquier hora para seguir trabajando.
Al mismo tiempo, celebro con puño apretado que puedo trabajar desde casa y, a veces, desde otro lado. Me cansa ir a un lugar de trabajo, porque implica poner en juego la gimnasia del encuentro social cotidiano. Un músculo que perdimos y que no sé hasta qué punto puede renacer. Creo que, con el esfuerzo diario, esa carga se volvería más ligera. Pero es difícil dar el primer paso.
Lo que tengo claro es que mucha más gente iría con más ganas a la oficina por razones ajenas al trabajo: si no tuviera que perder horas en un transporte infernal, si pudiera vivir cerca y si, como en los viejos tiempos, pudiera comer bien sin que le vaciaran el bolsillo. Voto por el modelo híbrido, en parte presencial y en parte remoto: no podemos volver a la prepandemia, pero tampoco olvidar por completo la importancia del contacto humano.
KN/JJD