Casi todas las investigaciones sobre preferencias partidarias en nuestro país coinciden en que, por fuera de los núcleos de votantes duros y más ideologizados, son otros tipos de elector los que definen tanto las elecciones como las aprobaciones o rechazos momentáneos que pueden tener los diversos gobiernos. El gran desafío entonces es identificar, comprender y finalmente poder representar a este votante resbaladizo, fluctuante, que coquetea con varios frentes electorales y muchas veces con la anti política.
Este ciudadano fue apabullado por el temor en los primeros meses del año 2020 frente a un virus desconocido que lo obligó a cambiar buena parte de sus rutinas y comportamientos sociales. El temor no disminuyó, pero fue acompañado por una demanda de cuidado, no solo frente al coronavirus, sino también un amparo ante otros grandes problemas: la situación económica y la inseguridad. La falta de ciertas definiciones tajantes sobre las vacunas, propias de los tiempos actuales en donde la ciencia va avanzando casi en sintonía con la proliferación y mutación del virus, potenciadas por ciertos análisis mediáticos y, asimismo, por las idas y vueltas comunicacionales del gobierno, fueron generando más y más incertidumbre. Finalmente, cuando muchas de esas dudas fueron de a poco disipadas, el dejo de esperanza por la llegada de la tan ansiada vacuna que nos acerque a algún plano de normalidad fue vapuleada por la realidad en donde los amigos van primero. Un sentimiento de impotencia y bronca se apropia de estos electores.
Los errores son imposibles de evitar, tanto a nivel personal como gubernamental. Lo interesante es ver qué se hace con ellos. A los votantes propios se los retiene más fácil. Recaer las culpas en otro sujeto (ya sea individual o colectivo, local o internacional) normalmente funciona para esconder sus propias torpezas ya que, en definitiva, el individuo ya posee un preconcepto positivo del enunciante. En otras palabras, la grieta hace su magia.
¿Pero cómo se logra convencer a esos votantes fluctuantes, los más relevantes para analizar en este año electoral? En primer lugar, es fundamental comprender que no hay una superioridad moral, natural ni específica solamente por detentar un cargo electivo, sino todo lo contrario. Más que ponerse en un pedestal imaginario en donde se indica sin vacilaciones qué es lo que ocurrió (“no es un delito”, “terminar con las payasadas”, “lo que estás diciendo es una burrada”, “el vacunatorio VIP no existe”), lo primero que debería hacerse es bajar un escalón, darle entidad al error, pedir disculpas y, solamente a partir de ese plano de humildad, intentar guiar la narrativa hacia una agenda más positiva en la que pueda superarse el hecho. Es impensable quitar un tema de esta trascendencia de la agenda pública sin dar las explicaciones suficientes y sin acciones que acompañen. La palabra del político no solo no alcanza, sino que normalmente aporta más dudas al hecho.
En segundo lugar, los problemas que ocurren en el Siglo XXI no pueden empezar a solucionarse con reflejos del Siglo XX. El ocultamiento y la mentira no tienen lugar en las sociedades actuales. Es ilusorio imaginar que puede montarse un vacunatorio secreto en un mundo en donde todos tienen una cámara de alta definición en su bolsillo y un periodista a una @ de distancia. Al mismo tiempo, son espasmos que intentan equivocadamente enfrentarse a una crisis desconociendo cómo funcionan los flujos de información en la actualidad y los complejos procesos de formación de opinión pública.
Cuando el eje de la comunicación gubernamental gira en torno a la palabra del presidente, se genera una degradación constante de su legitimidad. Haber llegado a tener casi 80% de popularidad potenció un esquema comunicacional en donde todos los errores terminan teniendo un único perjudicado. Desde la presentación de filminas con comparaciones y datos erróneos, la sorprendente necesidad de desplegar una épica sobre cada una de las decisiones gubernamentales pasando por la atribución de responsabilidades hacia parte de la ciudadanía (los runners o los comerciantes que abrían sus comercios sin autorización) o los medios por cubrir una noticia de determinada manera. Enojarse con la realidad es casi tan innecesario como contraproducente.
Los precios de los commodities internacionales, cierto rebote económico luego de la estrepitosa caída del 2020, un dólar planchado, una encaminada negociación con el FMI en un contexto pandémico en donde las exigencias distan de estar al nivel de donde supieron estar y la creación del Consejo Económico y Social son algunos de los argumentos por los que el gobierno se sentía medianamente seguro de cara a las elecciones venideras. Pero fundamentalmente faltaba el puente que permitía evolucionar hacia esos ejes de agenda. Dar certezas luego de navegar el año pasado en un mar de incertidumbre. Y el puente eran las vacunas. Por un lado, la falta de normativas, procesos y explicaciones públicas respecto de la distribución del bien más preciado en la actualidad implosionó la incipiente sensación de esperanza que surgía en parte de la ciudadanía. Por el otro, la sobre promesa de cantidad de vacunas no hace que falten las mismas, sino que escasean con relación a lo que el oficialismo dijo que traería. Peor que no dar esperanza, es otorgarla para luego arrebatarla.
Esto genera impotencia y bronca, que, si bien no son emociones nuevas en nuestro país, sí van tomando un preocupante curso creciente dejando en evidencia a parte de una generación dirigencial que, con cierto cinismo, parece no tomar nota de una demanda de honestidad y verdad, a cualquier costo. Las propias reacciones ante una crisis (que no será la última) son las que terminan minando su propia legitimidad y son, en definitiva, uno de los motores que explica cómo los outsiders cobran relevancia en las democracias modernas. Como circuló en redes sociales, “no se bajaron el sueldo y se vacunaron. Entre la salud y la economía eligieron su salud y su economía”.
Estamos ante una forma de hacer política perimida. Se logró un acuerdo trascendental en nuestro país en donde las reglas del juego de la democracia son las únicas aceptables. No es un consenso menor en un país fuertemente agrietado. El catalizador del estallido de 2001 fue la economía que, con mucho sufrimiento, también permitió llegar a otro consenso importante: hay que apoyar de cierta manera a quienes quedan fuera del sistema. Pero ya en 1992 Carlos Nino rotulaba las prácticas políticas al margen de la ley como una preocupante evolución luego de la primavera democrática. Y este es el consenso faltante en nuestra argentina, que requiere, desde dentro del sistema, un tratamiento urgente que este hecho no sea, como tantos otros, otra oportunidad perdida para hacer las cosas bien.