La historia no son los hechos. La historia es la manera de seleccionarlos, organizarlos, relacionarlos y contarlos. Hay, por supuesto, muchas historias posibles a partir de la historia. Una de ellas, pequeña, personal, versa sobre un joven músico de 23 años, pintor de carteles publicitarios, que ofrecía a sus clientes shows musicales para amenizar las inauguraciones y eventos que publicitaba. Esa historia se refiere a un primer trabajo musical verdaderamente profesional, en Atlantic City y en 1923, a un contrato posterior en el Hollywood Club de Broadway –que después de un incendio reabrió como Kentucky Club– y a un grupo de siete integrantes que se presentaba al principio como Elmer Snowden y su Black Sox Orchestra y luego como The Washingtonians.
Esa historia cuenta cómo, a partir de la partida de Snowden a comienzos de 1924, la orquesta –ya un sexteto– pasó a tener como director musical a ese joven músico llamado Edward Kennedy Ellington y conocido más adelante como Duke. Pero no puede ser comprendida del todo sin otra historia: la del jazz y la de un mercado –y una época– que entendieron la modernidad como valor.
Recientemente, a raíz del centenario del estreno de Rhapsody in Blue de George Gershwin en un concierto denominado “Un experimento en música moderna” –del que elDiarioAR dio cuenta en este artículo– y de una nota escrita por el pianista Ethan Iverson –solista notable e integrante del grupo The Bad Plus– y publicada en The New York Times, se generó una polémica en la que el compositor de aquella pieza fundante –que de ninguna manera era jazz ni pretendía serlo– era acusado de “apropiación cultural” –ya ha habido conatos de cancelación para su Porgy and Bess–. En el extremo opuesto, el de lo culturalmente correcto y auténticamente afronorteamericano, se colocaba a Ellington, que ese mismo año hacía su aparición como líder de una banda –a la que siempre llamó orquesta– y grababa con ella el primer disco de su carrera, con los temas “Choo Choo (Gotta Hurry Home)” y “Rainy Nights”.
Lo notable es que en esos dos temas ya aparecen varios de los rasgos que hicieron a Ellington un caso único: el concepto de la orquesta como un todo, la utilización de efectos sonoros y timbres inusuales, a partir de sordinas, la preferencia por los instrumentos graves –o los registros más graves de cada instrumento– como voces cantantes, la aparición de contracantos sumamente elaborados y, en particular en “Rainy Nights”, más allá de la alusión del título a lo brumoso –tan típicamente ellingtoniana–, la sucesión de solos con un acompañamiento adelgazado al límite y muy lejos de la intrincada red de preguntas, respuestas y comentarios usuales en el jazz de la época (la orquesta estaba integrada por Miley en trompeta, Charlie Irvis en trombón, Otto Hardwick en saxo, Ellington en piano, George Francis en banjo y Sonny Greer en batería. De manera notable, las mismas características pueden escucharse en la versión que grabó Ellington mucho después, en diciembre de 1962, de la hoy acusada Rhapsody in Blue. Una versión, esta vez sí, jazzística, en la que Billy Strayhorn recompone la obra y se destaca el fantástico saxo tenor de Paul Gonsalves. En todo caso, otro de los rasgos esenciales del estilo de Ellington, su uso de formas ampliadas, con la estructura de una suite o, sí, una rapsodia, tienen a Gershwin como fuente evidente. Eventualmente, la cultura nunca es lineal y las apropiaciones, como ya había sucedido con la manera en que los afronorteamericanos abrevaron en (y ridiculizaron a) los minstrels en que los blancos se burlaban de ellos, corrían en más de un sentido.
Hubo, en los finales de 1924, algunos otros registros de Ellington solo o con algunos integrantes de la orquesta, acompañando a cantantes como Alberta Prime y Jo Trent. Lo importante es que la historia del Duque, una de las más atípicas y –tal vez por eso– más clásicas historias del jazz, había comenzado. En esas primeras grabaciones, con grupos como los Washingtonians o su orquesta del Kentucky Club y junto a músicos como el trompetista Bubber Miley, coautor explícito o implícito no solo de muchas de las nuevas piezas del repertorio sino del color de la orquesta en ese entonces, aparece un estilo que, independientemente de su evolución estuvo presente a lo largo de medio siglo.
Se trataba de aspectos que no sólo no eran corrientes –ni siquiera imaginables– a mediados de la década de 1920 sino que, si después fueron incorporados al universo del jazz fue precisamente por mérito de Ellington. El primero de ellos, la idea de la orquesta como una unidad construida a partir de peculiaridades. Si la orquesta de Fletcher Henderson, en los mismos años, se conformó siempre como grupos de grandes solistas, la de Ellington, en cambio, se estructuró alrededor de “rarezas”: el trompetista que mejor manejaba la sordina wah-wah, el saxofonista alto que mejor realizaba los glissandi, el saxofonista barítono que mejor “cantaba” con su instrumento. El sonido colectivo de la orquesta de Ellington siempre fue claramente distinto de cualquier otro y estaba basado, además de en los rasgos de la escritura, en esas particularidades individuales que, por otra parte, eran aprovechadas en la manera de concebir la orquestación. A diferencia de Henderson –o luego Goodman, para quien Henderson fue orquestador, o Artie Shaw–, Ellington no se dejaba tentar por los solistas más deslumbrantes sino por los más claramente distinguibles en sus particularidades.
Y, además, el sonido Ellington, era el producto de colores característicos, logrados con combinaciones sumanente novedosas de los timbres de la orquesta. Mientras di clase en la carrera de Jazz en el Conservatorio Manuel de Falla, año tras año desafié a mis alumnos a descubrir qué instrumentos sonaban en la presentación del tema, en la grabación de 1930 de “Mood Indigo”, un tema que sería releído innumerables veces, a veces desarrollando esa orquestación primigenia, y a veces como simple vehículo para la sucesión de solos sobre un esquema armónico de blues. El desafío fue siempre infructuoso. Y es que la idea de Ellington, imposible de imaginar en 1930, todavía es asombrosa. Allí el clarinete, habitualmente encargado de la voz solista, hace un contracanto por debajo del trombón con sordina, que, en su registro más agudo, es el que lleva la parte protagónica, con la trompeta, también con sordina, completando los acordes en el centro del entramado.
Entre los músicos de Ellington y su director, por otra parte, se estableció una especie de relación simbiótica sumamente inusual en el mundo del jazz. Además de la fidelidad de algunos de estos músicos, que llegaron a estar más de cuatro décadas en el mismo grupo, el estilo de muchos de ellos fue siempre un “estilo Ellington”, aun cuando tocaran con otros grupos e incluso fueran sus líderes. Johnny Hodges, Harry Carney, Miley, Cootie Williams, Cat Anderson, Barney Bigard, Jimmy Hamilton, Gonsalves, funcionaron la mayoría de las veces como prolongaciones del lenguaje ellingtoniano. Esa simbiosis alcanzó, por otra parte, a los orquestadores y compositores que trabajaron con Ellington. “Caravan”, de Juan Tizol, grabado por primera vez en 1936 por una orquesta sosías de la de Ellington, los Jazzopaters de Barney Bigard, es inseparable de Duke como lo son las orquestaciones y composiciones de Mary Lou Wiliams en la década de 1940 (por ejemplo la notable “Trumpets no End”, una especie de reescritura de “Blue Skies” donde la melodía está totalmente oculta, que Ellington tocó en su concierto en el Carnegie Hall en 1947). Y, sobre todo, como los temas y arreglos –e incluso la manera de tocar el piano– de Billy Strayhorn, el más perfecto doble de Ellington que pueda imaginarse.
Ellington, por otra parte, siempre congenió el modernismo con su condición de entretenedor, o, mejor, con las reglas del mercado musical estadounidense, a las que tensó con elegancia ducal. El afán de exotismo de su primer público –blancos que se fascinaban con ese nuevo arte negro llamado jazz– lo llevó a inventar un seudo africanismo donde las disparatadas escenografías selváticas en el medio de las que tocaba con su orquesta tuvieron como correlato el “sonido jungle”, donde el remedo de gruñidos salvajes a cargo de trombones y trompetas acabó convirtiéndose en estilo. Los cuadros que acompañaba esta música rondaban lo pornográfico.
Bailarines como Fredericka Carolyn “Fredi” Washington y Bessie Dudley, vestidos con plumas y collares, se contoneaban en danzas eróticas que rubricaban, por ejemplo, el rescate de una rubia reina cautiva de una tribu presumiblemente africana, a manos de un aviador negro que se arrojaba a la selva en paracaídas. Es posible que para una parte considerable del público hubiera escasos grados de separación entre las poblaciones selváticas y los afronorteamericanos que trabajaban en sus negocios o empresas o como camareros en ferrocarriles, bares u hoteles. Ellington, que provenía de una familia de clase media, podría haberse sentido humillado por esas escenas en las que tomaba parte y donde los negros eran reducidos a lo que los blancos –incluso muchos blancos que gustaban del jazz– veían en ellos: tan sólo cuerpos y ritmo salvajes –y salvajemente eróticos. Sin embargo, su punto de vista era más bien pragmático: “Este tipo de experiencia teatral, y las exigencias que nos imponía, era tan educativo como enriquecedor. Y traía consigo un mayor ensanchamiento de los alcances de la música.”
Son frecuentes los análisis que enfatizan el lado vanguardista de Ellington y que, tal vez, encuentran lo que no hay. Gunther Schuller, por ejemplo, atribuye a la escucha de Arnold Schönberg las disonancias de la introducción orquestal y la primera sección de piano solo de “The clothed woman”, que grabó en su concierto del 27 de diciembre de 1947 en el Carnegie Hall. Y si bien el parecido con el tipo de fraseo fragmentado del atonalismo libre y el dodecafonismo resulta evidente, puede haberse tratado de una cita, de un chiste (el tema desemboca, luego, en una especie de rag, antes de internarse nuevamente en la atonalidad), o de un guiño hacia alguien en particular o hacia la propia circunstancia de estar tocando en el Carnegie Hall.
En los 30 Ellington no cambia de estilo pero lo exagera. Es autoconsciente y, de alguna manera, se interpreta a sí mismo. En esa década registra, además, sus primeras versiones de temas como “Diminuendo Blue” y pequeñas obras maestras como “Reminiscing in Tempo” –una suerte de lección de orquestación a partir de poco más que un ostinato, poniendo en evidencia, además del notable grado de modernismo de su escritura, no solo la tolerancia sino la bíusqueda y el regocijo del mercado del entretenimiento estadounidense para con esos osados experimentos.
El negocio de la música cambiaba y, entre las maneras de enriquecerse, a la composición de éxitos comenzaba a sumarse la posibilidad de ser un director de orquesta famoso. “Había muchas mujeres bonitas, mucho champagne, gente simpática y dinero de sobra”, decía Ellington. En 1929 había participado de un musical de Broadway, Show Girl, de Gershwin, y, un año después, de un exitoso espectáculo con Maurice Chevalier. También apareció en dos películas, un corto titulado Black and Tan Fantasy (un pequeño cuento de amor y muerte realizado por Dudley Murphy en 1929, donde baila la bellísima Fredi Washington) y Good, Very Good, un film consensuadamente espantoso que, no obstante, sirvió para acrecentar su fama.
Ya a fines de la década de 1920 Ellington era mencionado en los diarios principales y comenzaba a circular la certeza acerca de que se trataba de algo más que del director de una orquesta bailable. Y en ese proceso de reconocimiento ocuparon un lugar central los artículos de Robert Donaldson Darrell para la Phonograph Monthly Review, que llamaron la atención y fueron leídos por críticos de música clásica como Constant Lambert y que derivaron en un ensayo (en realidad un libro fallido) donde Darrell hablaba de la influencia (bastante improbable en ese momento) de la música de Maurice Ravel y de Edward Delius en las composiciones de Ellington. En 1932, por primera vez, su grupo era elegido como la “mejor orquesta negra” por el Pittsburgh Review y ya el año anterior, cuando el presidente Edgar Hoover decidió invitar a la Casa Blanca a un grupo de afronorteamericanos destacados, Ellington había estado entre ellos.
Pero, además, estaba la legitimación de la academia. También en 1932, Ellington fue invitado por el compositor Percy Grainger (un australiano radicado en Nueva York) para que diera un concierto y una conferencia en la Universidad de Columbia. Lo interesante es, eventualmente, cómo la mirada de un cierto público y la valoración de un sector ilustrado retroalimentó la música de Ellington, cambió la mirada del compositor sobre sí mismo y lo llevó a enfatizar los rasgos modernistas de su estilo y los experimentos formales. La forma de la suite, como en “Black, Brown & Beige”, un homenaje a Harlem escrito para su primer concierto en el Carnegie Hall, el 23 de enero de 1943, luego grabado fragmentariamente en 1945 (un registro que la revista especializada Down Beat calificó como el fin del jazz –“allí no hay beat, y si no hay beat no hay jazz”–) y ampliado a todo un disco, ya en los años sesenta, y con la voz de Mahalia Jackson. Y también los pequeños poemas sinfónicos, como “Paralell to Harlem”, que junto con los temas brumosos y abstractos, a la manera de “Mood Indigo”, con su revolucionaria búsqueda de color orquestal, fueron diseñando un perfil cada vez más alejado del de la orquesta de baile y más cercano, en su funcionalidad expresa, al de la música de concierto.
El fenómeno Ellington, no obstante, está lejos de agotarse en ese temprano modernismo de las décadas de 1920 y 1930 o en el apogeo de los cuarenta y los cincuenta, en el que Such Sweet Thunder, el disco dedicado a Shakespeare y en particular “The Star Crossed Lovers”, donde Romeo y Julieta son personificados por los saxos de Johnny Hodges y Harry Carney, ostenta un lugar de privilegio.
La culminación tal vez sea la extraordinaria Far East Suite, de 1967: una suerte de recorrido por un Oriente absolutamente imaginario donde el encanto pasa precisamente, por esa cualidad de invención. No se trata del Oriente sino de lo que el Oriente significa para Ellington y, eventualmente, para todo un Occidente que en ese mismo momento descubría –y se fascinaba con– los ragas de Ravi Shankar por la vía de The Beatles. Nuevamente son los colores que crea Ellington, la manera en que hace sonar su orquesta –y la forma en que lo lejano sirve de pretexto para la creación de texturas y matices inéditos hasta el momento en el contexto de una banda de jazz–, lo que define la novedad y el encanto de su música, más que un particular uso de la armonía o los estilos de sus solistas, ceñidos siempre a una especie de evolución personal y única de las modalidades de las décadas del veinte al cuarenta.
Ellington es, en su atipicidad, uno de los pilares de un género que se edificó a sí mismo sobre las ideas de originalidad y de la construcción del sonido propio. Fue siempre moderno (y modernista) aunque ninguno de los modernismos del jazz, a lo largo de su carrera, lo tocó de cerca. Ni el Bop, ni el Free, ni Miles Davis ni Thelonious Monk tuvieron eco alguno en el estilo de su orquesta. Y, sin embargo, todos ellos –y Charles Mingus, obviamente– fueron, en mayor o menor medida, influidos por él. No se pareció a nada que no fuera él mismo –o sus acólitos– y en esa condición única es donde fundó su valor como figura clave. A un siglo de su primera orquesta y sus primeras grabaciones y a cincuenta años de su muerte, el 24 de mayo de 1974, Ellington se erige no como la némesis de George Gershwin, como fuerzan las interpretaciones de algunos –historias sobre la historia– sino como su continuador más claro, en el campo del jazz (un campo al que Gershwin influyó como pocos pero al que jamás perteneció). Como el ínterprete más preciso, ya desde los comienzos del jazz, de esa revolucionaria idea del siglo XX: las músicas de escucha desarrolladas a partir de tradiciones populares
Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/