El acto de antagonizar, que basa su actividad en disminuir la actividad del protagonista por todos los medios, tiene en su fuerza parasitaria la prueba de su identidad. El antagonista está pegado al protagonista, del que se nutre a la manera de un vampiro de una sola sangre.
En las discusiones de la actualidad argentina se lo reconoce porque ha erradicado de su idioma la palabra “sí”. Es un bloque de negación actuando bajo la fuerza de la intercepción, como un caza bombardero del lenguaje.
Para ilustrar la idea sin trabajar, me gustaría ofrecerles como ejemplo la histeria enloquecedora del usuario incontinente de Twitter que arroba al ritmo de una ansiedad yonqui.
Te manifestás contra los millones de Jeff Bezos porque te parecen muchos, el usuario incontinente de Twitter te arroba para decirte que los millones de Jeff Bezos le parecen pocos. Te manifestás a favor de la existencia de la molleja a la provenzal con manteca y limón, y él te arroba para despreciar el derecho a la vida de la molleja, de la manteca, de las vacas, de los limoneros y del concepto mediterráneo “ajo”. Entonces, para salir del asedio, postulás al Petiso Orejudo como el mejor asesino de la historia, y él te vuelve a arrobar mientras busca desesperadamente en Google “mejor asesino del mundo”, para eyacular antes de tiempo con los dedos: Thug Behram. Porque, ya se habrán dado cuenta que no hay antagonismo sin su cátedra libre, ni sin una lección de superioridad.
Considerando que en El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, “compuesto” en 1605 por Cervantes (atendamos, de paso, que en la primera novela de la historia no se habla de autor sino de compositor), los personajes principales se prestan a los beneficios de la contribución que, bajo el efecto cascada de los siglos, desembocan en Bouvard y Pécuchet, Holmes y Watson, Batman y Robin, los agentes 86 y 99, Lennon y Mc Cartney y Marcelo Bonelli y Edgardo Alfano, habría que considerar por qué se produjo el desvío de este tipo de hermandades sinergéticas hacia la discrepancia como batalla final.
Quizás fue, justamente, por la narratología de batallas finales a la que Hollywood le insufló -mediante guerras de galaxias- cargas industriales de dramatismo. Un tipo de dramatismo que está en la propia estructura del drama político de estos años: somos dos, y tiene que quedar uno (mientras tanto, sobrevivimos como mitades).
Por estas razones y otras tantas, vemos a la oposición guerrera de la Argentina entregada a la compulsión de antagonizar. Es fácil como la tabla del dos, está al alcance de todos (hasta de los “imbéciles profundos”), no se necesita la creatividad ni la responsabilidad del protagonismo y tiene mil bocas de expendio para pronunciarse. Hay una transmisión celular de la pavada antagonizante que se desliza por las plataformas de la esfera pública, donde operan los cracks del montaje.
Alexander Kluge dijo que el montaje, calamidad de la época, bloquea la experiencia. Podríamos agregar, respetuosamente, que la bloquea para usurparla. ¿O la pavada antagonizante no habla siempre en nombre de algo que no es? Por ejemplo, hoy mismo, en un cénit de contagios ¿no está cotorreando otra vez a favor de nuestra libertad? Lo mismo ocurre en escalada “descendente” contra el plan de vacunación: no a las vacunas que llegan, sí a las que no tenemos y, además, con una nueva inoculación mental en forma de intriga: ¿y si vacunarnos no nos sirve para nada?
El discurso antagonista es una realidad aumentada concretísima que se puede ver ¿dónde? En las pantallas. “Este país” está trayendo exclusivamente para Horacio Verbitsky y sus colegas de jeringa Eduardo y Chiche Duhalde, millones de vacunas de segunda selección, importadas desde aeropuertos brumosos enquistados en países amigos de Irán y Venezuela, donde proliferan agentes secretos con las manos manchadas de polonio 210, en vez de cerrar con la vacuna de tu fondo amigo BlackRock.
Y lo hacemos en los vuelos más caros del mundo, y sin tener certezas hasta último momento de cuántas dosis nos van a suministrar estos asesinos descendientes de Stalin y Mao Tse Tung. Y vacunando estamos en el último puesto del sistema solar, mientras que Chile y Uruguay, tremendas potencias a las que debemos envidiarles todo, pinchan con pócimas doradas a sus poblaciones, que agitan a la par de sus líderes el banderín del libre comercio. O sea: “Somo’ un desastre. Un de-sas-tre”.
¿Quién lo dice? Lo digan o no lo digan, lo están diciendo siempre Patricia Bullrich, Waldo Wolf, Yamil Santoro y Fernando Iglesias, cuatro ejemplares fantásticos de la factoría Marvel del antagonismo. Se deslizan por tubos de seda enmantecados (si no directamente ellos, sus discursos, sus sueños, sus necesidades básicas insatisfechas) hacia los campos de La Nación+, donde crece como soja, como bono en mano de fondo buitre, la libertad de expresión y el salvataje de las instituciones que la historia les pide a gritos de chancho que lo están pelando. Quizás reconozcan a estas cuatro gemas morales por la persistencia y el frenesí que dedican desde hace años a evitarles daños económicos (2015 -2019) y sanitarios (2019-2021) a la población argentina. ¡Fuerza, cuatro! ¡Los necesitamos! ¡No aflojen!
Ahora quisiera contarles algo de Godzilla Vs Kong, de Adam Wingard, último tiro al aire del consorcio MonsterVerse que lleva las marcas King Kong y Godzilla desde hace varios años, sacando tres dólares por cada uno que pone. Dije “quisiera contarles”, así que si no desean presenciar estos párrafos, entre los que se filtrarán pormenores de la batalla final entre el gorilón sex symbol que embobó a Jessica Lange y Naomi Watts, y la lagartija inspirada en un submarino nuclear, les ruego que salgan de acá.
Canto de cisne del cine de superacción dirimido en batallas finales entre fenómenos, en este caso del tamaño de un edificio de cincuenta pisos, Kong y Godzilla no tienen paciencia para encontrarse en la última curva del relato. A los quince minutos ya se están matando a trompadas. Los reúne un odio ancestral, que detectan en el aire. Se matan pero no se matan. Conocedores del género que protagonizan, desaparecen en el suspenso al cabo del cual volverán a reunirse dos veces más. En una, se pelean en las calles de Hong Kong. Los edificios son un bazar que estos dos elefantes destrozan a su paso.
Por esas cosas de la vida, Gozdzilla evita matar a Kong. Y aquí ocurre, como diría César Aira en tantas de sus novelas, “lo que más temía”. Aparece un Godzilla mecánico, mnemotécnicamente llamado Mechagodzilla, una réplica metálica y motorizada del original, una cepa nueva de bestia, una nueva variante, para chapucear un poco en el triste lenguaje de hoy día.
Mechagodzilla es un Mike Tyson de veinte años. Le llena la cara de dedos de acero a su inspirador que, obviamente, es manejado por un humano tipo Galtieri, quien ejerce el mal mientras no para de tomar whisky. Por momentos, la dinámica de la lucha es gloriosa e hipercinematográfica, y le vemos clavar sus raíces en el western. Mechagodzilla lo agarra de los pelos a Godzilla (es un milagro: Godzilla no tiene pelos) y le estrella la cara, o esa montaña de piedras y escamas que tiene en su lugar, y se la parte una y otra vez contra los edificios, al modo en que un humano lo haría contra la barra de un bar. Esa es la onda: pelean como borrachos. Mechagodzilla está matando a Godzilla, pero aparece Kong en su ayuda y unidos duplican sus fuerzas y lo hacen pedazos, chispas, cablerío chamuscado. Digamos que Godzilla y Kong actúan como dos monstruos “frentistas”.
Me siento muy satisfecho contándoles el final de la película que querían ver. Hecho el daño, permítanme decirles que lo hice para darles un ejemplo adicional acerca de las variantes del antagonismo. En Godzilla Vs Kong, lo que está en juego, como en El gaucho Martín Fierro (1872), es qué tipo de hermandad protagónica es capaz de constituirse contra el acto de antagonizar.
Godzilla Vs Kong es un regreso a las sociedades cervantinas, al dúo, al afecto societario. Y aquí nos separamos, para que cada cual aporte lo suyo contra el Mechagodzilla que lo tiene harto.
JJB