Hay personas que, cada tanto, se encuentran con una imposibilidad en un vínculo. Esto les ocurre después de que la relación adquirió cierta continuidad y estabilidad; incluso puede ser que reconozcan que aquí hay un patrón de conducta que se les repite.
“Otra vez estoy en esa posición suplicante que me resulta insoportable y que ni yo me aguanto”, decía alguien en cierta ocasión. Sus palabras situaban muy bien la insistencia en lo que sentía, insistencia que tomaba la forma de una encrucijada: más afirmaba que ese vínculo no iba para más, más notaba que no podía irse.
Estar en una posición incómoda es un modo de estar enganchado. La incomodidad nos engancha mucho más de lo que nos imaginamos. El punto es si estamos dispuestos a notar la manera en que nos mal-enganchamos, como algo personal y que no le podemos atribuir a los demás (aunque hoy la frase de moda para cualquier explicación sea “El otro me hizo”).
Somos demandantes. ¿Qué quiere decir eso? Que se dice que se pide lo que se quiere, pero más veces suele ocurrir que no se quiera lo que se pidió –sobre todo cuando es dado o ya se lo tiene.
Entonces se pide lo que no se quiere; es decir, la fuerza del pedir (esperar, exigir, etc.) no proviene de algo que se quiera. Por lo tanto, se quiere… pedir. Ahora la pregunta es: ¿qué se pide cuando se pide algo?
Lo claro es que no se pide nada –o se pide “nada”, como le gustaba decir a Jacques Lacan; pero, ¿en qué consiste esa nada que se pide con tanta insistencia, al punto de poner a prueba un vínculo o justificar las furias caprichosas de quien siente que se la niegan?
Hay gente que enloquece por esa nada que –cree– no le dan, sin poder aceptar que no es potestad de ningún otro responder a ese pedido. Que definitivamente el otro está puesto a fallar, cuando se le pide lo que no se quiere.
Volvamos entonces a la imposibilidad del principio. ¿Qué característica tiene que tener un vínculo para adquirir esa condición? Tiene que llevar las huellas del complejo de Edipo. ¿Qué quiere decir eso? Por supuesto, no hablo del amor a la madre o la muerte del padre.
Más bien, un vínculo edípico es aquel en que el objeto de la demanda (lo que pido) está afectado por una interdicción interna. Por ejemplo, puede ser que me pase toda la vida con el reclamo insistente a mi madre de que, cada vez que me pase algo que considero importante, ella me diga: “Quedate tranquilo, ya va a pasar”, como si palmeara la cabeza de un niño. En efecto, no es mi madre la mujer junto a la cual puedo hacerme reconocer como hombre.
El punto es que podría pasarme la vida reprochándole a mujeres que no se preocupen de mis cosas, que no se interesen lo suficiente por mis problemas, e incluso esta insistencia es la que podría ser la fuerza de un síntoma como los celos. No es tan fácil librarse del Edipo y sus incidencias más allá de la infancia.
Una coordenada semejante podría plantearse en la situación de una mujer que sufre de los que llama “fracasos amorosos” con “hombres inadecuados” y, luego de conformarse con explicaciones sociales, se atreve a dar un paso valiente hacia el análisis de su fijación edípica en el desprecio, no del otro, sino el suyo, hacia quien portó el emblema paterno para mostrar que también está hecho de excitaciones inadecuadas.
Esta misma matriz edípica –de pedir algo imposible, que no se quiere– es la que pulsa en situaciones aparentemente tan diversas como ciertos anhelos de reconocimiento, críticas por despecho y quejas por abandono. En las puertas del Edipo, comienza la neurosis.
Para concluir, recuerdo las palabras de mi colega Carlos Quiroga, quien una vez dijo que la más insistente de nuestras demandas no se basa en pedir que el otro sea “todo” para nosotros, sino en querer ser “todo” para el otro.
Pedir nada es demandar ser todo.
LL