Cuando se viene un finde largo o se acerca el verano, la Costa Atlántica es un destino turístico infaltable. Mar del Plata es, sin duda, uno de los sitios más visitados. Una ciudad histórica que mira al mar con excelente gastronomía. Desde churros en la playa hasta una cena con pesca fresca del día. Detrás de la historia de la ciudad Mar del Plata, hay una historia posible de la Argentina. Y lo mismo, detrás del plato de filet de merluza que disfrutamos, existe una historia de explotación, conservación y regulación pesquera que ha moldeado la disponibilidad de esta especie en el Mar Argentino. El uso de los recursos pesqueros resulta de un diálogo entre ambiente y economía.
La merluza es uno de los principales recursos de la industria pesquera que representa el séptimo complejo exportador del país. Desde 1924, el puerto de aguas profundas de Mar del Plata se consolidó como el centro de esta actividad y actualmente recibe casi el 50% de los desembarques de pesca marítima. En torno a este puerto, se desarrolla una industria basada en tres especies principales: la merluza, el calamar y el langostino, que juntas representan el 80% de la pesca en el mar argentino.
A lo largo de las décadas, la merluza pasó de ser un recurso abundante y, sin mayores controles, a convertirse en un símbolo de explotación intensiva y desregulación. (¿Desregulación? Sí, una palabra hecha ministerio bajo el gobierno actual). Durante los años 60 y 70 la pesca de merluza creció de manera estable, pero fue en los 80 cuando realmente explotó, impulsada por la demanda internacional y la escasez de recursos en otras regiones del mundo. En ese entonces, Argentina exportaba enormes cantidades de merluza, especialmente en forma de pescado congelado. La falta de regulación permitía que casi cualquier embarcación con permiso pudiera pescar en aguas argentinas. Este sistema de pesca olímpica llevó a una competencia desenfrenada y hacia finales de los 80, las capturas de merluza alcanzaban las 500.000 toneladas anuales.
El rápido crecimiento del volumen pescado y la escasa regulación provocaron una sobreexplotación del recurso. En 1986, el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero (INIDEP) alertó que las poblaciones de merluza común estaban al límite de su sostenibilidad y recomendó reducir la presión de pesca. Ante esta advertencia, el gobierno limitó la emisión de nuevos permisos de captura. Sin embargo, las medidas no fueron suficientes. En los 90, la desregulación económica acentuó el problema y las capturas alcanzaron un pico de 1,4 millones de toneladas en 1997, un nivel insostenible. (Si, 1,4 millones es el triple de lo que se pescaba en los 80). Ese mismo año, ante la alarma de los expertos, el gobierno declaró la Emergencia Pesquera Nacional y estableció vedas parciales y luego totales en regiones de la plataforma patagónica.
La crisis de los 90 fue un punto de inflexión. Para el año 2000, las capturas de merluza cayeron a niveles mínimos de 200.000 toneladas, y la merluza común dejó de ser la especie más capturada en Argentina. Esta situación impulsó una serie de cambios en la regulación del sector pesquero, incluida la implementación de las Cuotas Individuales de Captura bajo el Régimen Federal de Pesca (Ley N° 24.922), que constituyen la piedra angular de la regulación actual. Actualmente, el Consejo Federal Pesquero debe reasignar estas cuotas, cuyo primer tramo vence en diciembre de 2024, lo que exige un consenso actualizado para distribuir las capturas hasta 2039. En otras palabras, la propia dinámica de explotación del recurso determinó la necesidad de una regulación: o nos poníamos de acuerdo en cómo pescar a la merluza, o la merluza desaparecía como especie. (Sí, el mercado casi extingue a la merluza)
Si bien luego de algunas escaramuzas de este año, hay un consenso en la industria de que la regulación y las cuotas deben continuar. No obstante, hoy en día la pesca enfrenta nuevos desafíos debido al cambio climático. El aumento de las temperaturas marinas afecta la disponibilidad y distribución de especies de captura comercial que pueden migrar o desplazarse en busca de condiciones más favorables. Esta situación añade una capa de complejidad a la gestión sostenible y exige que las políticas de conservación y desarrollo económico se adapten a los cambios en el ecosistema marino.
La pesca marítima tiene límites ambientales. Pero, a su vez, el contexto global demanda cada vez más alimentos de origen acuático. ¿Cómo garantizar esa demanda entonces? La acuicultura, que es la crianza controlada de organismos acuáticos, emerge como alternativa. Si bien representa una fracción pequeña en Argentina, la acuicultura muestra un crecimiento sostenido, que superó las 4000 toneladas en 2015. La producción alcanzó un récord en 2022 con más de 6000 toneladas, liderada por la trucha arcoíris, que representa el 76% del sector, seguida por el pacú con un 21%. Con un territorio vasto y diverso, Argentina tiene un potencial significativo para expandir esta actividad más allá de las áreas costeras, diversificando la producción en regiones sin litoral marítimo.
El contexto global de creciente consumo de alimentos acuáticos abre oportunidades para que Argentina desarrolle tanto la pesca como la acuicultura. El país cuenta con condiciones ambientales y recursos que permiten responder a estas demandas, generando empleo, divisas y desarrollo local. La pesca argentina podría capitalizar este contexto al aumentar la proporción de especies certificadas con estándares ambientales, un paso que permitiría acceder a mercados internacionales más exigentes, donde la trazabilidad y las prácticas sostenibles son cada vez más valoradas. Es posible acceder a mercados internacionales que pagan mejor si el sello de merluzas felices está presente. Si bien la certificación implica costos, un abordaje temprano y colaborativo con el sector podría representar una ventaja competitiva.
Diversificar la producción y añadir valor agregado a los productos son los caminos para potenciar el sector. Más del 80% de las exportaciones pesqueras son productos primarios, por lo que estimular la transformación local ayudaría a capturar un mayor valor económico. Esta estrategia, además, reduciría la dependencia de unas pocas especies, haciendo al sector menos vulnerable a las fluctuaciones del mercado y promoviendo un manejo sostenible de los recursos. Al mismo tiempo, fortalecería el mercado interno mediante la sustitución de importaciones de productos pesqueros elaborados.
No somos una nación de pescadores, pero tenemos todo para serlo. Es paradójico que, en un país con una de las líneas marítimas más grandes del mundo, la pesca sólo aparezca en la conversación pública cuando barcos extranjeros pescan de manera ilegal en el límite de la plataforma continental. Hay que volver a mirar al mar. No se trata, como algún trasnochado dijo, de privatizarlo: se trata de regular las actividades humanas para que el mar le sirva a la economía de nuestro país sin dañarlo en ese esfuerzo. Nuestro mar es una posibilidad y nuestro mar es una responsabilidad. La merluza que encontramos en los menús de Mar del Plata es más que un simple plato: es el resultado de una historia de aprovechamiento y conservación, de decisiones y políticas que buscan equilibrar la demanda de recursos con la necesidad de preservar los ecosistemas.
La autora es científica de Datos de Fundar