Una vez, en la Feria del Libro de Goya, escuché a Carlos Busqued hablar de El gen egoísta –el libro de Richard Dawkins que plantea que el ser humano tiende a la autodestrucción— a chicos de primaria que lo miraban arrobados. Parece que tenía fans en cantidad, y de todas las edades. Yo, que había viajado con él en el micro desde Retiro, también lo miraba así, como un fan. De alguna manera soy su fan.
En el micro me había contado de sus dilemas laborales, de sus pocas ganas de trabajar, de las muchas ganas de contar, de por vida, con el dinero suficiente para gastar en sus cositas. Tenía gustos extravagantes, pero austeros. Le gustaba la revista Esto. Los crímenes desopilantes que le gustan a todo el mundo, crímenes que él envolvía de candor o que situaba en otro plano, algo metafísico como una patada en el cráneo. Le gustaba ir a Resistencia en verano, cuando nadie quiere. Sentir el calor en serio. Pasear entre las tumbas del cementerio. Le gustaba la tumba de Bittel, el único chaqueño que pudo llegar a ser presidente, pero que no llegó.
En Bajo este sol tremendo evocaba Sáenz Peña –su ciudad natal— con cierto rencor, pero a la vez con cierta fascinación; por lo feo, por lo áspero del ambiente. Yo, que también nací en el Chaco, sentí que empezaba a conocer la provincia recién una vez que leí Bajo este sol tremendo. El suyo era, como suele decirse, un Chaco más verdadero.
Su vida social era mucho más intensa de lo que él mismo insinuaba. Era un caballero, como un hooligan amable y atento. En 2015 lo invitamos a un festival literario y, por cosas de la organización, su lectura quedó para un domingo a las 11 de la noche. Leyó de una notebook borradores de lo que más tarde sería Magnetizado. Fue legendario, el silencio, la risa que, cada tanto, brotaba desde el público; su propia risa, que tenía no sé qué de menonita y fraternal, lo mucho que disfrutaba –y lo bien que le salía— ser el centro de atención. Su cara deforme, achiclada, por el whisky y por la marihuana.
Fue legendaria la primera presentación de Bajo este sol tremendo, en 2009, en una feria del libro de Villa Ángela, Chaco, en un predio enorme y vacío. Habremos sido siete personas, contándolo a él, a Leandro Aguirre, que era su representante, y a Pablo Black, que fue su presentador. Y al intendente, claro, peronista y todo terreno, con su media sonrisa, incómodo al principio y maravillado al cierre, reclamando la firma de su ejemplar. Mi ejemplar dice: “Perdón, no sé escribir dedicatorias soy un desastre para esto, es mi primer libro. Mil perdones”.
Mi ejemplar de su segundo libro, Magnetizado, en cambio, arranca con un “Pibazo”. Así también arrancaba –cuando al fin se dignaba contestar-- los mensajes de Facebook, de correo o –milagro de milagros—de whatsapp. Usaba el whatsapp sólo para lo importante. Pibazo. Y yo sonreía de antemano, porque después del Pibazo venía una pequeña historia retorcida, algo estrambótico, una luz en la jornada opaca. Cómo puede ser, nos preguntábamos más tarde con mi mujer, que este hombre tan caballero, tan luminoso, escriba las cosas que escribe. Cómo lo queríamos a Carlos.