Aunque por principio me opongo a los ejercicios contrafácticos, sospecho que George Orwell habría sentido un británico desprecio al verse catalogado bajo la caracterización contemporánea de ‘libertario’ y hubiese sentido pena al ver algunos de sus libros en la misma batea que La rebelión de Atlas de Ayn Rand o Capitalismo y libertad de Milton Friedman. Decirle a Orwell libertario–en el sentido que la derecha da hoy al término— es como decirle estalinista a Willy Brandt o socialdemócrata a Lenin, simplemente porque formaban parte de la izquierda. Defender la libertad y expresar recelos respecto de formas específicas del Estado, no convierte las ideas de nadie en parte del repertorio de las derechas.
Afortunadamente, en esta materia de los significados, Orwell ya había dejado algo escrito. En La política y la lengua inglesa, un breve texto de 1945, despotricaba contra ciertos usos de la palabra fascismo que ya entonces empezaba a equivaler a ‘todo lo que está mal’. El escritor de 1984 no cargaba las tintas contra la ciudadanía -aunque le exigiera mayor responsabilidad en el uso del vocabulario-, sino contra parte de la política y de la intelectualidad y la academia. Asumía que si no eran unos brutos en toda regla –y no lo eran— sabían que la palabra fascismo designaba algo concreto y específico, y que si designaba algo menos concreto, debía guardar alguna relación directa con el término empleado (en el caso de fascismo, tendencias autoritarias o regímenes totalitarios de derecha). Orwell advertía que las palabras se usaban sin ningún rigor: había comunistas llamando fascistas a simples liberales, y liberales llamando fascistas a marxistas de cualquier pelaje. La utilización demasiado laxa (que no es lo mismo que abierta) de los conceptos tornaba deshonesta la discusión.
“Otras palabras que se emplean con significados variables, en la mayoría de los casos con mayor o menor deshonestidad son: clase, totalitario, ciencia, progresista, reaccionario, burgués, igualdad”, decía en su texto.
La conclusión de Orwell era evidente. Los políticos y las personas dedicadas a las ideas no debían manejarse con el “significado popular” o laxo de ciertas palabras. Algunas son polisémicas, pero quienes trabajan con ellas tienen el deber de usarlas como corresponde. A los ojos de Orwell, no se trataba de disputas sobre los conceptos, sino de la pretensión de construir una posición política a través de simples y nítidos engaños.
Alcanza con escuchar hoy la frase “necesitamos un proyecto socialdemócrata” o “ese político es un socialdemócrata” para alarmarse: ¿socialdemócrata? ¿Pero de qué tipo? Esta es un palabra comodín de una nueva era –en la cual, justamente, la socialdemocracia no presenta sus picos más altos. Cuando se indaga qué quieren decir las frases que involucran este concepto, sentimos alarma. No se trata de preservar un ‘sentido originario’ del término, sino de que se lo ha transformado en sinónimo de demasiadas cosas.
¿Cómo se resume una identidad política abierta que nació vinculada al marxismo, que bebió del socialismo cristiano y del utopismo, que involucró proclamas liberales, que resultó aquella de la cual se dividió el comunismo tras la Revolución Rusa, que construyó las bases del proyecto de los 30 gloriosos, que se bifurcó en terceras vías y socialismos radicales? ¿Cómo se resume una identidad cambiante que, como afirmaba Geoff Eley —un pensador más ligado a la Nueva Izquierda—, resultó fundamental para la democratización de los regímenes políticos de Europa y también de algunos del Cono Sur latinoamericano?
No existe una definición cerrada de la socialdemocracia, porque no existe una sola forma de pertenecer al socialismo democrático. Como lo vio Sheri Berman, a lo largo del tiempo sólo algunos rasgos son permanentes en la identidad socialdemócrata. Primero, su oposición a los fatalismos: el socialismo (sea lo que fuera eso) no se desarrollaría por sí solo, y el capitalismo dejado a su libre arbitrio no conduciría inexorablemente a progreso y bienestar. Segundo, la primacía de la política: frente a ciertos marxistas y liberales, los socialdemócratas confiaban en que era necesario intervenir fuertemente para construir el futuro (rasgo que según Berman, compartían con los fascistas, de los que los distanciaba su concepción fuerte de aspectos concretos del liberalismo político –del que se sentían superadores— y su rechazo del cesarismo). De esa larga historia, Berman concluye que “los principios fundamentales de la socialdemocracia siempre han sido la creencia en la primacía de la política y el compromiso de utilizar el poder adquirido democráticamente para dirigir las fuerzas económicas al servicio del bien colectivo”. Estos principios se estructuraron a partir de partidos heterogéneos y de bases sociales amplias (principalmente obreras y de clase media profesional) y desarrollaron distintas perspectivas y tendencias dentro de la misma identidad.
El concepto de socialdemocracia es un sintagma de dos ideas fuerza: lo social (en términos socialistas, de asociación, fraternidad y comunidad) y lo democrático (en términos tanto de las tradiciones liberal y radical). Ciento cincuenta años de historia de un concepto móvil -cargado de luchas internas y externas - no puede subsumirse en un puñado de burdas categorizaciones contemporáneas. Las palabras tienen sentido. También historias.
La transformación de un concepto político en ‘categoría comodín’ resulta evidente. Los detractores de la socialdemocracia (e incluso algunos de sus supuestos defensores) la utilizan como sinónimo de moderación y también de social-liberalismo cosmopolita. La despojan de historicidad y le quitan espesor. Esto les permite eludir las expresiones políticamente organizadas que se reconocen en esa tradición, y así reordenar el panorama político de acuerdo a lo que consideran deseable. Llama la atención el modo en Argentina se utiliza la palabra socialdemocracia como sinónimo de tibieza (de los otros) o como sucedáneo de la seriedad y las buenas intenciones (propias). Los conceptos no dependen sólo de sus adjudicaciones, sino de su historia, larga de ciento cincuenta años, no de treinta, en el caso de socialdemócrata. Las derechas liberal-conservadoras reducen la historia de la socialdemocracia al giro de las terceras vías, al macronismo y a las “izquierdas de gestión” latinoamericanas. Apelan a los gobiernos progresistas regionales que más contrastaron con lo que llaman indiscriminadamente “populismos” y se refieren a ellos como socialdemócratas por su sentido de la responsabilidad y su “realismo político”, desconociendo las discusiones profundas de las orgánicas partidarias, de los espacios culturales e intelectuales y las múltiples tensiones dentro del mundo de las izquierdas. El pedido de ‘socialdemocracia’ es el de un conveniente social-liberalismo que sirve para atacar al populismo, aunque no dudan en apoyar cesarismos “amigables con el mercado”. Resulta curioso que sectores de derecha o centroderecha sostengan que “es necesaria una socialdemocracia fuerte”, como lo manifestó en estas mismas páginas Hernan Iglesias Illa. Convendría recordar que allí donde ha existido, aun en los términos ‘social-liberales’ en que lo plantean —como fue el progresismo santafesino—, ellos las han combatido, muchas veces con candidatos que no eran exactamente liberales a la Alberdi o a la Gladstone. La pretensión de ciertas derechas no es contar con socialdemocracias robustas para fortalecer la democracia, sino la de hacer antipopulismo por medio de terceros. Su deseo imaginario es moldear un adversario a la propia medida, útil para combatir a otro: en el caso argentino, al kirchnerismo. Así presentan a la socialdemocracia como un “centrismo social y responsable”, y la hacen funcional a lógicas de sus espacios, pero desconocen la lógica propia de esa identidad de izquierda peculiar, abierta, y llena, por supuesto, de claroscuros históricos. Lo mismo sucede, también, desde el terreno opuesto: sectores del nacionalismo-popular que utilizan la categoría para denostarla o para sostener que la “verdadera socialdemocracia” se encuentra alineada junto a ellos.
Identidad abierta no es sinónimo de concepto elástico, sino apuesta pluralista incapaz de ser totalizada por una de sus partes. Como muestran Adrián Velázquez y Francesco Callegaro, el socialismo democrático posee una tradición propia y paradójica. Su “liberalismo” nace de una crítica al liberalismo, y su concepto de socialismo surge de una crítica de lo que otros llamaban del mismo modo. Característica intrínseca a la socialdemocracia ha sido el carácter reflexivo de sus concepciones y de sus prácticas: volver recurrentemente sobre ellas, hacer ajustes, intentar superar problemas. En definitiva, seguir construyendo su horizonte de lo posible sin abandonar su historia de lo deseable.
Lejos del esencialismo y más cercana a la política, la socialdemocracia aspira a constituirse como una identidad móvil, con grupos y tendencias contrapuestas que privilegian el valor de la democracia política a la vez que se posicionan nítidamente en un proyecto que tiende a la igualdad. No todos los grupos que pertenecen a ella entienden la igualdad del mismo modo, ni conciben los mismos modos de alcanzarla. Pero eso es ‘una casa común’. Una casa donde no se niegan los errores del pasado: se los ubica en un inventario y se trabaja sobre ellos. Donde las diferencias se procesan en hegemonías móviles.
Aunque en la disputa interna sea siempre un arma arrojadiza, no existe “el verdadero socialdemócrata”. Cuando los marxistas apegados al viejo ideario lo reclaman, lo hacen, sencillamente, para mostrar que su tendencia forma parte de esa identidad abierta, que buscan hegemonizar. Cuando los liberal-demócratas cosmopolitas se asumen como verdadera socialdemocracia, están buscando lo mismo. Aunque no tanto como experiencia concreta, la identidad socialdemócrata alberga a ambos como una parte, pero nunca como su totalidad. No hay monopolios en una familia amplia. Hay hegemonías circunstanciales.
Como suele decir el historiador Francisco Reyes, la socialdemocracia forma parte de la “casa común” de la izquierda. Esta es su historia y es también su presente, aun cuando parte de la izquierda pretenda ser la ocupante legítima de esa casa y cierta parte del liberalismo busque derrumbar el edificio aduciendo que ya no tiene sentido hablar de derechas e izquierdas.
No existe una puerta en la que se abre la verdadera socialdemocracia, escrita en una serie de textos canónicos a los que remitir como sagradas escrituras. La socialdemocracia es una identidad en permanente disputa con un corazón de valores y principios básicos. Cualquier intento de los propios de apropiarse del concepto será siempre parte de esa disputa. Cualquier intento de quienes no participan en ella de achacársela a otros como elogio o como insulto, será un intento de totalizar una de sus partes. La socialdemocracia nació de un profundo impulso igualitario ante la injusticia de un capitalismo sin regulaciones. Lo hizo, a la vez, mostrando que era capaz de defender principios y valores liberales más nítidamente que muchos que ostentaban ese nombre. Ahí es donde se inscribe su historia.
MS