Tendría seis o siete años cuando empecé a alquilar compulsivamente La princesa prometida. Tanto me gustaba y tanto invertían mis padres en el videoclub que los reyes magos decidieron unas navidades que era hora de que tuviera mi propio VHS. Ahí sigue, en la casa familiar, desgastado de tanto uso. Volví a verla hace poco, quería enseñarle a mi hijo una de mis películas favoritas de cuando yo tenía los años que él tiene ahora. Sentados en el sofá, empecé a horrorizarme casi desde el minuto uno. Mi momento favorito es en el que ella, harta del trato que le está dando el hombre enmascarado, le empuja, él cae por la ladera de una montaña, ella comprende entonces que ese hombre es en realidad el amado que perdió hace años, y entonces... se tira detrás de él por la montaña. 'Mira, como yo', pensé riéndome. O como todas, al menos en algún momento (o muchos).
Me dije entonces, irónicamente, que estaría bien interponer una demanda colectiva contra la productora por habernos generado expectativas absolutamente irrealistas y dañinas sobre el amor, y una idea de nosotras mismas que gira alrededor de la belleza física, la entrega, el sacrificio y el otro. Como ese meme de Internet que dice algo así como “culpo a Disney de mis altas expectativas sobre el amor”. Por recordar algunos ejemplos, a la Sirenita (me encantaba) le recomendaban no hablar mucho para no aburrir a los hombres. Bella aguantó a una Bestia insoportable que la atemorizaba de distintas formas y como recompensa obtuvo a un príncipe encantador. De su afición por la literatura nunca volvimos a saber.
Más que una expectativa elevada, la idea del amor que nos devuelven muchas películas o series, tanto para adultos como para público infantil o joven, está empapada de valores machistas que, al mismo tiempo, reproduce. Por ejemplo: tener pareja como objetivo vital central, medir el éxito de nuestras relaciones en función de su duración (si duran mucho, preferiblemente toda la vida, son exitosas; las rupturas son socialmente un fracaso), entender los celos y la exclusividad como medida del amor, la soltería como una época necesariamente transitoria, alabar el sacrificio (especialmente en nosotras), o alentar el espejismo de que hay 'un' amor de la vida y promover la fusión (una vez que encuentras a ese amor ya no hay espacio para otros, lo 'normal' es no querer estar con otras personas y sí desear hacer la vida entera juntos), etc.
El género atraviesa estas ideas: la socialización de las mujeres las prepara para cuidar y actuar 'por amor', aun pasando por encima de sus necesidades y emociones, y nuestra autoestima se construye sobre la validación, especialmente la masculina, especialmente cuando hablamos de amor y sexo. Esa ristra de valores que podemos resumir en la expresión 'amor romántico' son nada menos que el sustrato de la violencia machista. No son pocos los estudios que en los últimos años alertan sobre cómo esas creencias permanecen en las generaciones jóvenes y promueven conductas de control y relaciones en las que se ejerce una violencia psicológica que durante mucho tiempo ha sido invisible, parte de lo que entendíamos por amor. “No me gusta pero lo hago para que no se enfade”. “No quiero pero tengo miedo de que me deje”. “Insiste y al final cedo porque tampoco quiero un problema”. Las parejas son el 'lugar' donde más riesgo tiene una mujer de sufrir una agresión y la mayor parte de las agresiones sexuales las cometen hombres conocidos de la víctima, por ejemplo, su pareja.
Es curioso, sin embargo, que pese a que el daño que producen estas representaciones, mezcladas con el resto de nuestra cultura y socialización, sea tan obvio y tenga consecuencias tan graves, nadie haya pensado que la mejor solución sea implantar una herramienta para que los adultos deban acreditarse como tales para acceder a esos contenidos y, así, intentar evitar que los menores accedan a ellos. No solo eso, sino que las plataformas, las televisiones, y las editoriales siguen publicando productos que contienen este tipo de estereotipos, roles e ideas y que van dirigidos especialmente a ese público infantil y juvenil.
Es aquí donde enlazo el razonamiento con el porno. Comparto una premisa: el acceso fácil al porno por parte de menores es una preocupación. Su mundo emocional y sexual está en plena construcción, sus defensas son débiles y el impacto de algunos estímulos puede ser perjudicial. La pregunta es cuál es la mejor manera de abordar esta preocupación social, dónde ponemos el foco, y qué relato estamos construyendo.
Sobre esto último, tengo una certeza: el relato social es el del terror. De repente, el porno es el culpable de todos los males, de la violencia sexual, de las violaciones en manada, de que los jóvenes ejerzan violencia o de que no sepan establecer relaciones sanas, aún cuando las evidencias científicas al respecto sean débiles, contradictorias o directamente nulas. Y es que una cosa es asumir que estas imágenes pueden influir en el desarrollo de un menor, y otra construir un relato de causalidad entre porno y violencia, entre porno y trastornos mentales, dar por hecho que la exposición a esas imágenes condena a los menores prácticamente a cometer violencia o a someterse. Parece que solo el porno determinara la conducta pero no así la violencia explícita, los valores del amor romántico o las presiones estéticas.
¿Se comportan igual en sus relaciones todos los hombres que consumen porno?, ¿y todos los adolescentes?, ¿podemos afirmar que antes no existía la violencia sexual entre los jóvenes?, ¿por qué damos por hecho que el porno genera violencia sexual pero no así que la violencia en películas y videojuegos puede incrementar la tendencia violenta de toda las personas que los juegan?, ¿contribuyen sagas como Crepúsculo a que las jóvenes se queden en relaciones violentas?, ¿por qué el relato no pone el mismo énfasis en limitar las apuestas online, los juegos que pueden generar dependencia, los filtros irreales de belleza en Instagram o los discursos nazis y misóginos de influencers?
Ya existen sistemas de control parental que permiten limitar los contenidos que menores y adolescentes pueden visitar en computadoras, tablets y teléfonos, aunque algunas voces creen que podrían ser más eficaces involucrando a Android y Apple para que sean los propios sistemas operativos los que los incorporen. Crear una herramienta que comenzará a utilizarse únicamente para el porno y que implica que los adultos descarguen una app (aún no está claro qué registros quedarán del proceso), sin tomar ninguna otra medida de prevención o educación, contribuye a ese relato en el que el porno es el gran mal y abre una puerta inquietante de control social.
¿Quién determinará qué es porno?, ¿qué sucederá con los contenidos sexuales explícitos que aparecen en películas mainstream que están al alcance de cualquiera?, ¿son esas escenas mejores que el porno?, ¿y las imágenes en las que existe sexo no consentido pero que la película muestra como sexo y no como violación?, ¿afecta más el porno al desarrollo sexual y emocional de la gente joven que los streamers que hablan de emborrachar mujeres para llevárselas a la cama o que aseguran que una mujer que se acuesta con mucha gente pierde valor?, ¿por qué si sabemos que otro tipo de representaciones y contenidos están dañando la salud mental de niños y adolescentes se opta por abordar únicamente el porno y hacerlo con una medida que afecta a los adultos?
Y la gran laguna en todo este planteamiento: la educación sexual. Llama la atención que un gobierno progresista no despliegue la herramienta que todas las expertas y organismos relacionados indican como imprescindible. Culpamos al porno de todos los males mientras hurtamos a nuestros hijos e hijas el derecho a conocer sus cuerpos, sus límites, a pensar sobre sus emociones y deseos, a aprender a respetar y a escuchar, a identificar malestares, y a saber, sin tabúes y sin necesidad de hablar en voz baja, que el sexo existe, que es parte de la vida, que debe ser consensuado, que puede ser una mierda, maravilloso o muchas cosas más, y que lo que aparece en las películas no tiene por qué ser la realidad.
No culpo a La Princesa Prometida de mis ideas sobre el amor, del estado de mi autoestima o de la manera en la que me relaciono con hombres. Sin duda, el relato de Buttercup y Westley conformó un universo que se alimentó de muchas otras películas, lecturas, dibujos animados, conversaciones escuchadas, frases captadas al vuelo, omisiones, las relaciones que vi en mi entorno, lo que me dijeron o entendí que era 'ser una chica', lo que me dijeron y entendí que era 'ser deseable' y un montón de significados sociales. Para contrarrestar, en mi casa hubo conversaciones desde temprano, algunas en paralelo a series o películas, lecturas y preservativos a mano. Me preocupa que niñas, niños y adolescentes se enfrenten muy temprano al porno, pero sobre todo me preocupa que no tengan adultos con quien hablarlo o pensar sobre ello, que no sepan cómo interpretar lo que ven, que no tengan otros referentes, que no sientan confianza para hablar de sexo con alguien que pueda darles buena información, que no tengan espacios donde la sexualidad y el sexo no sean tabúes sino temas que abordar desde diferentes perspectivas, también la del placer, el disfrute y los vínculos sanos.