Pienso bastante seguido, y creo que escribo bastante seguido, también, sobre la nostalgia, contra ella. La nostalgia me aterra porque es una fuerza conservadora, no solo cuando extraña un pasado real, sino principalmente cuando extraña pasados imaginarios: es una forma de decirle a la gente joven que nunca van a entender el mundo porque se perdieron la mejor parte, la primera media hora de la película en la que se explicaba todo. Me aterra la nostalgia, me aterra su matriz política y su jactancia, pero por supuesto, nunca me aterra más que cuando la reconozco en mí. No me pasa casi nunca, pero me doy cuenta de que me pasa cuando veo The Bear.
The Bear sigue la historia de Carmy, un muchacho de familia italiana de Chicago que se convirtió en un chef con tres estrellas Michelin y, luego de la muerte de su hermano, vuelve a su ciudad natal a hacerse cargo del bolichito de sándwiches familiar que él llevaba. La primera temporada se trata de eso: Carmy profesionalizando una cocina caótica, enseñándoles a sus empleados que lo que hacen es valioso y que saben más de lo que creen saber, solo tienen que organizarse y encontrarle el erotismo a la disciplina militar. En la segunda, que salió hace unos meses, Carmy les propone un salto aún más grande: convertirse efectivamente en un restaurante de fine dining, una cocina que pueda ganarse una de esas estrellas que él ya tuvo pero que a Sydney, su sous chef, aprendiz y fan, le importan más que nada en el mundo.
En algún sentido, entonces, sentí esta temporada un poco más desangelada que la anterior. Lo de resucitar el restaurante de la familia tiene un poco más de mística, en principio, que lo de armar un lugar lujoso para romperla. Pero a medida que avancé me di cuenta de algo que ya había intuido cuando vi la primera temporada, y es que la mística de The Bear es la mística de la familia y de la tradición, pero no la de la familia de sangre ni la de la tradición del barrio: es la de la familia del trabajo, y la tradición de la excelencia.
Y ahí es cuando me pongo, muy a mi pesar, nostálgica. Viendo esta temporada me di cuenta de que es verdad que hay algo bello en la especificidad del trabajo de la cocina, de su perfeccionismo y su precisión, del modo en que exige creatividad y sutileza pero también una templanza (y es una tarea generosa, porque lo que exige te lo da: mi amiga cocinera dice que el verdadero zen lo encontrás picando verduras antes que en cualquier clase de yoga, en el peso pero también en el alivio de que en la cocina haya que hacer, en algún sentido, todos los días las mismas cosas); pero si en la primera temporada me interesó más pensar en esa planicie de la cocina, sin buscarle simbolismos, en esta segunda no pude evitar pensar que me emociona esta historia de cocineros porque evoca la fantasía del ascenso social, de la gente que cree que si hace las cosas bien le saldrán las cosas bien, y en la fantasía de lo colectivo como vehículo de progreso y proyecto de sociedad civil.
Eso que se ve en The Bear, cómo cocineros de oficio pueden profesionalizarse y cambiar su vida, lo he visto en cocinas de verdad, y aquí mismo en Argentina: la contracara positiva del boom del consumo, que a veces pienso que genera unas subjetividades un poco complicadas (el culto del goce termina convirtiéndose en algo que casi se separa de la desprolijidad que debería ser parte indispensable de nuestra relación con el deseo y el cuerpo para convertirse en una gula de perfección), produjo en la elevación del status de la gastronomía una elevación potencial del status de sus trabajadores. Digo potencial porque no sucede en todos los casos, sigue siendo un trabajo altamente precarizado y porque efectivamente también la disponibilidad de esas oportunidades depende de muchos factores: es muy emocionante, por eso, la trama de los dos cocineros de cincuenta y pico a los que Carmy manda a educarse a la escuela de cocina, lugar en el que una florece y el otro se angustia. Pero más allá del caso concreto de la cocina, entonces, The Bear me recuerda a una época que fue imaginaria pero creo que también fue real, en la que el trabajo se entendía ni solo como explotación ni solo como realización personal, sino como algo que hacemos todos juntos. Aprendí bastante sobre esto haciendo teatro y filmando una serie: son lugares en los que esa sensación de proyecto colectivo sobrevive, lugares en los que no hay que ubicarle a nadie un ping pong para que se ponga la camiseta de la empresa como se hacía en 2005 porque se entiende que, de verdad, la empresa somos todos. Es algo que no se puede inventar y no se puede fingir: los proyectos son colectivos o no lo son y ningún departamento de recursos humanos puede maquillar eso. Supongo que no todos los trabajos pueden ser así, en una sociedad de masas; es más, por lo que el mundo muestra, cada vez menos trabajos pueden ser así a la escala productiva a la que se está moviendo el mundo. Los negocios chicos no sobreviven, los trabajos se automatizan y van quedando solamente accionistas, gente que manda mails y muy por debajo gente haciendo tareas tan rutinarias y deshumanizantes que es imposible que involucren en ella sus almas como efectivamente se puede involucrarla en un postre. Lo que me pregunto, y es pensando en las elecciones también, porque está difícil pensar en otra cosa, es por la relación entre la desaparición de estos mundos del trabajo y una relación civil con lo colectivo que sin ellos es muy difícil de inventar. Tanto en mi generación como en las que vienen después en Argentina quienes hablan de lo colectivo piensan sobre todo en actividades de militancia, y está perfecto, pero trabajando en un set o en una cocina una ve unas formas orgánicas de la construcción de comunidad entre gente de ideas y trayectorias muy distintas (el modo en que vamos aprendiendo a compartir no porque lo elegimos sino porque auténticamente lo necesitamos) que de verdad no sé si se arman en una asamblea, a las que (además) no mucha gente tiene ganas de ir, y está bien, porque no todo el mundo quiere vivir en el Ágora griega, pero esto pensaba, claro: el trabajo solía ser nuestra ágora. Pienso en las conversaciones que mi mamá me contaba que tenía con sus compañeros de guardia en el hospital, los vínculos que se armaban allí con todos, con enfermeros y enfermeras, con los mozos de los cafés de la zona, socialidades ahora bastante desarmadas porque el que puede quedarse con el consultorio privado se queda allí y no vuelve más, porque andar comprando cafecitos es caro y ya no son los mozos los que los traen, sino que es siempre gente distinta, en fin: odio entrar con ese tango del viejo mundo, ya lo dije, lo empiezo y no me reconozco, pero de verdad le dedico bastante tiempo a pensar si hay alguna forma de aprender ese amor a producir juntos cada uno desde su casa o desde su plataforma o desde sus ganas de ser estrella, y la solución no se me está acercando; ese amor a producir juntos que produce el mundo por fuera de la familia, por fuera de lo privado, ese amor que hace nacer lo público y que no se puede crear más qué haciendo, más que encontrándonos en ese disfrute humano atávico del trabajo, de encontrar el mundo desarmado y devolver otra cosa.
TT