El último tema de Lali Espósito, No me importa, puso a los libertarios a desuscribirse de Spotify en manada. A menos de una semana de que los seguidores de Javier Milei en las redes criticaran a los usuarios progresistas que se fueron a Blue Sky por “abandonar el debate”, “crearse una burbuja” y cosas por el estilo, los mismos cabecillas de las milicias tuiteras empezaron una suerte de boicot contra la plataforma de música por promover el tema de la cantante.
Esta vez no hubo muchos rastros de Lali Depósito, el meme con el que el Presidente y sus acólitos hicieron un descargo en febrero de este año, luego de tener que retirar el proyecto de Ley de Bases del Congreso y en medio de la polémica por los fondos de educación para las provincias. En aquellos días, el propio Milei cargó contra Lali para contraponer educación y cultura, sobre el mito tan inflado durante años por medios antikirchneristas de que los artistas simpatizantes con el peronismo viven de hacer shows financiados por el Estado.
La actualidad presenta dos diferencias notables con aquel momento. La primera es que Lali viene de hacer dos lanzamientos muy exitosos que despejan cualquier duda (si es que la había) de su popularidad. Con Fanático, no sólo le fue muy bien en cuanto a reproducciones y recepción, tanto de sus fans como del público en general, sino que además logró llevar la discusión con el oficialismo a un terreno en el que tiene ventaja (la música) y establecer allí su propia narrativa.
Así como el personaje de Lali Depósito arrastraba consigo todo un imaginario sobre los artistas, el del Fanático (encarnado en el videoclip por un actor de rasgos y manierismos muy mileístas) hacía lo propio con el gobierno. Le asignaba una caracterización contrapuesta a la que le gusta darse a sí mismo, quizás la más indeseable de todas: la de un gobierno que aburre.
El videoclip alimentó la memética opositora con los frames del fanático que grita y la cantante embolada que se duerme, posiblemente un homenaje a uno de los más exitosos memes de Diego Maradona, de uso común en las discusiones tuiteras. Uno de los efectos más importantes de la participación memética en la conversación pública es el de dar a las comunidades de usuarios imágenes, lemas y argumentos para futuras polémicas. Lali dio al antimileísmo en las redes insumos para fortalecer su espacio de afinidad y capacidad de respuesta contra sus atacantes, tomando el lugar de liderazgo de opinión que la coyuntura le había dado.
La segunda diferencia es que el Gobierno está en una posición mucho mejor que la de hace nueve meses y, en buena medida, no necesita atacarla. Claro que eso no corre para los mileístas en las redes sociales, que ante una publicación cómo la de Spotify Argentina celebrando a “la madre de todxs lxs argentinxs” no podían dejar pasar la oportunidad de articular y pronunciar los antagonismos (abonando a su propio espacio de afinidad), aunque esta vez sea más contra la plataforma (una institución) que contra Lali en sí misma. Parafraseando al analista de narrativas Lisandro Bregant, se trata de un enfrentamiento de menor intensidad que el que se puede plantear con una persona física. Tracciona mucha menos atención y alinea menos voluntades en contra (¿cuánta gente realmente habrá cancelado su suscripción, más allá de lo performático?) El intento de avanzada libertaria contra Spotify no provocó mucho más que burlas de sus rivales.
Todo esto cae, desde luego, en la llamada “batalla cultural”, que se dirime en gran medida en el entorno digital (y cuando no, como ocurrió en algunas universidades, manifestaciones y otros espacios de la vida “analógica”, se replica y alcanza masividad en las redes sociales). Esta consigna, promovida por el intelectual ultraderechista Agustín Laje y que el gobierno hizo propia, tiene también su continuidad con el kirchnerismo, que vio la importancia estratégica de la cultura como espacio donde afianzar un proyecto político, diferenciar enemigos y construir consensos. Sin embargo el sistema mediático y la participación de las audiencias actuales son muy distintos a los de aquel entonces.
A lo largo de este primer año del gobierno libertario, muchos de los discursos y hechos que han subido la moral de quienes se paran en la vereda de enfrente vinieron de artistas y trabajadores de la cultura. Hay que pensar en los discursos de actores en la entrega de los Martín Fierro, llamando a proteger la industria del cine y al INCAA, en la afrenta de Jorge Pinarello al Gordo Dan (“¿Dónde está el Gordo Dan? Gordo Dan, ¡vamos a volver!”) o la reciente lectura de la novela Cometierra, de Dolores Reyes, por parte de varios escritores y escritoras en apoyo a la obra tildada de pornográfica por la vicepresidenta. Aunque en la mayoría de estos casos se esté llevando conciencia sobre perjuicios en materia laboral, económica y educativa, es un poco inevitable que estos episodios no queden, para el ojo público, en la nebulosa de “lo cultural”, muy por encima de las necesidades terrenales, más sólidas, sobre las cuales todavía la narrativa oficial goza de salud.
Quizás porque la política tiene otros tiempos, quizás porque está ocupada en sus internas o en el equilibrismo que hacen algunos para no parecer oficialistas (cuando prácticamente lo son) es que hay un gran vacío de discurso y representación opositoras, que terminan ocupando los artistas, deliberadamente o no, quién sabe. Como un hambre colectiva de contradiscursos, que degustó lo que le dio Lali pero que sigue insatisfecha. De ahí que episodios como el de Dillom confrontando con su hostigador libertario en un avión haya sido un poco sobredimensionado en el clima de reivindicación tuitera, algo a lo que el músico –en una entrevista reciente, en Gelatina– se refirió como una suerte de “andapayabobización” del hecho (en referencia a la gastadísima frase de Lionel Messi que usa mucha gente para parecer basada).
Los memes de La Pistarini, así como los de la corrida de Fran Fijap se han vuelto verdaderos trofeos de guerra para los públicos antimileístas que vieron en esas imágenes el signo de una reivindicación. Los coleccionan, los reversionan y exhiben como demostración de “quiénes corrieron”. Pero más allá del valor catártico que estos tienen, no dejan de ser eslabones sueltos. Pasada la risa, el vacío de discurso y conducción opositora sigue allí.
Debe ser tentador para la política sumarse al furor participativo de esos memes y discursos. Cristina Fernández de Kirchner, por ejemplo, empezó a cerrar sus actos con la canción de Lali, algo que Tomás Rebord en su último edibordial calificó como meramente performático (también refiriendo al posteo de Axel Kicillof leyendo Cometierra). ¿Cómo se resignifica la narrativa del Fanático, empoderante para Lali, en la apropiación cristinista? ¿No es un poco como decir “Milei me persigue”, un giro popero a la ya conocida narrativa del lawfare? Como las letras de Los Redondos, que les gusta citar a los dirigentes de La Cámpora, estos símbolos culturales tranquilizarán a algunos convencidos por un rato, pero va a hacer falta mucho más que eso.
La trampa de la cultura de la participación y su instrumentalización política es la de creer que todos los participantes son iguales. Dentro de un mismo colectivo identitario lo que tiene audacia en un artista puede ser banal en su replicación memética, y directamente cringe en la apropiación dirigencial.
Otra trampa es la de creer que una batalla, por ser cultural, se puede dar sólo con músicos, actores, dibujantes, tuiteros y streamers. Que toda esa simbología, imaginería y discursos que producen y con la que llenan a diario el disputado espacio digital va a organizar sola un imaginario político opositor, al servicio de cualquier liderazgo institucional que quiera tomarlo. No funciona así. Eso lo sabe muy bien Milei.
NC/DTC