Cada uno tiene con la idea de la muerte la relación que puede. Digo con “la idea” porque la muerte es un hecho tan absoluto que ni siquiera me atrevo a afirmar nada sobre ella sin rebusques ni paréntesis. En mi caso, tengo una terquedad involuntaria, una negativa natural a entristecerme por la muerte de una persona grande que hizo lo que quiso y vivió en sus términos. Morirse viejo y realizado, para mí, está mucho más cerca de ser final feliz que de ser tragedia. Pienso entonces en dos fallecimientos recientes, el de Beatriz Sarlo y el de David Lynch, en los que conecté más con esa voluntad de recordarlos entre todos, de revisitar sus obras y repetir sus anécdotas, que con los lamentos y con la idea repetida de que nos vamos quedando solos, aunque esto último siempre sea un poco cierto.
No escribí sobre la muerte de Beatriz en su momento, y no creo tener una visión sobre la obra de Lynch suficientemente original como para ameritar un obituario mío, pero si se me juntaron los dos en la mente no es solo por la cercanía temporal de las muertes, sino porque mirando las despedidas amorosas y masivas que recibieron, cada uno a su escala, en Internet, me puse a pensar en cierto tipo de figura que fue clave en mi desarrollo personal e intelectual, y en el de muchísima otra gente que jamás conoció personalmente ni a Sarlo ni Lynch.
Vi Twin Peaks por primera vez a los 13 años, después de haber visto Mulholland Drive en el cine (recuerdo bien la edad que tenía porque fue de las primeras películas para mayores de 13 a la que pude ir a comprar entradas con confianza). Volvimos fascinadas con mi amiga del cine, y su hermana mayor nos puso a ver Twin Peaks en unos DVDs pirateados. Pero yo recordaba la existencia de esa serie. No la había mirado, pero sí la había visto pasar por las publicidades de Canal 9, y sabía de gente más grande que yo que la miraba. Era una rareza, pero una rareza que circulaba por los mismos canales donde circulaban las mismas pavadas infantojuveniles que yo sí miraba en los 90. Recuerdo, también, que la historia de Laura Palmer se me mezclaba mucho con la de María Soledad (chicas muertas en lugares que, desde el departamento de mi mamá en el centro de la Capital Federal, se veían lejanos y tenebrosos). Pero, me desvío. El punto, creo yo, es que me pasó algo parecido con Sarlo, desde chica, los autores que nombraba y el lenguaje intelectual que desplegaba en los mismos programas periodísticos en los que se decían pavadas y planicies todo el resto del rato: la sensación de ver a alguien hacer cosas raras en lugares muy masivos. Gente extraña que se mezclaba con orgullo con la gente normal.
Quizás cuando decimos que nos estamos quedando solos estamos hablando de esto. Ni David Lynch ni Beatriz Sarlo hicieron toda su carrera en el mainstream: los dos tuvieron obras que circularon más y obras que menos, por razones voluntarias e involuntarias, pero ambos tuvieron la curiosidad y el deseo genuino de involucrar a grandes audiencias en sus conversaciones. Y, por las causas que sea, hubo una esfera pública capaz de hacer que esos diálogos fueran posibles. Creo que extrañar un mundo en el que una serie como Twin Peaks podía llegar a Canal 9 no solo no es snob: es lo contrario de snob. Recuerdo la primera vez que vi esos capítulos, que volví a ver muchas veces, y que volvería a ver mil más: por supuesto que tienen mil referencias y chistes que remiten a otras obras de arte que yo a los trece años no había visto, pero ese no era el núcleo de la cuestión. Los misterios de la serie no están ahí: son misterios que no tienen solución, que solamente van abriendo puertas para pensar algo tan terrenal como un femicidio en un pueblo con lógicas que se ven raras, pero que tenemos muy cerca (el red room en el que volvemos a encontrarnos con Laura Palmer, por poner un ejemplo, no es fácil de explicar en palabras, pero tampoco es difícil de entender para cualquiera que haya tenido sueños o haya preguntando alguna vez qué pasa después de la muerte); esas eran las oscuridades que le interesaban a Lynch, las que estaban justo al lado de nuestras vidas y tenían la extrañeza que tienen nuestras mismas vidas, si le prestamos atención al modo retorcido en que hablan nuestros propios vecinos y a las cosas inconexas e inacabadas que pueden pasar en cualquier colegio o en cualquier barrio.
Yo sigo viendo grandes películas. Sigo leyendo, también, a grandes intelectuales. Escucho, cada tanto, entrevistas geniales, a gente que habla también como hablaba Sarlo o como hablaba David Lynch, que además de ser un gran cineasta era un gran entrevistado. Pero ya no veo esas cosas en televisión abierta. Ya no veo esas cosas en un soporte que compartamos todos. Ya no puedo decirle a nadie que mire esa serie cuya tanda seguro vio pasar porque está en el mismo horario que Grande Pa. Puedo recomendarle cualquier cosa a cualquiera, por supuesto. Pero no es inocuo que ya no existan las condiciones sociales, mediáticas o económicas para poner a circular un discurso genuinamente novedoso en un lugar en el que tantas personas distintas podamos verlas al mismo tiempo. No es inocuo que ya nadie pueda o quiera costear el coraje de apoyar voces diversas, voces que hablan un idioma que la audiencia todavía no sabe que quiere hablar. Creo que eso es lo que extrañamos, lo que más vamos a extrañar a medida que desaparezca la última generación de intelectuales que tuvo la suerte, la valentía y el privilegio de hablarnos a tantas personas distintas.
TT/MF