OPINIÓN

La reparación materna

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Hace un tiempo una mujer me contó que, en su adolescencia, se sintió abandonada por su madre. Con el tiempo, ese relato de abandono reveló ser encubridor de su propio rechazo por la madre, de una incomprensión atribuida y proporcional a lo que descubrió como decepción en su rol de hija al convertirse en mujer.

Fue un tiempo prolongado, hasta que ese relato defensivo se conmovió como efecto de análisis. A mí este movimiento me permitió pensar qué engañoso es el “Yo siento”; qué riesgoso es validar el sentimiento como una instancia de certeza –al menos en análisis.

Qué importante es ese compás de espera y la distancia entre que alguien pueda darse cuenta de que relataba como hechos objetivos algo que sintió y, luego, diga: “No fue tan así”. Paradójicamente, en el caso de esta mujer la conmoción del refuerzo defensivo de la narración del abandono materno le permitió acercarse a su madre desde un lugar más real.

Hoy no es tan sencillo este trabajo, porque la moral de la época es: “Las cosas son como las sentiste”.  Ningún criterio de realidad se puede desprender de esta actitud, por eso los vínculos se volvieron cada vez más difíciles y cada quien se justifica en su propia locura en lugar de pensarse en un lazo con otro.

Ahora bien, tengo varias amigas para las cuales la relación con su madre es muy importante. Por lo general, se trata de mujeres de mi edad, un poco más o menos, que relatan conflictos con esas otras mujeres que les dieron la vida. A veces hablan desde un punto de vista casi paranoico, con reproches que no ceden a pesar de los años; otras veces la compasión fingida encubre la más resignada frustración y un dejo de ironía.

El común denominador no tarda en llegar: en cierto momento, la madre no estuvo. Y un sentimiento de traición se volvió inevitable. Algunas de mis amigas dicen que esto se revirtió en estos años, porque la maternidad –tal como la conocíamos– fue “revisada” y ahora la vida es un poco menos opresiva, con roles menos obligados y estereotipos críticos. Habrá que ver qué dicen sus hijas de aquí a un tiempo.

Algunas de mis amigas dicen que esto se revirtió en estos años, porque la maternidad –tal como la conocíamos– fue “revisada” y ahora la vida es un poco menos opresiva, con roles menos obligados y estereotipos críticos.

En todo caso, esta voluntad de cambio histórico sí me permite pensar que estas mujeres piensan en términos de reparación. Dicho de otra manera, ellas quieren reparar con sus hijas la relación que tuvieron con sus madres. Por un lado, no quieren ser como sus madres y, por otro lado, esperan que sus hijas no las odien –porque detrás de esos reproches, resignación e ironía, lo que hay es odio no asumido.

Lo que pensé en estos días es desde cuándo surgió el proyecto de la maternidad como reparación. Esta noción parece ser relativamente reciente. Estoy seguro de que las mujeres de las que hablo tienen razón cuando dicen que se sintieron desconsideradas por sus madres. Sin duda hoy diríamos que fueron “malas madres”, pero ¿qué horizonte supone esta crítica que tal vez sea un poco anacrónica?

Después de leer varias novelas y conversar con mujeres mayores, tengo la impresión de que para ellas la maternidad era un proyecto muy distinto. “Lo di todo por ustedes” es un tipo de axioma recurrente que esconde algo diferente al altruismo que muestra. Su reverso es más bien egoísta: “Vos tenés conmigo una deuda impagable”. Porque la vida no se puede pagar y, después de todo, enojarse con la madre es una forma de objeción sacrificial.

Que los varones lidien mejor con esa condición egoísta de la madre, porque la reprimen y, eventualmente, el narcisismo de la madre se realiza mejor con un sustituto fálico, es algo sobre lo que ya escribí en otras ocasiones. La cuestión en este artículo es otra, está en plantear la pregunta de cómo una mujer resuelve el conflicto con el egoísmo de la madre.

Entiendo que nuestro modelo actual de parentalidad es un poco más altruista; no porque seamos buenos, sino porque nunca nos terminamos de separar de los hijos, entonces vivimos proyectados en sus realizaciones incluso cuando ya son grandes, lo que les trae un montón de problemas para adoptar una actitud madura ante la vida. No somos bondadosos, les hacemos daño por otros medios.

Entiendo que nuestro modelo actual de parentalidad es un poco más altruista; no porque seamos buenos, sino porque nunca nos terminamos de separar de los hijos, entonces vivimos proyectados en sus realizaciones incluso cuando ya son grandes

Sin embargo, como dije antes, mi pregunta es cómo situar mejor lo irrenunciable en el egoísmo de la madre. Para una generación anterior, el “soy tu madre” era un postulado que no se podía conmover, cuyo anexo era “Sos mi hija”, sin propósito necesario de filiación, sí más de posesión. “Harás lo que yo te digo o serás dejada de lado”, aquí está el desglose del lema egoísta que, por supuesto, no tiene por qué haber sido dicho expresamente para ser eficaz.

La parentalidad hoy es diferente. Los padres no dejamos de responder al llamado de un hijo jamás, ni siquiera cuando nos interrumpen la siesta; es muy de otra época que en una casa no se pudiera hacer ruido mientras los padres descansaban. O que a una madre no se la pudiese interrumpir cuando hablaba con su amiga. Hoy estas estructuras ya no son vigentes; como dije, no porque hayamos mejorado, sino porque nuestra identificación con el lugar del hijo es tan masiva que tememos decirles que no y confundimos el rechazo con la expulsión. 

Creo que la generación anterior de madres no tenía demasiado problema en rechazar. A veces tampoco en expulsar, si un acto filial ponía en cuestión su egoísmo. Es cierto que para la hija ese rechazo era vivido como una caída en un abismo; el punto es no olvidar que toda caída es una figura retórica, un modo de narrarse, que se vuelve peligroso –para uno mismo– si se confunde con la realidad.

Mi madre es una mujer egoísta, sí. ¿Le puedo reprochar eso? ¿Puedo vivir a la espera de que haga lo que yo haría? ¿Esa expectativa me desprende de mi lugar de hija? Hoy incluso hay un relato victimizado de la madre como producto de una época y un tipo de sociedad, que no es más que otro modo de velar su egoísmo sustancial. “No es que me dijo que no porque no (me) quería (tanto), sino por la sociedad”, se parafrasea esta nueva idealización infantil. Sin duda es muy difícil dejar de ser hija.

Nunca voy a entender por qué les pedimos tanto amor a las madres. También creo que el deseo de hijo fue cambiando con las generaciones. Y que deseo de hijo y maternidad son dos caminos no necesariamente compatibles. En fin, de lo que sí estoy seguro es de que el modo en que una persona se relaciona con la demanda amorosa a lo largo de su vida depende de ese vínculo primario y de que cuando haya podido dejar de reclamar amor, le irá mejor.

LL