Pasados apenas veinte días desde la sobria y escasa conmemoración de los 50 años del Golpe militar que el 11 de septiembre de 1973 derribó al gobierno de la Unidad Popular (UP) y derrocó y llevó a la muerte al presidente socialista Salvador Allende, la derrota decisiva que el general Augusto Ramón Pinochet Ugarte infligió a la izquierda chilena luce banal, indiferente. El Ejecutivo de Gabriel Boric, que apostaba a que con la fecha y su recuerdo volvieran a subir las espumas místicas, épicas, del estallido social de octubre de 2019, pero ahora marchando al paso de un gobierno esta vez del pueblo, ni lo logró, ni lo obtuvo. En Santiago, la conmemoración parece olvidada. La victoria de Pinochet ni irrita ni mucho menos entusiasma a las mayorías. Parece convertida en sentido común, en lo que ya se sabe que estará ahí siempre. Como el semiólogo argentino Eliseo Verón decía al fin del siglo pasado que en Buenos Aires ya están ahí el Obelisco, el matutino Clarín y las galletitas Criollitas.
El triunfo del capitán general Pinochet: ni enaltecido ni vilipendiado
Según el periodista chilenoTomás Mosciatti, en su editorial de radio Bío-Bío, si hay polarización al tiempo de la efemérides cincuentenaria del Golpe de Estado, esta se tensa entre dos extremos etarios. En el primero, de personas más jóvenes, que no habían nacido cuando ocurrieron los hechos de medio siglo atrás que el Gobierno convoca con edificación y la Oposición despide con unción. Es el polo de la indiferencia, del hastío, del desinterés, para quienes la vampirización grotesca o la piadosa hagiografía del capitán general Augusto Pinochet resulta tan poco atractiva como las biografías de los presidentes Pedro Aguirre Cerda, reformista, o Arturo Alessandri, el León de Tarapacá, dinástico y reaccionario. En el segundo extremo, menos copiosamente poblado de lo que podría pensarse, están todas las personas, de más edad, a quienes interesa el Golpe de 1973. Sólo dentre de este segundo grupo opera la polarización antigua, la que dividía a Chile en dos enconadas mitades Irreconciliables. La izquierda defensora de la presidencia del socialista Allende prematuramente tronchada por la fuerza de las armas el 11 de septiembre de hace cinco décadas, y la derecha defensora de la necesidad de la intervención de las FFAA rebeldes que desalojaron al gobierno de la UP del Palacio de la Moneda bombardeado y retuvieron el monopolio del poder durante dos ulteriores, desahogados decenios.
El Golpe fue una gran victoria para la derecha, para la cual la historia es una pesadilla. Y esta nueva polarización actual de facto es una ratificación de esa victoria. Pinochet coleccionaba libros antiguos y aun los escribió sobre la Guerra del Pacífico. Pero el siglo XIX era el mito patriótico, la leyenda áurea. Con el siglo XX, la era mítica había concluido, los tiempos eran atroces, hasta que la dictadura los detenía, reemplazaba por un presente eterno de pequeñas ventajas (el microondas, la AFP, el crédito hipotecario), para que Chile volviera a enderezarse al destino que canta su Himno Nacional: ser “copia fiel del Edén”.
La victoria de la derecha: ni tótem ni tabú
En las tres décadas de transición democrática que siguieron a la dictadura, en Chile, a diferencia de Latinoamérica, la palabra derecha para caracterizar a los espacios políticos de derecha nunca fue tabú. En el balotaje del año 2000, a Joaquín Lavín, ex funcionario pinochetista, alcalde de la comuna más rica del país, candidato presidencial de la Unión Demócrata Independiente (UDI), el partido más a la derecha de la Alianza derechista, faltaron apenas 1,5 puntos para superar al socialdemócrata Ricardo Lagos, candidato del Partido por la Democracia (PPD), del ala izquierda dentro de la Concertación de centro-izquierda.
En 2009, y nuevamente en 2017, Sebastián Piñera, candidato de la centroderecha, fue elegido presidente. En 2018, la popularidad de Piñera, un empresario cuya fortuna se estima en 2700 millones de dólares, rebasaba el 50%, la mayor de cualquier Ejecutivo en el primer año de su administración. En septiembre de 2023, Piñera es el político más popular en Chile. En las generales de 2021, la derecha hizo la mejor elección legislativa de su historia. Renovación Nacional (RN), el partido de Piñera, domina el Senado.
Poderosos caballeros: el dinero no es ni conservador ni liberal
La dictadura había dejado también de legado el respeto por la riqueza, la admiración por los millonarios. Según la doctrina neoliberal, cualquiera puede llegar a ser millonario. Hay que admitir que el fraseo no engaña: cualquiera, no todos. Y en simultáneo, la tolerancia por la concentración de la riqueza –récord en Chile-, y el reconocimiento implícito, de suyo, no discutido, de la legitimidad del poder que da la riqueza. Generadora de desigualdad, la introduce en el sistema político, en la competencia electoral: si una candidatura es la de un millonario, la mesa está ladeada. Berlusconi, Trump, Macri, Lasso, Rodolfo Hernández -el rival derrotado por el economista Gustavo Petro en el balotaje colombiano-, y Daniel Noboa -el rival probablemente vencedor de la economista correísta Luisa González en el balotaje ecuatoriano del 15 de octubre-, son empresarios multimillonarios.
Si las elecciones presidenciales chilenas fueran hoy, la segunda vuelta enfrentaría al derechista extremo José Antonio Kast –vencedor de la última primera vuelta presidencial, vencido en la segunda por Boric- y a la derechista tradicional Evelyn Matthei, candidata perdedora por la UDI en la segunda vuelta de las presidenciales de 2013 que ganó Michelle Bachelet. Las diferencias descalabran rápido la comparación, pero es innegable el aire de familia de esa contienda con el de un balotaje argentino cuyos dos contrincantes fueran Javier Milei y Patricia Bullrich.
El triunfo del capitán general Pinochet, 2: un país de propietarios no de proletarios
Se suele definir a Kast, y dar por concluidos ulteriores deberes de caracterización, como pinochetista. No lo es, o no lo es en el sentido en que, por ejemplo, Sergio Massa es hoy en la Argentina el candidato presidencial kirchnerista. No se ofrece como continuador, validador, sucesor y heredero del Capitán General golpista. En economía, el candidato del Partido Republicano (PK) está a la izquierda de Milei: acepta que el Estado debe intervenir en el mercado, y corregirlo guiado por un ideario de justicia social. En sociedad, a la derecha del candidato de La Libertad Avanza: Kast es un católico neoconservador, que asegura que respetará las leyes, aun cuando contravengan su credo más íntimo.
Hay otro sentido, sin embargo, en el cual Kast rinde inmejorable culto a la memoria de Pinochet. Enrique Abascal, el líder de la ultraderecha española de Vox, no es un defensor de Franco, la premier italiana postfascista Giorgia Meloni no reivindica a Mussolini, el candidato derechista francés Éric Zemmour, de origen judío, no reivindica al mariscal Pétain, colaborador del nazismo, ni siquiera Bolsonaro quiere traer de vuelta al palacio de la Alborada a generales como los que gobernaron la larga dictadura militar(cuando descubrieron esto, las FFAA enfriaron un poco su entusiasmo irrestricto por el político derechista brasileño que después de pasarse 19 años sentado como diputado federal en 2018 llegó a la presidencia).
La victoria de la derecha, 2: el relato progresista desdramatizado y deshidratado
Todos estos políticos de la derecha sin miedo y sin reproche, más el argentino Javier Milei –que acompaña palabras con hechos, como prueba su elección de compañera de fórmula-, son exhibicionistas. Alardean de sus desacomplejadas relaciones con el pasado nacional en su conjunto, dictaduras incluidas. Hacen ver qué poca obsesión o histeria los anima, o siquiera los toca. Cancelan el delito y pecado mortal de la blasfemia. Antes que defender positivamente el pasado, lo desdramatizan. Su objetivo, y su cálculo, no es defender lo indefendible -jamás en público-, sino atacar, despreciar, burlarse de la solemnidad de la historia oficial progresista. Socavar sus dogmas, denunciarla como teología irracional, y considerar el pasado como pasado, antes que imprescriptible obstáculo para el futuro por el peso que la memoria y la reparación imponen sobre el presente. En esto, tienen buen éxito. Entre la juventud, pero no sólo: también en la mitad del electorado con menor educación formal, blanco predilecto de la pedagogía de la otra mitad, la diplomada.
A mediados de 1973, Salvador Allende había buscado una salida electoral para su gobierno, que evitara el recurso a las armas y al Golpe. Un plebiscito. La Constitución chilena vigente sólo lo preveía entonces a continuación de que el Congreso rechazara una reforma constitucional propuesta por el Ejecutivo. Allende perseguía presentar un Proyecto según el cual el Legislativo bicameral sería sustituido por una única Asamblea Popular. Según interpretación de algunos de sus allegados de entonces, descontaba que Diputados y Senadores repudiarían una nueva Ley Suprema que los conducía a la desaparición, y así podría convocarse un plebiscito dirimente. Que Allende descontaba perder, y así ceder el cargo, anticipadamente, por medios legales, sin golpe de Estado. Pero el presidente socialista estaba en minoría en la administración de la coalición de la Unidad Popular (UP), que a su vez estaba en minoría entre las fuerzas políticas chilenas surgidas de la elección de 1970. Y la mayor oposición al plebiscito provenía del interior de la UP. No hubo plebiscito, hubo golpe.
El gobierno de Boric: el paso atrás de octubre a septiembre
El gobierno de Gabriel Boric surgió del ‘octubrismo’. El estallido social de octubre de 2019 reveló una sociedad chilena que estaba dispuesta a perder seguridad para ganar más libertades. Si aceptó la salida política que le ofreció Piñera y los partidos del Congreso, fue porque esperó que la Convención Constitucional que votaría el pueblo, y que redactaría una Constitución que sustituyera a la pinochetista plebiscitada en 1981 hoy vigente, consagraría en el nuevo texto el rol primordial del Estado, y como primordiales los derechos sociales de la ciudadanía.
Esta vez, de la situación se saldría de plebiscito en plebiscito. El gobierno de Boric, el primero de izquierda sin adjetivos limitativos de la historia chilena, fijó solemnemente el 4 de septiembre de 2022, evocando la fecha del triunfo de la Unidad Popular, como el día en que Chile votaría por SÍ o por NO la nueva Constitución elaborada por la Convención Constitucional nacida de los hechos de octubre de 2019. El volumen del repudio fue aplastante; con alta participación, el 72% del electorado dijo NO. Del octubrismo agitador se ha pasado a un ‘septembrismo’ quietista, a una sociedad dispuesta a ganar seguridad aun a costa de ver recortadas sus libertades. El humor social cortoplacista es pesimista, de los sondeos se infiere una sociedad que se ve peor que ayer aunque mejor que mañana. Robos y homicidios aumentan, la inmigración en el norte y el conflicto mapuche en el sur, la inflación, las perspectivas de crecimiento latinoamericanas más bajas del continente para 2023 (a la par sólo de Haití y de la Argentina), la depreciación del peso chileno, el aumento del desempleo, erigen el andamio del nuevo marco.
Una nueva Convención Constitucional, votada después del rechazo del texto de la anterior, está ahora en funciones, y trabajando, según reglas nuevas. Esta vez, junto a convencionales fruto del voto popular, hay también una comisión de expertos. En el voto popular, el ganador absoluto fue el Partido Republicano (PR) de Kast. En la asamblea constituyente anterior, el electorado de derechas se veían represantado por una minoría tan reducida que sus votos eran inútiles para promover o frustrar cualquier decisión de las mayorías de las izquierdas políticas e independientes. El texto de 2022 fue compuesto sin trabas por la izquierda independiente. En la actual asamblea constituyente, la primera mayoría es de extrema derecha y la segunda mayoría es de comunistas y socialistas.
El triunfo del capitán general Pinochet, 3: la Constitución de la dictadura ¿vigente en 2024?
A pesar de ideas y creencias antagónicas de una Convención donde el centro carece de representación, la Convención avanza. El nuevo texto, a diferencia del anterior, rico en progresos e innovaciones como ningún otro americano, denso de un intrincado lenguaje que no operó a favor de la simpatía, es esta vez simple, procedimental, básico, resignado. La derecha acepta que el Estado chileno será ahora social. Los derechos nuevos, se relegan a leyes nuevas, que oportunamente tratará o no el Congreso, pero no tendrán estatuto constitucional. El plebiscito de salida del nuevo texto está previsto en el calendario electoral para el domingo 17 de diciembre. Ese día Chile decidirá si acepta o rechaza el nuevo borrador de Carta Magna, el segundo que el electorado es convocado a votar en sólo dos años.
Según los sondeos, si el referendo constitucional de diciembre se adelantara a hoy, vencería nuevamente el No como en septiembre del año pasado. A pesar de que la misma población encuestada, preguntada por el contenido de las normas, en su mayoría tiene de ellas una opinión aprobatoria. Una mayoría ligeramente superior es favorable a la inclusión, que en el proyecto anterior era omisión, del reconocimiento de un derecho de propiedad personal sobre los aportes jubilatorios y del derecho de optar entre salud pública y servicios privados. Las AFP y las ISAPRE (Instituciones de Salud Previsional) fueron dos baluartes orgullosos de la reforma neoliberal de la economía por obra de la dictadura de Pinochet. Todo indica que lo siguen siendo.
Si triunfa el NO en el referendo constitucional de diciembre, Chile será regido en 2024 por la Constitución pinochetista de 1981. Cincuenta y un años después del golpe de 1973, una vez más se vería confirmada la enorme capacidad de resistencia, pero baja capacidad de victoria, de la izquierda chilena. Y sin embargo, y sin embargo... Hoy el presidente de Chile se llama Gabriel Boric.
AGB