QUÉ ESCUCHAR

Para saber cómo es la soledad

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Alguien que “hace el amor con su gin y su tónica”, un novelista que “nunca tiene tiempo para una mujer”, el manager del bar que sonríe porque se juntó bastante gente, ese sábado a la noche. Un hombre solo, que canta y toca el piano. El “piano man”, Y las personas solitarias a quienes les canta y sobre las que va cantando. Una “short story”. Un pequeño cuento perfecto, tan norteamericano y tan exacto como el momento en que la película Tiburón detiene la acción para que el veterano cuente su pequeño cuento norteamericano, tal vez el núcleo del film –de un film de acción y aventuras–. No sucede nada por fuera de ese hombre que cuenta y otros que lo escuchan.

El arte juega con ese duelo, con esa tensión, desde siempre. Es público y es privado. Está hecho para otros, la prueba de su éxito –y muchas veces de su valor– será la cantidad de libros o de discos vendidos –o los clicks en las plataformas–, las salas teatrales al tope de sus capacidades y, si se trata de cuadros, la capacidad para convertirse en cubiertas de latas de dulce de batata, tapas de álbumes pop, posters para habitaciones infantiles o adolescentes o posavasos e imanes vendidos en las tiendas de los museos. Y muestra, de muy diversas maneras, las infinitas caras de la soledad.

Hay, por supuesto, artes festivas, rituales, colectivas. Artes en que la figura solitaria de quien crea está ausente. Artes que surgen y crecen en el diálogo y necesitan de la pluralidad de voces. Pero esta vez no se hablará de ellas. O, tal vez, sí. Porque a veces quienes crean en grupo, o cantan sus canciones en el centro de gigantescas liturgias corales, se encierran en su habitación –o en un estudio– con un piano. O graban su voz y la multiplican, como quien se mira en un espejo con otro espejo a sus espaldas y se ve una y otra vez hasta el infinito. O escriben pequeñas canciones sin palabras, piezas a las que llaman “líricas”, donde no hay nada que no sea reflexión, en su sentido más estricto. Y hay, por supuesto, canciones de soledad. O para la soledad. Reflejo del artista a solas.

Hace un tiempo había escrito en esta sección acerca de las “canciones sin palabras”, esa invención de Fanny Mendelssohn que su hermano Felix hizo propia. Mucha de la música del siglo XIX, un siglo atravesado por la idea literaria del romanticismo, se trata de eso, de canciones –la rítmica, el espíritu de la poesía cantada– en versión instrumental. Philip Glass, alguien que afirma que si algo perdurará de él serán sus piezas para piano “porque la gente las puede tocar”, consiguió su propia versión de ese género: melodías declaradamente simples –short stories, al fin y al cabo– con un acompañamiento repetitivo habitualmente arpegiado en que destacan las pequeñas variaciones –de ahí la caracterización del estilo como minimalista– y la inquietud es una sombra, algo que sobrevuela sin acabar de manifestarse. Precisas canciones sin palabras. Y publicó, en 2016, Words without Music: A Memoir.

Palabras sin música, esta vez, para contar su vida musical, desde su infancia en Baltimore y su temprana admisión en la Universidad de Chicago, a los 15 años, hasta una clase de fama –y de prestigio en los medios culturales estadounidenses no específicamente musicales– al que ningún otro compositor actual ligado a la tradición académica se ha acercado. “Nadie puede decir quiénes te estarán escuchando dentro de treinta años”, confiaba en una entrevista publicada ese mismo año por la revista Time. “Muchos quizá no sean lo suficientemente viejos como para acordarse pero yo puedo recordarme a mí mismo pensando, cuando era muy joven, que compositores como Schönberg serían eternos. Y ahora nadie los escucha.” El autor contemporáneo más despreciado por el mundo de ese subgénero de la tradición académica identificado como “música contemporánea” y, con certeza, el que más le gusta a quienes no gustan de ella, revela, en todo caso, su paradójico vanguardismo. Es el único que molesta –esa vieja cualidad de las vanguardias– a los vanguardistas.

Músico de cine y de teatro, copartícipe de aquellos documentales ecologistas producidos por Francis Ford Coppola y Steven Soderbergh, Koyaaninqatsi, Powaqqatsi y Naqoyqatsi, compositor de la banda sonora de la película Mishima, de Paul Schrader, arreglador de Paul Simon, autor, junto con él, Laurie Anderson, David Byrne y Suzanne Vega, de Songs for Liquid Days, y responsable, junto con Robert Wilson, de Einstein on the Beach (una ópera sin personajes y sin argumento lineal), Glass ha entrado en el mundo clásico sobre todo por esas piezas para piano “que la gente puede tocar” pero que han merecido versiones de algunos grandes pianistas de la actualidad, entre ellos Víkingur Ólafsson y las hermanas Katia y Marielle Labèque, que acaban de dedicar su último álbum a transcrpociones para dúo de pianos de la trilogía de Jean Cocteu –las músicas que Glass compuso para las obras teatrales Orphée, Los niños terribles y La bella y la bestia.

La grabación inaugural de “Opening”, la primera de las Glassworks, fue realizada en 1982 por el Philip Glass Ensemble, con dirección de Michael Riesman. Posiblemente se trate de la más famosa de sus piezas cortas –tan parecida, por momentos, a “Yo vengo a ofrecer mi corazón”– y ha sido transcripta para piano y para arpa. Ólafsson la registró en 2017. Y ahora Glass, en un disco llamado cristalinamente Solo, abre un disco registrado el año pasado, cuando tenía 86 años.

La versión del propio Glass es más veloz, es más pulsada, es más sucia –carece del refinadísimo pianismo de Ólafsson–, hasta hay pifies. No es la mejor, desde un punto de vista técnico. Y, no obstante, tiene un “resto del texto”, un aura que le confiere el hecho –inocultable para cualquiera que no esté realizando una escucha a ciegas– de que es el autor quien la toca. Y de que ese autor, que sin duda ha escuchado todas las otras interpretaciones, se sienta a solas en el estudio de su casa y la toca, a los 86 años. Es decir, comenta, en la intimidad –una intimidad que se nos permite espiar– no solo la pieza sino su historia –la de la pieza y la de su autor–. El disco se completa con “Truman Sleeps” –extraida de la música para la película The Truman Show– y con obras que ya había registrado en el álbum Solo Piano, de 1989: “Mad Rush” –compuesta para la visita del Dalai Lama a los Estados Unidos en 1979– y cuatro de sus Metamorphosis. El piano funciona, eventualmente, como un espejo –un vidrio– donde es posible ver el presente y el pasado a la vez. Y Glass se mira en él.

El brillante Medúlla, publicado por Björk en 2004, es un disco hecho de reflejos –y de reflexión acerca del sonido como materia–. No hay otro elemento allí que la voz humana, procesada, maleada, subvertida. Voces proyectadas en voces, enmascaradas en mayor o menor medida.

Lucio Demare tocando sus tangos –aunque no solamente, aunque así se llame el disco– en 1957, Dino Saluzzi, por primera vez a solas en un estudio, cumpliendo un sueño de Manfred Eicher, el dueño del sello ECM, en 1983, y remitiéndose al tambor ritual mapuche, el kultrum, para encontrar(se en) una visceralidad inédita, la india Madhuvanti Pal y su relación simbiótica con la rudra veena (la vina, o sitar, de Shiva), un sitar sumamente largo y con la posibilidad de tocar sonidos muy graves, Seckou Keita y su diálogo (¿monólogo?) con la kora, son algunos de los que, solos con sus instrumentos, rumian sus propias historias y sus sueños. El pianista Daniel Gortierencuentra, por su parte, halla el tono justo –la expresividad nunca ausente, jamás expansiva– para escribir una autobiografía ajena, la que anida en las Piezas líricas creadas por el noruego Edyard Grieg entre 1867 y 1901.

Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/