Conocí a un periodista cuya hija adolescente estuvo casi un año internada en una clínica porque padecía desórdenes alimentarios. Ella comía de noche y a escondidas. Su padre le pagaba con billetes desde pequeña si ella era capaz de aguantar saltearse el almuerzo o la cena. Esa abstención tenía premio contante y sonante. La madre de la joven había sido modelo de pasarelas y tapa de revistas. La adolescente aprendió desde pequeña a mentir. Iba en busca de comida sintiéndose una ladrona, sobre todo le apetecía robar (así lo sentía) lo dulce. Pero en alguna parte suya actuaba contra su padre, como quien persigue el vellocino de oro, el santo grial o el unicornio azul, en una cruzada angustiante, esforzada y silenciosa por desprenderse del mandato.
Hay mesas en las que adultos exponen públicamente la virtual glotonería de algún niñe y no le dejan repetir porciones sabrosas, mientras los grandes se despachan sin límite con las cantidades. “Quiero más”, ruegan los pequeños, mientras ven como los mayores se llevan todo a la boca. “Vas a terminar como la tía obesa”, los acallan y humillan.
Abrir la heladera y encontrar un bife magro, algo de lechuga, tres zanahorias, una caja con media docena de huevos, no más. Las delicias, toda la sabrosura, están escondidas en un armario, bajo siete llaves. Sucede en una casa de clase media urbana donde viven tres niñes que se devoran la vida de tantas ganas que tienen de explorar, jugar, crear y divertirse. Pero les chiques se empiezan a llenar de rabia ante el temor de sus padres que, por un miedo obsesivo a que engorden, han convertido la cocina en un lugar excluyente y los alimentos coloridos, deleitables, espléndidos, en algo prohibido. Esos progenitores han creado un sistema de vigilancia, impulsados por una cultura que hace apología de la delgadez, desconoce que en la diversidad está el gusto y que la salud total tiene múltiples condiciones. Esos grandes a veces amenazan, su propio temor se convierte en castigo contra la infancia. Cuando hay transgresión, la sanción está a la orden del día.
Esos grandes a veces amenazan, su propio temor se convierte en castigo contra la infancia. Cuando hay transgresión, la sanción está a la orden del día.
El hambre es deseo, es un deseo más amplio que el deseo. No es voluntad, es debilidad, ya que el hambre es activo, no conoce la pasividad. “El hambriento es un ser que busca”, escribe Amélie Nothomb, oriunda de Kobe, Japón, de familia belga, en su libro “Biografía del hambre”, donde cuenta sus peripecias de niña con la comida, como hija, e involuntaria migrante, de un embajador en tierras distintas y distantes, que la llevaron a habitar la isla nipona, China y Nueva York. Y lo hace con ironía, hiperbólica, despiadada y con una originalidad en el ejercicio de la escritura que, según asegura, la salvó de la anorexia.
“Hambre de lenguas, de libros, de alcohol, de chocolate, ansia de belleza y de descubrimientos” dominan la vida de Nothomb, dueña de un “apetito absoluto”, que jamás se colma y es contrario al vano exhorto del poeta veronés Cátulo cuando dice: “Deja de desear”.
La prohibición de comer, esa represión, tiene como contracara la obsesión, aquella a la que te someten cuando te ajustan a una dieta, la esclavitud alimentaria.
Como Amélie, algunas personas poseemos una competencia extraordinaria. Si Nietzche se refería al superhombre, se puede hablar también de super hambre. Nunca estamos satisfechos. Pero esa hambre, que algunos médicos intentan diferenciar de apetito porque el primero supuestamente satisface la necesidad biológica mientras el apetito sería un capricho emocional, puede traer frustración, indignación, vergüenza. ¿Por qué los demás se conforman y yo no? ¿Por qué no entro en el molde? ¿Por qué soy diferente?
En vez de sentir orgullo por el deseo, la singularidad nos culpabiliza. Debemos parecernos a les otres, no ser distintes. Porque, además, la similitud nos hace más económicos. Se gasta menos tela para la confección de ropa, se usa menos espacio para viajar en los medios de transporte, se pretenden humanes más parecides entre sí para que no pongan en cuestión los modelos tranquilizadores de cómo se debe ser y parecer.
Claro que esta intención está llena de contradicciones. La industria alimenticia y la farmacéutica están allí para meterte y sacarte enloquecidamente de la embriaguez. Vas al súper y los envases de alimentos son un estallido para los sentidos, como si te hubieras topado con la casita de la bruja y fueras Hansel o Gretel para después convertirte en el guiso que llena el plato caliente de tu enemiga o como si hubieras mordido la manzana más roja y luego te transformaras en la princesa condenada al sueño (casi) eterno. Descubriste el territorio del placer, pero esa geografía es demasiado. Querer demasiado, desear demasiado, anhelar mucho, poquito, nada. ¿cuál es la medida? ¿quién la impone?
Querer demasiado, desear demasiado, anhelar mucho, poquito, nada. ¿cuál es la medida? ¿quién la impone?
Tengo hambre, decís.
-Estás enferma, te contestan. Y te llenan de tratamientos y medicamentos mágicos.
Desde la exuberancia de las Venus renacentistas de Tiziano a las modelos puro hueso de este siglo, desde la exaltación de la carne hasta la reivindicación de la flacura, hay una historia dinámica, nada fija, acerca de las formas del cuerpo. La obstinación actual por ser delgado no sucedió siempre, como tampoco carecer de grasa significa necesariamente estar sano. Hubo desde gordos majestuosos hasta glotones despreciados en Occidente. En los orígenes, estar entrado en carnes era signo de opulencia, poder y prestigio, luego se asoció al relajamiento físico y moral. Hoy la sociedad condena lo que se presenta como un fracaso de la voluntad. Formas y pesos se revelan como referencias de la civilización y sus tensiones. El imperio de la apariencia llega de la mano de la autopsia de los cuerpos adiposos, de la aparición incesante de técnicas para bajar de peso, de la aparición progresiva de regímenes, balanzas y otras formas de medida. Pero la conjunción de rabia y deseo de la adolescente internada o de les niñes humillades tiene la potencia de multiplicarse en conciencia colectiva y transformarse en derecho a la dignidad. Los asuntos humanos no permanecen igual. Los gordes tampoco.
LH