Apareció como Kaspar Hauser una mañana por la avenida principal de nuestro barrio. Se llamaba Carlos y rápidamente se puso en contacto con varios de nosotros. Como en esa época no había redes sociales, uno tenía la necesidad de hablar con la gente en persona. Así que te mirabas un rato o estabas sentado en la misma vereda y entonces te ponías a hablar, para que avanzara la acción, como suele pasar en las películas del genio de Martín Rejman.
Carlos trabajaba en una zapatería de la calle Lavalle y andaba siempre bien vestido. Había tenido una vida difícil y se la había bancado. Eso le cayó bien a mi mamá, que lo adoptó rápidamente en la mesa familiar. Carlos tenía el pelo largo, le gustaba tocar la guitarra e impuso en mi grupo de amigos el amor por Led Zeppelin. En algún momento en ese escalón que va de la adolescencia a la juventud, lo perdí de vista.
Cuando empecé a trabajar en un diario, me lo encontré de golpe. Se ocupaba del escaner. Lo primero que me dijo cuando me vió fue: “¿Seguís escuchando a Led Zeppelin?”. Claro, le dije, y nos abrazamos. Hasta el día de hoy no sé cual es su apellido. En el barrio era Carlitos Slowhand, porque tocaba la guitarra muy rápido, para mi mamá era “Lojan” y para mis compañeros del diario: Carlitos Escaner. En ese entonces corría por los pasillos de la redacción la leyenda de que nunca nadie había visto a Carlitos Escaner fuera del diario. Algunos conjeturaban que dormía ahí. Otros decían que si lo llegabas a ver afuera del diario, eso daba suerte.
Por eso pienso, a veces, en esas personas que dejamos de ver, que da la impresión de que se las tragó la tierra. La otra noche con mi amigo Washington nos acordábamos de Adrián Lago, otro amigo que se hizo humo. ¿Vos lo volviste a ver? ¿Sabés si se fue del país? Esos amigos o amigas son como los animales en extinción, que ni siquiera las cámaras más sofisticadas de la National Geographic pueden captar. Sabemos que existen, pero les gusta huir y saben esconderse bien. Y por algún motivo, ya no les importa contactarse.
Por eso pienso, a veces, en esas personas que dejamos de ver, que da la impresión de que se las tragó la tierra.
El poeta Germán Carrasco está obsesionado con uno de ellos. En su libro de ensayos “Retrato de la artista niña y otros apuntes”, escribe: “La wiña es cazadora nocturna. La especie más común es manchada, un leopardo pequeño. Sus hábitos solitarios, su cacería nocturna, su sigilosidad, la ternura de sus ojos un poco más juntos que la de los otros felinos, provoca una simpatía inmediata. Habitan, cazan y se camuflan entre los árboles como monos o ninjas y están en peligro de extinción debido a la desaparición de los árboles y de su fuente de alimentos: roedores, perdices marsupiales”. Pero si bien las wiñas casi se extinguen, lo que surge muy vital en el lenguaje popular es la palabra wiña para nombrar al ladrón –dice Carrasco- ya que la wiña debe ser rápida para robar su comida y no ser atrapada.
Si la palabra wiña primero representa a un animal y después a un ladrón y si el animal se extingue pero los ladrones no, la palabra ¿cambia de poder?¿Se deteriora?
Pienso en esos peces fabulosos que moran las profundidades negras del océano y que tienen una antena que produce luz para iluminar el entorno y poder cazar. Y me acuerdo del chico rubio al que veíamos asomarse por su ventana de la calle Loria, sólo iluminado por la luz de velador y a quien nunca habíamos visto en la calle y conjeturábamos por eso que debería tener una especie de enfermedad desconocida.
Pero no sólo la gente se esconde. La otra noche soñé con un poema de José Villa. Me desperté y empecé a buscarlo en diarios de poesía y en revistas donde podía haber estado antologado. Era uno de sus primeros poemas y era genial en mi recuerdo. Hablaba de una telefonista que se llamaba Angela, estaba seguro, y ella unía con sus cables a diferentes personas. En mi sueño, Angela era negra, cosa que puede ser porque el teléfono de mi casa materna, de Entel, era negro o porque Angela es el nombre de Angela Davis, no sé. No recordaba si en el poema se decía explícitamente que Angela era negra. Con Villa, en la juventud, armamos una revista de poesía. Así que empecé a contactarme con todos los que la hicimos para saber si se acordaban de ese poema, si no era sólo un sueño mío. De esta manera, volví a hablar con muchos amigos y amigas que no hablaba hace rato y todos me decían que no encontraban al bendito poema o que no lo recordaban.
Pero Ban Ban –uno de ellos- me pasó el contacto de Villa y le escribí. Me contestó enseguida después de miles de años de no vernos. Escuchar su voz me produjo una emoción profunda. Me dijo que el poema existía y que estaba en una antología de la revista Crisis, editada por Jorge Boccanera a fines de los ochenta. Me lo mandó escaneado. Ahí estaba Angela, la telefonista de mis sueños, que nos había conectado a todos de nuevo. Adjunto el poema: “Hay una telefonista llamada Angela/ que enreda las alas negras entre/los cables y saca fogonazos,/contactos increíbles/ minutos después del chisperío/ los cables arrojan un tendal de muertos/(para que los amemos)”.
FC