-Sálvese, amigo, ahí viene la partida. Son ocho hombres y el capitán.
Moreira no se inmutó; miró sonriente al espantado paisano que le traía la noticia, y tendió hacia el camino su mirada de águila.
Efectivamente, a distancia de unas veinte cuadras se veía como una ligera nube de polvo que levantaban varios jinetes que venían a gran galope.
-Sálvese, amigo, que tiene tiempo -volvió a decir el paisano-; la partida es brava y el capitán ha dicho que lo va a llevar muerto o vivo.
-Lo siento por el capitán -dijo Moreira, sonriente siempre-, porque presumo que no va a volver por sus propias piernas. Agradezco el aviso, paisano -concluyó-, y váyase adentro a ver la función, porque el malambo va a ser fuerte y son muchos los que van a cepillar.
Juan Moreira, Eduardo Gutiérrez (1879)
Cuenta la leyenda que allá por 1880 y pico, un paisano que había ido a ver una representación teatral de Juan Moreira basada en la novela de Eduardo Gutiérrez, que ficcionaliza las andanzas del gaucho que, a diferencia de Martín Fierro, sí existió “en la realidad”, en la escena en que Moreira se enfrenta con una partida policial, saltó al escenario facón en mano para defender a su héroe. Leonardo Favio inmortalizó la leyenda en una película de 1973 que tiene uno de los mejores finales del cine argentino y puede verse aquí. Algo similar ocurre con un espectador en esta escena de Les Carabiniers de Godard.
En los dos casos, uno “real” y otro ficticio, el protagonista se aferra a lo literal, no diferencia realidad de representación y cree, firmemente, que eso que ve está ocurriendo (¿o no es eso, finalmente, aquello que llamamos lo real?). Como si lo que se le pide a la ficción, el verosímil (una suspensión de la incredulidad, el famoso contrato con el lector/espectador) deviniera verdad.
El hecho de que el autor del libro, Eduardo Gutiérrez, fuera periodista no es un dato menor por el realismo del relato, pero también el teatro popular siempre tuvo ese efecto de verdad. Y si no, piensen en los títeres, cuando los chicos le gritan a Caperucita que el lobo está por atacar. Juan Moreira no solo preexiste a los productos artísticos que recrean su vida y lo hacen crecer como leyenda, sino que además revive en cada representación y en los ojos de quien lo mira. Prueben ver la película hoy, a ver qué les pasa.
Pero todo esto es el prolegómeno de una confesión. Porque yo, que puedo conceptualizar esas cosas, que soy escritora, que estudié Letras y leí a Barthes y además puedo ver cualquier película de terror de noche como si escuchara una canción de cuna porque sé claramente que eso que me muestra la pantalla no es real; yo, que me hago la canchera, hace muy poco, fui por un rato como el paisano del facón. Solo que no ataqué a nadie ni me subí a ningún escenario, sino que creí que las actrices eran esas personas a quienes representaban. Y eso que ni siquiera daban las edades. Y que había leído el programa. ¿Elegí creer o fui ingenua? No sé. Tal vez la ingenuidad es algo que nunca se pierde.
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Fue una tarde soleada de septiembre, el 30, en la recién estrenada primavera, a las 16, en el Parque de la Memoria de Buenos Aires. Llegamos y nos separaron en diferentes grupos para participar del recorrido que proponía La memoria futura - Las voces de las Abuelas, una pieza performática armada en base a material del Archivo Biográfico Familiar de las Abuelas de Plaza de Mayo. Se trata de un proyecto artístico de Abuelas junto con el Goethe-Institut Buenos Aires, que se estrenará en Berlín el 28 de octubre, y que reconstruye las historias de esas mujeres que destinaron sus vidas a la búsqueda de sus nietes.
La obra se había estrenado el 21 de septiembre en el Parque, frente al Río de la Plata. Azul el cielo, azul el río por el que navegaban los veleros. Un ambiente bucólico, el césped verde valle, cortado por paredes de cemento con los nombres grabados de personas desaparecidas desde 1969 (el Cordobazo) hasta el fin de la última dictadura militar, y el edificio que alberga información. Un escenario de contrastes. tal vez fue eso: ese fondo disonante, imposible, lo que me adormeció. O fue la fuerza de los relatos.
Cada grupo seguía por los senderos, entre árboles, primero a una actriz, después a otra. Al mío le tocó escuchar la historia de Buscarita “Carmen” Imperí Roa, chilena, madre de siete hijos, nacida en 1937. El mayor, Pepe, había perdido sus dos piernas en un accidente y la familia lo acompañó a la Argentina para hacer un tratamiento de rehabilitación. Pepe fue militante de la JUP, fundador del Frente de Lisiados Peronistas y luego se unió a Montoneros. Fue secuestrado el 28 de noviembre de 1978 junto con su compañera, Gertrudis Hlaczik, y su hija Claudia, en Guernica, y llevado al CDD El Olimpo. En 2000, Buscarita, vicepresidenta de Abuelas, encontró a Claudia, quien integra la Comisión Directiva. Karina Frau, la actriz, contó todo en primera persona, equivocó algún nombre, y su relato, ahí, en medio del verde y el azul adormecedores, sonó tan verosímil que en un momento me descubrí a mí misma pensando: no dan las edades. Buscarita-Karina no puede tener 86 años. Su historia me hizo llorar, ella también lloraba, y yo la miraba fijo a los ojos como para acompañar ese dolor revivido.
Luego seguimos a Florencia Bergallo en la piel de Sonia Torres, cordobesa, de Villa Dolores, 94 años, única sobreviviente de Abuelas de la filial Córdoba. Su hija Silvina, estudiante de Ciencias Económicas, fue secuestrada en marzo junto con su pareja, militantes del PRT-ERP, en Alta Córdoba, en marzo de 1976, ella embarazada de seis meses. Florencia-Sonia contaba que su hija era nadadora, y movía los brazos imitando su vuelo de mariposa acuática. Acodada en la baranda frente a esa masa de agua imposible de azul, los veleros más allá, decía que iba a seguir buscando a ese nieto nacido en cautiverio, y que aún no encontró.
No sé si no quise, no pude o no supe (tomo esta tríada verbal de un ensayo de la historiadora cordobesa María Laura Ortiz) diferenciar ficción y realidad, si el presente y el pasado se me mezclaron o si en eso, precisamente, consistió la interrupción temporaria de la incredulidad. Seguramente fue la fuerza de la representación de las actrices las que lograron esa… ¿sinergia? Y el entorno adormecedor no tuvo que ver. ¿Habrá sido aquel paisano confundido del siglo XIX que reencarnó en mí para salvar a Moreira?
No lo sé, pero sí puedo decir que, en definitiva, el terror nunca es una canción de cuna. Y yo sigo buscando explicaciones.
GS