Activo el celular que dejé cargando durante la noche y lo primero que me aparece es un recordatorio de las fotos que saqué con este aparato hace un año. ¿Las quiero ver? Me pregunta el celu. Las miro, recuerdo el momento, lo que estaba haciendo. Las cosas que en ese entonces me preocupaban y que después nunca sucedieron. Estamos rodeados de máquinas que nos hostigan, para algunos son extensiones de su cuerpo, para otros son el mismo fin del mundo: comprar un par de escopetas (máquinas) en Estados Unidos y salir a matar a granel es tan fácil cómo comprar un helado. Las máquinas producen dolor, alargan la vida, lavan la ropa y -en el caso de una inmensa heladera sofisticada y familiar- pueden acabar con el erotismo de una pareja. En otros casos -como en las ensoñaciones de David Cronenberg- las máquinas son artefactos de lencería erótica. Hay una cosa que es cierto: hubo una época en que los humanos precedían a las máquinas, ahora parece ser al revés, las máquinas nos modifican, nos alteran la percepción. “¿Qué hacés, máquina”, le dice un obrero a otro en esta mañana fría en la que me los cruzo, cuando están entrando a trabajar.
Ray Bradbury tuvo una operación mental muy buena: situar los cuentos de John Cheever en Marte. Acabo de ver una película que se llama Titane, de Julia Ducournau que puede ser encuadrada en el género fantástico, de horror, distópico, gore, etcétera, pero que es en el fondo una mezcla de relatos simples -tres- sobre gente desesperada que a tientas tratan de juntarse para sobrevivir. Hay una idea de que la distopía sucede en el futuro, pero la distopía es no llegar a fin de mes con la poca plata que ganás, o que la extension de tu cuerpo sea el contenedor de basura de la calle, es tener un cuerpo que no te gusta o no le gusta a la sociedad en la que querés encajar, es el bullying que te hacen si pensás un poco corrido de la norma, es la intranquilidad de ya no poder aceptar que somos en el fondo una máquina de carne y hueso con fecha de vencimiento incierta. Como ya no nos tranquiliza lo que somos, nos tatuamos, nos subtitulamos, somos un cartel publicitario que no le importa a nadie.
El primero de los relatos que narra Titane es el más breve: un padre maneja y la niña en el asiento trasero hace un ruido con la boca que imita el andar del auto, como suelen hacerlo los chicos cuando juegan con un auto inanimado y lo mueven con la mano. Al padre le molesta el ruido que está haciendo la chica y se da vuelta para decirle que deje de molestar y, en ese descuido, se dan un palo que termina con la chica internada y a la que le aplican una placa de titanio en la cabeza. Cuando sale del hospital de la mano del padre y la madre, la chica se suelta y corre a abrazar y besar al auto. La subjetiva es del auto y vemos los labios de la niña besándolo en la ventana. ¿Lo besa porque la protegió con su cuerpo metálico, de alguna manera, de la impericia del padre? ¿Lo besa porque la excitó el accidente? Una cosa muy buena de Titane, es que no da explicaciones. De esa manera el espectador puede meter su experiencia, puede meterse en el relato. Hay películas que parecen ser interrogadas por la policía: responden todo.
El segundo relato es el de una chica que baila sobre un auto -como si lo hiciera con un caño- de manera sexual y provocativa en medio de una convención donde la gente va a ver estas experiencias. El lugar tiene algo de esos encuentros de los adictos al porno o a Star Wars. Esta chica, que es la nenita que vimos al principio y a la cual reconocemos por el implante que tiene en la cabeza, se convirtió en una asesina serial que mata a hombres y mujeres con los que se conecta sexualmente: es como una mantis hembra.
Este relato que es un thriller sobre una asesina pasa a ser, sobre el final, un relato sobre la precariedad de la identidad. ¿Quienes somos? Es una de las preguntas que Ducournau deja en el aire. ¿Por qué la gente se enoja cuando alguien no recuerda su nombre? ¿No es hermoso ser otro, como pedía Rimbaud? Alexia (una extraordinaria Agathe Rouselle), que es el nombre de nuestra asesina, se ve perseguida por la policía -mató a casi todos los integrantes de una fiesta- y pasa por un lugar donde ve los rostros de chicos que están desaparecidos y que son buscados por sus seres queridos. Uno de ellos, si se da unos toques en la cara, podría ser para ella una nueva identidad. Entra a un baño, se rapa, se rompe a golpes la nariz y se convierte en Adrien. Ahora es un chico. En otra película se hubiera contado la transición burocrática del personaje hasta dar con el padre que la busca. Acá simplemente alguien abre una puerta, aparece el genial actor Vincent Lindon, una voz le dice: es su hijo. Y él lo mira detenidamente y lo abraza. De esta manera termina el segundo relato y empieza el tercero.
Otra de las hazañas de Titane es el arco narrativo y físico de la transformación de la protagonista, que pasa de ser una especie de Courtney Love a Federico Moura, con gran convicción.
La película en realidad es un cuerpo que no termina de tranquilizarse. Un cuerpo que sufre, goza, se tortura, un cuerpo que también se refleja en el cuerpo social que lo contiene.
El tercer relato es el de dos personas que saben que no son ni remotamente parientes de sangre pero que sólo se tienen a sí mismos para sobrevivir. El personaje de Lindon es un jefe de bomberos que está llegando a la vejez y que trata de hacer resistir a su cuepo mediante la calistenia e inyecciones que se aplica. Los bomberos de los que él es el responsable parecen más un grupo tecno de cuerpos esculturales que un regimiento de voluntarios. De hecho, hay un eco en este elenco, de aquellos soldados confinados de Claire Denis en Bella tarea, película que recomiendo ver ahora mismo. En fin: un padre recupera a su hijo que tanto añora, el hijo en realidad es una chica que está embarazada de un auto (en una escena al comienzo de este tercer relato Alexia tiene sexo con un auto, lo cual es menos raro que la gente que va a ver turismo carretera y en vez de hinchar por la pericia o el talento del piloto, es fan de la marca del motor).
Lo que me impacta de Titane es que la película muta como van mutando los cuerpos de los protagonistas, eso que decía Beckett sobre los personajes de Joyce: “Cuando los personajes se van a dormir, las palabras se van a dormir”. La película en realidad es un cuerpo que no termina de tranquilizarse. Un cuerpo que sufre, goza, se tortura, un cuerpo que también se refleja en el cuerpo social que lo contiene. Hay algo en uno que no encaja en nada, dice un poema de Joaquín Giannuzzi. Lo que Titane tal vez nos susurre al oído es que lo poco de humanidad que nos queda está en la carne que produce electricidad. ¿Y el amor? El amor está en el aire.
FC