A veces la Historia nos deposita en lugares que no esperamos ni merecemos. A una gavilla de contrabandistas y advenedizos criollos les tocó hacer la Revolución de Mayo; a Manuel Belgrano, jurista con ideas económicas de avanzada, le tocó dirigir ejércitos y comandar derrotas. Y a los economistas argentinos les tocó ser intelectuales.
La querella entre técnicos e intelectuales es tan vieja como la Modernidad. Enfrenta a dos maneras parciales pero tentadoras de ser y ver al mundo. Los técnicos hablan en nombre de datos que los trascienden, como si fueran esos datos los que hablaran a través suyo. No se presentan como portadores de valores generales más allá de su experticia ni se hacen cargo de los resultados sociales de los actos fundados en ella. Los intelectuales, por su parte, rubrican opiniones no especializadas sobre el significado de un acontecimiento al que interpretan poniéndolo en un contexto más general. Quieren participar de los debates públicos pero prefieren los problemas a las soluciones, o extasiarse ante lo “multiforme”, lo “contingente”, lo “polisémico” y otras volutas del alma humana.
El siglo pasado fue ingrato con los intelectuales. Luego de tomar conciencia de sí con el “caso Dreyfus”, pusieron su pluma al servicio de batallas diversas (congresos y cartas abiertas, dictaduras y huelgas generales), hasta resignarse a ver al poder como una castillo al que podían entrar solo como invitados. Los técnicos tuvieron una suerte cambiante (gloria y loor durante la Belle Époque positivista, escarnio luego de Auschwitz e Hiroshima, retorno vencedor en Silicon Valley) y rostros diversos: burócratas de la razón de Estado, higienistas darwinianos, científicos de gesto adusto y corazón helado.
Los economistas pudieron ser la última encarnación tecnocrática hasta que el Covid los transformó en intelectuales. Pero esa es una historia que conviene contar desde el principio.
El cielo por asalto
En Argentina los economistas llegaron mucho después que la política económica. Los pioneros del intervencionismo estatal en los años '30, Raul Prebisch y Federico Pinedo, eran, respectivamente, un contador y un abogado que había leído a Marx. (Años después uno sería un referente del desarrollismo latinoamericano; el otro, un abanderado del liberalismo local). Miguel Miranda, administrador de la bonanza peronista, era un empresario hojalatero. Adalbert Krieger Vasena fue el primer Doctor en Ciencias Económicas del Ministerio, durante el onganiato. Pero la hora de los economistas no llegó hasta la crisis de los años '70.
Cuando los economistas alcanzaron el poder, el libro de Mariana Heredia (Siglo XXI, 2015), narra cómo la inflación endémica que empezó con Lanusse encontró en los economistas a sus expertos, profesionales asépticos armados de datos y herramientas para solucionar las cosas. Esa condición olímpica transformó al oficio. El hábitat natural del economista dejó de ser el Estado para pasar a ser ese mundo de fundaciones, thinks tanks, consultoras y universidades privadas. Su relación con los gobiernos y con la idea misma de gobierno fue de autonomía, desprecio o confrontación. La formación académica se norteamericanizó, el clivaje entre heterodoxos (formados en universidades nacionales) y ortodoxos (posgraduados en Estados Unidos) se ensanchó. El debate sobre modelos económicos (liberalismo, desarrollismo, nacionalismo), que hasta entonces era público, gratuito y casi obligatorio, se hizo esotérico: gráficos, anglicismos, funciones y derivadas obligaron al auditorio a creer o condenar.
En los años ‘90 la República de los economistas alcanzó su esplendor y autonomía máximos. De La Rúa llegó a tener a cinco economistas en su gabinete: además de Economía, Educación (J.J. Llach), Defensa (López Murphy), Cancillería (Rodríguez Giavarini), y la jefatura de Gabinete (Colombo). La razón técnica había triunfado: los economistas habían derrotado a la inflación y, por una alquimia incomprensible al vulgo, transformado pesos en dólares. El resto eran externalidades.
Los intelectuales de la época (Sarlo, Sebrelli, Kovadloff, Giardinelli) se desangraron en estudios de televisión hablando de costos humanos, de la construcción social de las cifras y del vacilar de las cosas, ante la mirada impasible de economistas sonrientes y lampiños que no necesitaban decir nada. Eran las sibilas de un saber trascendental. “La economía tiene los mismos efectos que la tragedia en el mundo antiguoâescribió Tomás Abraham en esos añosânos habla de un destino, pero no nos toca el mandato de los dioses, nuestro destino es el de las cosas. La economía moderna es una economía trágica ya que remite a una distribución decidida en un mundo del más allá. Los capitales van y vienen como vientos en las gargantas del Olimpo. Nada los puede detener ni controlar, como tampoco se podía vaticinar los caprichos de los dioses”.
El vuelo de Ícaro
La Convertibilidad fue el tótem y tabú de la tribu economista: una medida intocable e imposible, una herramienta monetaria del siglo XIX transformada en modelo económico a las puertas del siglo XXI. Con la crisis de la Convertibilidad, Heredia cierra su relato de los economistas en el poder.
En los años que siguieron, con tasas chinas y bajo un gobierno en el que no confiaban, los economistas se abocaron a cierto imperialismo intelectual. Animados por los análisis económicos de Gary Becker sobre temas como el divorcio y la delincuencia, así como por la irresponsabilidad bloguera, no dejaron costa del saber humano sin merodear con vocación conquistadora. Analizaron campeonatos de fútbol y cuentos de Borges, escribieron novelas, tocaron la guitarra y elaboraron sus propias teorías de la evolución humana y la alimentación, todo con la autoestima tecnocrática de siempre
Para cuando Thomas Piketty dijo que “los economistas son poco considerados en el seno del mundo intelectual y universitario” europeo, era evidente que él mismo, junto a Branko Milanovic, habían recuperado el estatuto intelectual que supieron tener Keynes y Friedman en el mundo anglosajón. Opinadores no especializados de temas públicos.
Entonces llegó la pandemia. Y medidas sanitarias totalmente destructivas para cualquier economía normal. Era hora de sacar a relucir aquellas herramientas tecnocráticas. Pero se toparon con un estamento de sanitaristas y epidemiólogos llenos de datos y pedante experticia. Y se desangraron hablando de costos materiales, la construcción social de la inmunidad y el vacilar de los virus. Interpretando a la pandemia sobre un contexto más general, problematizándola.
En 1927 Julien Benda escribió La traición de los intelectuales. Allí acusa a sus pares de haber abandonado los valores universales de la verdad, la justicia y la razón para entregarse al irracionalismo tribal y belicista de la época. Los economistas llevaron su autoconfianza técnica a las esferas más elevadas del saber, hasta que se encontraron con una tecnocracia aún más radiante que derritió sus alas. Cayeron del monopolio técnico socialmente legítimo a una trinchera llena de gente extraña: negacionistas, conspiranoicos, anarquistas de derecha.
Entonces traicionaron su misión técnica para convertirse en intelectuales, opinar de lo que sea, discutir la prepotencia de los expertos y ver perderse sus palabras en la madeja de la conversación pública de masas, mientras los hechos y las decisiones siguen su curso, impávidos. Hoy la tragedia de las cosas es un virus, no una mercancía. No se preocupen, el siglo XXI encontrará a otros expertos. Y aborden el plácido e inocuo crucero que los llevará a Puerto Cultura.
AG