En los últimos años, el modelo vincular vigente –que se promociona en redes y se escucha en la consulta clínica– plantea que si el otro te decepciona “tenés que eliminarlo” de tu vida.
La consecuencia es quedar unido a alguien por el hecho de odiarlo; nadie alcanza la indiferencia que finge. Porque no se la consigue de ese modo, pero la cuestión igual es otra: ¿por qué nos duele tanto la traición? ¿Por qué a veces se considera como tal que el otro haga algo para su propio interés e incluso en contra nuestro?
Recuerdo una vieja entrevista a Orson Welles, en la que le preguntan si tenía amigos que lo habían estafado y él respondió: “Por supuesto, ¿cuál es si no la finalidad de la amistad?”.
El modelo vincular vigente no deja pasar una; como si el escorpión no se dañara a sí mismo al querer lastimar a la rana. Es muy básico y precario el criterio que propone que mis amigos son los que me quieren bien. Sí es interesante la idea de que los enemigos son los que nos quieren mal. Creer que los enemigos no nos quieren es una tontería.
Quizá los enemigos nos aman más que los amigos y eso es lo imperdonable. Recuerdo la vez que una mujer con la que yo estaba en pareja vino a contarme que un amigo mío había querido seducirla. Mi amigo no me quería tanto, quiso ella enrostrarme, para encubrir su propia falta de amor.
Los amigos más desagradables son los que quieren hacer valer su fidelidad exponiendo a otros. Esto sí que no lo admito. Como tampoco creo que una teoría de la amistad, ni una experiencia real de la misma, sea posible si no incluye la traición en su núcleo.
Jesús y Judas no dejaron de ser amigos. Astier traiciona al Rengo para descubrirse a sí mismo. Si la amistad no incluyera esta posibilidad, sería solamente una formación reactiva.
La categoría de traición es difícil, porque supone un funcionamiento paranoico. Por supuesto que existen los traidores que merecen el paredón; pero yo hablo de la traición en el centro del amor. Es algo distinto.
Freud ya había dicho que los paranoicos no sabían amar. Por lo tanto, los que aman tienen que conocer el borde de la traición y no renunciar al amor, para demostrar que no están locos.
Por otro lado, no hay nada más trivial que querer que alguien modifique su lazo con algo o alguien solo diciéndoselo. Es como decirle a alguien que está re mal enganchado con algo: “No te enganches” o, peor, “No le des bola”.
En verdad, peor es que alguien le diga a alguien que está mal “Ponete bien”. Es el extremo de una actitud que puede ser típica en psicoterapia: querer que a un paciente no le pase lo que le pasa.
Esta idea me hace pensar en otra cosa que decía Freud: ante un deseo, pareciera haber dos opciones; realizarlo o reprimirlo. El punto es que no siempre está bueno realizar un deseo, ya que hay algunos que son costosísimos. Y reprimirlo es un modo muy extremo de decir que no.
El psicoanálisis, para Freud, es una vía para producir una experiencia en la que se reviva ese deseo y se le pueda decir que no desde un punto de vista interior, no externamente –como en la represión.
El psicoanálisis no es para que alguien sepa cuál es su deseo y, entonces, vaya a realizarlo. Esta es una caricatura del análisis, aunque a veces la presencia de un analista sea un apoyo para dar ciertos pasos.
La del psicoanálisis es una experiencia de la imposibilidad de una pasión a la que estamos fuertemente adheridos y que no queremos. Esto es lo que Freud llamó “libido” y representa esa fuerza psíquica que nos mantiene ligados a cosas que no queremos, con las que tropezamos, que se nos imponen, que repetimos.
Y en cierto momento sabemos que tropezamos, que se nos imponen y repetimos, pero recién ahí comienza el análisis propiamente dicho, como experiencia de desasimiento a partir de hacer la vivencia de la intensa ligazón.
El propósito de un análisis no está en alguien diga “Quiero lo que deseo”, sino en que llegue a no querer lo que desea; porque si incluso lo quisiese no sería con necesidad y esto es equivalente a no quererlo.
En esto consiste lo que Jacques Lacan llamaba “atravesamiento” o, mejor dicho, “travesía del fantasma”. Este es el aspecto más vivencial de un análisis y es el que marca un antes y un después, aunque alguien después se siga analizando por otros motivos.
LL/MF