YO, LIBERTARIO

De Traslasierra a la Antártida

17 de enero de 2025 06:59 h

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Cerca de fin de año, una performance en San Javier, Córdoba, me hizo pensar en la Antártida de principios del siglo XX. Dentro de una librería próxima a la plaza del pueblo, la directora y curadora Vivi Tellas, asistida por Rita Pauls, convocó a una docena de personas para que escribieran y leyeran textos en base a fotos de familia proyectadas en una pantalla. Fue una performance colectiva, llamada Pochi-Pochi y definida como “ejercicio melodramático”, donde se evocaron recuerdos de niñez, de ancestros, de relaciones familiares.

Entre los participantes estaba el actor y sociólogo Manuel Hermelo, uno de los fundadores y directores de la mítica Organización Negra, que aportó la fotografía en blanco y negro de un antiguo barco con tres mástiles inclinado sobre un lado, como si se estuviera hundiendo, rodeado de un blanco mar de hielo. En la foto proyectada en pantalla no se veía ningún ser humano, pero Manuel contó que esa imagen tenía relación con su abuelo, Ricardo Ireneo Hermelo, quien participó en el rescate de los viajeros y tripulantes del Antarctic, ese velero con motor a vapor atrapado por los hielos australes en 1903.

Resultó que los viajeros, varios de ellos biólogos, cartógrafos, botánicos, meteorólogos, eran parte de la expedición que dirigió el científico sueco Otto Nordenskjöld para realizar mediciones y observaciones en el Océano Antártico. Habían partido en 1901 desde Gotemburgo en ese barco comandado por el capitán Daniel Larsen, y después de una breve parada en el puerto de Buenos Aires se dirigieron a la Antártida, donde construyeron una cabaña en la isla llamada Snow Hill, Cerro Nevado, para hacer sus observaciones y ser reembarcados unos meses más tarde.

Pero el Antarctic, herido de muerte por los hielos, nunca los pudo llevar de vuelta. Fue por intervención de la fragata argentina ARA Uruguay, comandada por el teniente Julián Irizar y su segundo comandante, el teniente de fragata Ricardo Ireneo Hermelo, que se los pudo rescatar casi dos años después de haber partido y de tener que sobrevivir a los crudos inviernos antárticos a base de carne de pingüino.

Muchos de estos detalles no fueron aportados por Manuel Hermelo en su relato, sino que, despertada mi curiosidad por esas peripecias, los descubrí en búsquedas por internet más tarde. En diciembre de 1902 el Antarctic queda prisionero por primera vez entre los hielos y tres de sus tripulantes desembarcan cerca de Bahía Esperanza con la esperanza, justamente, de llegar hasta el campamento de los científicos en Snow Hill con un trineo pero el clima empeora, no logran avanzar y deberán regresar hasta esa bahía donde quedarán aislados. El barco ya se ha liberado de su prisión de hielo e intentará acercarse a la isla Paulet pero por segunda vez queda bloqueado por una capa de hielo, ahora en el Golfo Erebus y Terror.

Aunque podrá liberarse nuevamente, la presión le ha producido grandes daños y le empieza a entrar agua. A cuarenta kilómetros de la isla, sus veinte tripulantes lo abandonan a bordo de un témpano, con pocas provisiones y dos botes. Pero de pronto advierten que el témpano los lleva mar afuera y deciden subirse a esos botes para llegar a la costa. Ya en la isla, construyen una cabaña de piedra donde pasarán varios meses hasta que los rescaten. Científicos por un lado, marinos por otro, sin comunicación entre sí, tendrán que arreglárselas recolectando huevos y cazando los abundantes pingüinos de la zona para alimentarse. Recordemos: no había electricidad, calefacción, teléfonos, internet. Ni siquiera tenían línea de telégrafo. Sólo podían rogar que alguien se acordara de ellos y los buscara.

Y esto al fin ocurrirá cuando el gobierno de Julio Argentino Roca advierta que el Anctartic no ha regresado y disponga que la fragata ARA Uruguay salga en su búsqueda. Los rescatan entre el 7 y el 11 de noviembre de 1903. Cuando ingresan al puerto de Buenos Aires, el 2 de diciembre, una multitud que Nordenskjöld calcula en más de cien mil personas los recibe con vítores y aplausos y una alfombra de flores arrojadas desde los balcones y ventanas a su paso. Entre los héroes de ese legendario rescate está el abuelo de Manuel Hermelo, el teniente Ricardo Ireneo.  

Manuel evocó en su perfo una anécdota de su abuelo, de quien se decía que quería morir de pie, no acostado como todo el mundo; incluso realizó una representación de ese hipotético ademán de morir dirigiendo el cuerpo hacia arriba, como si quisiera subir al mismo tiempo que caía. Un movimiento paradójico, que me recordó la novela de César Aira El testamento del mago tenor, que justo estaba leyendo en esos días, donde hay un mago capaz de cantar un aria subiendo y bajando al mismo tiempo por la escala cromática. Este prodigio de la voz solo se podía realizar en público, en un arrebato inspirado, y no en cualquier momento; era imposible grabarlo, por lo cual se sospechaba que podía ser un fenómeno de hipnosis colectiva.

Pero el truco del mago, si pudiese ser aplicado a otras actividades de la vida diaria, podría extenderse a la posibilidad de bajar y subir una escalera al mismo tiempo, o lavar y secar la ropa simultáneamente, e incluso ir y volver de un lugar a la vez. Eso simplificaría mucho la existencia, reflexionaba el narrador, aunque también se perdería mucho en el proceso porque no habría etapas en el camino. Como si los expedicionarios del Antarctic pudiesen haber ido y vuelto al mismo tiempo, en un solo instante, de la Antártida. Lo cual finalmente y de alguna manera siempre termina por ocurrir, en vista de la compresión que presenta el tiempo, cuando se trata de relatar hechos de hace décadas o siglos, reducidos a un par de párrafos en la historia.

Fue gracias a esa performance en Traslasierra, una noche de verano en días de más de 35 grados a la sombra, que mi pensamiento fue llevado hacia aquel tiempo y lugar, a una Antártida entre hielos que aún no habían sido derretidos por el calentamiento global y pingüinos de la especie Emperador que todavía no tenían su hábitat en peligro. Todo un viaje.

OB/MF