1. Comenzamos a salir con Caro en vísperas de la Copa del Mundo de Corea-Japón de 2002. Como ella es futbolera, fue sencillo acordar que la unidad que mensura nuestra pareja son los Mundiales: llevamos vistos seis mundiales juntos (en ese 2002 no vivíamos en el mismo lugar: solo asistimos juntos al triunfo sobre Nigeria, en casa de unos amigos, lo que permite inferir que la violación de la cábala del espacio fue la causa de la debacle. No volvió a repetirse).
Una parte de lo dicho en el párrafo anterior es mentira. Seis Mundiales se ven como se pueden, no como se debe: la gente trabaja, viaja, tiene hijos pequeños, vive, en suma. Las cábalas se violan a cada paso: están hechas para decir que se cumplen y para violarlas con algún sistema. A juzgar por el modo caótico en el que vi Qatar 2022, debimos haber sido eliminados en la primera ronda. Por suerte, los cabuleros sistemáticos, creyentes y perseverantes son tantos que los herejes y los descreídos no causamos grandes daños.
2. Mundiales y matrimonios: viví con mi primera esposa cuatro Mundiales. Le importaban un comino. Supe que luego del divorcio, en 2006, asistió a la final entre Francia e Italia hinchando por Francia –era bastante francofílica, o quizás estaba resentida por haber convivido con un italiano come io– y convencida de que los franceses eran los de azul. Muy al final le explicaron que habían cambiado las camisetas, y que los de azul, los campeones, eran los tanos. Pero, antes, vimos juntos tres partidos de México ’86, dos de ellos de Argentina: los cuartos contra Inglaterra y la final contra Alemania. Teníamos un televisor blanco y negro, cuya antena había que sostener con la mano y tratar de orientarla para ver algo con alguna dignidad. El tercer partido fue Brasil-Francia, que la dejó admirada por la belleza del juego, pero fue apenas un impacto momentáneo del que se recuperó rápidamente. En Italia 1990 seguía viviendo con ella, pero acababa de nacer nuestro segundo hijo, así que vi ese Mundial refugiado con mi hijo mayor, escapando de llantos y pañales. Me vio llorar –e intentó consolarme– cuando echaron a Maradona del Mundial de 1994. Vimos juntos Argentina-Inglaterra en Francia 1998, clandestinos en un pub en el centro de Londres. Nunca más vimos un partido juntos, ni siquiera cuando Vélez fue campeón de América y del mundo.
3. Acabo de comprobar que en cada matrimonio vi dos finales de Copa del Mundo: una ganada y una perdida. Caray, esto se pone interesante. Pero el modo en el que sufrimos y gozamos Qatar 2022 es intransferible e irrepetible.
4. Me quedan Mundiales sin adjudicar. El primero que recuerdo con nitidez es México 1970: la nitidez de otro televisor blanco y negro que dejaba ver el cuarto gol de Brasil contra Italia, con Carlos Alberto apareciendo de fuera de campo para concretar a la carrera el pase de Pelé. El segundo, Alemania 1974, y el gol de Houseman contra Italia, y el baile descomunal que nos pegó Holanda. El de España 1982 lo vi bastante en colores, la ñata contra el vidrio de las casas de electrodomésticos escapándome de clases en la Facultad; pero estábamos preocupados con otras cosas bastante más importantes, tales como una guerra, una dictadura, la clandestinidad, la resistencia, el horror.
5. Vi, entonces, siete finales del mundo argentinas: seis emparejado, una asolterado. La séptima es, claro, Argentina 1978. El Mundial se jugó a la vuelta de mi casa paterna, que estaba al lado –estricta y minuciosamente hablando– del estadio José Amalfitani. Tenía dieciséis años, los suficientes como para estar tan enojado con la dictadura que no quise ver, ni siquiera, Austria-España, que era indoloro. Pero el enojo no podía suprimir al futbolero: vi todos los partidos con mis amigos del secundario –son, aún hoy, mis hermanos–. Cuando terminó Argentina-Perú, salimos a festejar: salimos de Liniers, llegamos al Obelisco. Para la final, en cambio, nos quedamos comiendo pizzas en Liniers. Al día siguiente, por la mañana, en la Escuela Normal Mariano Acosta, presionamos a las autoridades para que declararan asueto: nos dejaron salir muy rápidamente. Mientras bajábamos las escaleras, recuerdo la voz de un compañero al que no voy a identificar –sé perfectamente su nombre– diciendo: “Vayamos a la Plaza de Mayo a celebrar a Videla”. La respuesta fue unánime: “Boludo, vamos al Normal 8 a ver a las pibas”.
Este gesto de resistencia adolescente y hormonal contra la dictadura no consta en ningún libro. Pero existió. Otros pibes, en cambio, fueron a la Plaza. Fueron pocos, todos varones, y todos de colegios privados.
6. No es cierto: no lo sé. Nosotros no fuimos. Sé que ellos fueron un grupo pequeño, que no mereció ninguna foto que inmortalizara el momento en que Videla salió al balcón por única vez en su vida. Aunque comparto con Beatriz Sarlo que el Mundial y Malvinas son dos momentos por los que nuestra sociedad debería formular alguna autocrítica colectiva, hay algunos pocos datos a mano para defenderse –es imposible, hoy, tratar de construir una memoria oral de ese momento, porque está organizada por la culpa: “Nos engañaron” –. Los datos son pocos y poco refutables: que la dictadura hizo todo lo que pudo para usar el Mundial como máquina de consenso político; que no se puede probar el éxito de esa operación de consenso –no hay ninguna empiria para respaldarlo–; que las celebraciones fueron espontáneas, sin convocatoria estatal; que, al año siguiente, hubo convocatoria explícita para festejar el Mundial Juvenil de Tokio de 1979, en simultáneo con la visita de la CIDH al país, lo que demuestra por inversión el carácter espontáneo de las celebraciones de 1978; que esas celebraciones no pisaron la Plaza de Mayo ni invocaron a Videla –aunque sí se regodearon con el “Ya todos saben que Brasil está de luto/son todos negros, son todos putos” –; que el peso popular de una historia futbolística, construida por décadas de memorias orales y periodismo deportivo de masas, le daba al fútbol cierta autonomía para que el festejo fuera, apenas, festejo futbolero.
Para Osvaldo Bayer, los festejos fueron incluso un gesto de resistencia: ganar la calle bajo el estado de sitio. Me parece mucho.
Y el 6 a 0 contra Perú. Demasiado, ¿no?
7. El de 1986, entonces, vale por dos: por sí mismo y por el anterior. Maradona ganó dos mundiales con uno solo: el que ganó, y el anterior, desprestigiado. Estuve en la calle, estuve en la Plaza el día siguiente, fui inmensamente feliz, también sentí la revancha de Malvinas. Soy clase 1961, no me pidan muchas explicaciones racionales. El que no salta es un inglés. Después estudié en Inglaterra, y supe que la Thatcher logró hacer perdurar su gobierno, bastante tambaleante, por la Guerra. Que el éxito conservador en Gran Bretaña fue obra de Galtieri. Y también traté de hacer un gol con la mano.
8. Hasta 2022, hasta hace un año. Como lo escribí hasta la saciedad, puedo repetirme hasta el infinito: fuimos felices. Somos felices en cada momento de cada recuerdo. Uno de los primeros sociólogos en pensar el fútbol en América Latina, Arno Vogel, escribió en 1982 sobre los festejos brasileños de 1970, bajo la dictadura de Emílio Garrastazu Médici: lo tituló “Un momento feliz”. Ese título me viene a la cabeza a cada rato: un momento feliz. Me parece una condensación perfecta.
Agrego: la autonomía del fútbol logró, ese día –y en los festejos dos días después– su autonomía más perfecta y acabada: la política no puede meterse, sino para hacer macanas. Rodríguez Larreta perdió las PASO después de usar la camiseta de la selección hasta para bañarse; Scaloni amenazó con renunciar después de que Tapia le pidiera una foto con Massa; Macri propuso una metáfora desopilante según la cual Milei es Messi porque el kirchnerismo es Maradona; el kirchnerismo propuso que Messi enfrentaba al poder porque le decía “bobo” al bobo de Weghorst; y así, ad nauseam.
9. La inflación en 1978 fue del 171,4% anual. En 1986, el Plan Austral todavía funcionaba, pero ya en 1987 hacía agua y conducía al pico hiperinflacionario de 1989, que llegó al 3079,5%. En diciembre de 2022, la variación anual ya era del 94%, pero por suerte, luego de ganar la Copa, subió hasta reventar en un 160,9% en noviembre de 2023 (datos del INDEC). Como se ve, ganar un Mundial produce tantos éxitos económicos (y consecuentemente, sociales, políticos y culturales) que podríamos prohibir el fútbol profesional en toda la Argentina y desafiliarnos de la FIFA. O bancarnos las consecuencias: ganar una Copa produce efectos deplorables.
10. Siempre nos quedará ese momento feliz.
PA