Anoche charlaba con alguien sobre la definición de amigo, la definición estricta de lo que es un amigo. No es una cuestión de valor: yo amo a mis conocidos y a los amigos de mis amigos, esa sociedad secreta entre todos los que están dos o tres grados de separación, esa sensación de ir al teatro como hacían en el siglo XIX, para ver la obra pero también a mirar y que te miren, a cruzarse con alguien con quien hablaste dos o tres veces pero que sabe perfectamente quién sos y comentar que si ya viste la de tal o vas al estreno de tal y que la obra no está tan buena pero tal la descose o tal “la defiende” (una expresión que usan mucho los actores para referirse a actuar bien en una obra que no está tan buena). Antes me parecía que lo correcto era despreciar todas esas interacciones superficiales, pero desde que leí La mujer singular y la ciudad de Vivian Gornick entendí que, para las mujeres solas en la ciudad, los conocidos del trabajo o del barrio o de la vida son una especie de familia ampliada, cumplen el rol que en otra época cumplían las primas lejanas que ahora no vemos ni conocemos. Entonces: no es una cuestión de valor, pero sigue siendo de cierta importancia distinguir a los amigos de verdad de a los amigos en sentido amplio.
Yo propuse mi criterio, que es muy poco interesante y muy poco poético pero que me parece infalible: amigos son las personas a las que podés invitar a tomar un café sin ninguna explicación. Supongo que porque le pareció aburrido —y en estas conversaciones, lo saben Jane Austen, Oscar Wilde y todos los grandes escritores del esgrima verbal, es más importante decir algo entretenido que algo verdadero—, el conocido con el que conversaba dijo que para él alguien es un amigo cuando conocés a sus padres. Pensé dos cosas en ese momento: que esa definición era muy de clase —la gente fina maneja con sus padres relaciones mucho más intensas y presenciales que la clase media en la adultez: se siguen yendo de viaje con ellos, siguen usando sus casas y sus autos— y, también, que era una definición nostálgica, porque uno conoce a los padres de los amigos de la infancia. Dije solo esto segundo, y me lo concedieron; es una definición completamente sesgada en favor de los amigos de toda la vida y en contra de las nuevas amistades.
Todo esto para decir que yo termino conociendo a la familia de todo el mundo, porque como mi familia no tiene festejos oficiales ni de Navidad ni de Año Nuevo siempre me ubico en algún lugar cuanto más azaroso mejor. Escribí sobre algo parecido a esto la Navidad pasada, estoy casi segura, pero es que me obsesiona. Pienso mucho en la vida de las empleadas domésticas y las niñeras que se pasan los días aclimatándose a familias ajenas, entendiendo sus reglas en silencio, escribiendo en la cabeza una memoria, la memoria más valiosa, que nadie leerá jamás. Y vuelvo a pensar en esto que hago, esto que hago todos los años y que hago esta semana, mi rol de judía en Navidad, soltera y —relativamente— joven que cae a ponerle color a las fiestas de otra familia, a contarles a los padres de quien sea a qué me dedico y de dónde vengo y qué hacen mis padres, bueno, mi mamá.
Me repito mucho con lo del siglo XIX pero es que todos mis libros favoritos se escribieron en ese siglo y todas las imágenes que más me importan sobre la sociedad salen de esos libros, y además estoy hace como un mes releyendo Mansfield Park de Jane Austen y nunca en la vida me sentí más Mary Crawford, la chica que llega a Mansfield con su hermano a alborotar un poco la vida tranquila de la familia Bertram. Vine a pasar fin de año por primera vez a un lugar de esos en los que las mismas familias veranean todos los años y cualquier nota de novedad es más o menos bienvenida. Nací para este rol: me encanta ser forastera, me encanta que nadie me conozca, no me molesta para nada entretener a ninguna tía, me entretienen todas las tías. En todos esos libros que a mí me gustan del siglo XIX hay visitas de este tipo, intrusiones en las familias ajenas que mueven la trama y muestran los colores verdaderos de la familia local. A veces la protagonista es la chica que visita; a veces, como en Mansfield Park, es una chica que se queda, que mira con desconfianza a la recién llegada. Ya no existen las visitas formales pero esta estructura de trama permanece en nuestra ficción y en nuestra vida. Escucho en loop el disco que Él mató un policía motorizado hizo para musicaliza Okupas luego de que gran parte de la música original fuera descartada por cuestiones legales y recuerdo la conversación que le da título. El personaje de Rodrigo de la Serna, el blanquito de clase media que se hace amigo de los lúmpenes a partir de una casa que tiene que cuidar de los okupas, está discutiendo con una chica humilde de la que se está enamorando. Ella pierde la paciencia y le dice que para él nada importa, obvio, porque cuando se canse de este quilombo se puede ir; “para vos esto son, no sé, unas vacaciones raras, para mí esto es la vida”. Así se llama el disco: Unas vacaciones raras. Cuando estoy por tomarme en serio algo que me dijeron, cuando estoy por angustiarme por alguna interacción que me desconcierta, me acuerdo de que esto es el verano, no la vida.
Siento que es un buen augurio empezar el año en un lugar que no tiene nada que ver con una. En alguna de estas conversaciones que tuve estos días una chica me contó que no sabía qué hacer, porque le hicieron una propuesta laboral relacionada con algo a lo que no se dedicaba para nada. Le dije que lo agarrara si le divertía, que en el fondo no hay que estar pensando tanto en la narrativa de la vida, aunque el fin de año invite. Las cosas que una hace no tienen por qué ordenarse en un relato coherente, ni para los padres ni para la posteridad. La indiferencia del universo es el alivio más grande.
TT