La verde esperanza de que los presidentes se comporten como un invitado grato que comparte la frugalidad de un almuerzo sin aumentar su costo no le ha dado frutos este año al omnívoro congreso peruano. La facultad de destitución del Ejecutivo por descalificación moral del Legislativo ha sido ejercida sin titubeos. Con el descubrimiento de la magnitud creciente de vacunaciones clandestinas y pioneras entre las primeras figuras de las administraciones presentes y pasadas, la descalificación parece adquirir un renovado respaldo moral, y la política adquiere los sobretonos protectores de toda ética cuyas normas coinciden con las del derecho penal.
Como ocurrió en Chile y en Brasil con sus respectivas dictaduras militares, el Perú tiene que convivir con una herencia más reciente pero de pareja índole jurídica y constrictiva. El legado menos fácilmente descartable de la Fujicracia es el de una constitución que creó un Legislativo muy ágil a fuer de unicameral. Con una sola Cámara, el Congreso es temible en manos del partido de Gobierno, y temible en las de la oposición, por la velocidad de la que se ve dotado para votar leyes o para sofocar iniciativas legislativas. El expresidente Martín Vizcarra había asumido gracias a la impaciente destitución del empresario septuagenario Pedro Pablo Kuczynski, caído porque el Congreso lo encontrara moralmente incapaz de desempeñar la presidencia dada la promiscuidad o la cercanía de las finanzas de su campaña con las de la próspera constructora brasileña Odebrecht.
La victoria del caído había sido poco previsible, pero los antifujimoristas fueron a votar en masa por el candidato de Peruanos por el Kambio, un economista y político de inequívocas credenciales neoliberales contra Keiko Fujimori de Fuerza Popular. Los votantes buscaban la gestión decidida de un crecimiento económico amenazado, entre otros males, por el narcotráfico que sucedió en las sierras al senderismo. Era K contra K, un apellido (judío-polaco) contra un nombre de pila (de un apellido japonés) marcaba la diferencia de clase, origen étnico y educación entre los dos candidatos, uno más distante de sus votantes (por su riqueza, sus cargos políticos y empresariales, su educación en Europa y Estados Unidos), la otra, apodada “La China”, más cercana a ellos por su imagen, que todos conocen desde que, ruidosamente divorciado Fujimori de su esposa Susana, Keiko oficiaba de Primera Dama.
Si Kuczynski acusaba a Keiko de carecer de toda experiencia de gestión -y de todo trabajo en el sector privado y el mundo empresario-, Fujimori Jr advertía a sus votantes que, precisamente, esa experiencia era la que volvía sospechoso, a los ojos de los pobres, al enriquecido empresario.
Desde la caída del empresario, todo Perú fue inclinándose más a las posiciones de Keiko, una de las figuras salvadas del Vacunagate, y con chances para las presidenciales del 11 de abril. Martín Vizcarra había acentuado la nota populista, al hacer aprobar una ley que hacía que los congresistas no puedan ser reelectos. Esto se le volvió ahora en contra, porque, al saber que no están haciendo campaña para su reelección, las acciones de quienes hoy ocupan bancas en el Congreso se vuelven más violentas y determinantes.
Vizcarra fue el primero en ser descubierto en su vacunación clandestina, por un programa periodístico de enorme audiencia (e inmarchitable estilo) del periodista Beto Ortiz. En Perú, donde la mayor parte de la población económicamente activa lo es en el sector informal -y por lo tanto los sindicatos son una fuerza sin una masiva representación en el mundo trabajador-, donde no hay planes sociales, el vínculo con el electorado por los medios resulta fundamental. Y fue precisamente en los medios que Vizcarra perdió, y con el Somos Perú, y también el actual gobierno del Partido Morado.
Si las elecciones peruanas mostraban antes del Vacunagate un electorado fragmentado, ahora puede o polarizarse o subdividirse aún más. Desde la década de 1980, cuando gobernaba el después suicidado aprista Alan García -que en la última elección también fue candidato, y sacó poco más del 1% en primera vuelta-, los presidentes electos en Perú empiezan a perder popularidad desde que asumen, y jamás la recuperan.
A diferencia del incipiente Vacunagate argentino, el peruano estuvo marcado por las mentiras flagrantes de funcionarios, como la ministra de Salud que prometía ser la última en vacunarse cuando ya lo estaba doblemente. La socióloga Alison Spedding, estudiosa de los Andes, se sorprendía de que los altoperuanos se hubieran indignado ante su descripción forense y sin entusiasmo de su gastronomía, pero no hubieran presentado ni reparo ni lamento ante la difusión de la mentira como forma de comunicación cotidiana en sus sociedades.
Al norte del Perú, el Ecuador celebrará su segunda vuelta el mismo día que Perú celebrará sus elecciones presidenciales. Computadas todas las actas, el balotaje se dirimirá entre el correísta Andrés Arauz y el ya consuetudinario rival de derecha al proyecto de la Revolución Ciudadana, el banquero Guillermo Lasso. El tercero en discordia, el líder indígena Yaku Pérez, denuncia una mentira, un fraude electoral que lo dejó fuera de la contienda por tan pocos votos de distancia que ha pedido un recuento y movilizado al ‘partido de la verdad’.
Guillermo Lasso envejeció en la oposición. Es el candidato presidencial del Movimiento Creando Oportunidades (CREO): un partido nuevo, fundado en 2012. Pero ahora aliado con un partido tradicional de la costa, el Partido Social Cristiano (PSC), que no presentó candidato propio. En la elección anterior, Lasso era punto por punto la contrafigura de Lenín Moreno. También lo es de Arauz: es una ventaja, esta pureza de cada opuesto. Nada de mestizaje serrano de la capital Quito: es de la ciudad costera Guayaquil, comercial, portuaria y opositora feroz, allí donde San Martín y Bolívar se dieron aquel equívoco abrazo al fin de las guerras de Independencia (que ‘jubiló’ al general argentino).
Lasso es miembro del Opus Dei, católico y conservador. Nada de ‘socialismo siglo XXI’, ni siquiera de socialdemocracia: el liberal Lasso pasó 45 años trabajando en el sector financiero, sobre todo el bancario, ex ministro de Economía en la crisis de 1999, ex representante de Coca-Cola en Ecuador. Nada de progresismo centrista: pero sí un Doctorado honoris causa en 2011 en la Universidad de las Américas. que compartió con el presidente derechista español José María Aznar. En las presidenciales pasadas, fue el derrotado Lasso quien clamó por fraude electoral y reclamó un recuento de votos.
En punto a mentiras, también en EEUU hay un giro. The Washington Post se resignó a que el demócrata Joe Biden también las dice, y que son abundantes, y además, importantes: muchas mentiras, y grandes mentiras. Se resigna menos, el diario demócrata, a sacar conclusiones. Durante cuatro años, cada semana, hacía la lista semanal de las ‘mentiras’ de Trump, y siempre llegaba seriamente a la misma complaciente conclusión: Donald es el Mentiroso más Grande del Mundo.
En estas gratificantes ocasiones, el Post suele incurrir en un repetido argumento, dos veces curioso por su dúplice lógica y por su doble moral. Admite que también Obama o Biden dicen o dijeron mentiras, pero que, cuando los pescan, se frenan y no las dicen más (es decir, empiezan a decir otras).En cambio, Trump, incorregible, siguió diciendo lo mismo, aun cuando el Post y Twitter y Facebook y otros altos chequeadores le dijeron que era mentira. Ahora, ¿engaña alguien quien sigue sosteniendo la misma opinión? ¿La quiere hacer pasar por una verdad? ¿No es, antes bien. sólo la expresión de una ideología que se atreve a decir su nombre? La de los millones y millones de personas que votaron por Trump, y cuyo más abarcativo mínimo común denominador sea tal vez el que no hayan recibido la instrucción, o el control social, que brindan o ejercen las universidades. La instrucción a la que aspiran tantos votantes en Perú o Ecuador o Chile, no es una clave electoral en la América del Atlántico.