El presidente de Estados Unidos convocó a sus seguidores en Washington para protestar contra la certificación de los resultados de las elecciones y tuiteó que la concentración sería “salvaje”. Pidió a Mike Pence que anulara el resultado de las elecciones, algo que además de ilegal no estaba en su poder, y cuando el vicepresidente explicó la realidad, Trump lanzó a sus 88 millones de seguidores tuits contra el vicepresidente. “Hang Mike Pence” (“ahorquen a Mike Pence”) se convirtió en etiqueta en Twitter. Fue uno de los cánticos que entonaron los seguidores de Trump mientras daban vueltas por los pasillos del Capitolio buscando a Pence (que fue uno de los primeros evacuados) y a otros congresistas contra los que solía arremeter Trump en Twitter.
Durante los días anteriores al asalto al Capitolio, los seguidores de Trump utilizaron las redes sociales para organizar el transporte en coche de metralletas y bombas caseras sin pasar por aeropuertos para que no fueran confiscadas. La conversación empezaba en Twitter y Facebook y continuaba en otras redes más cerradas y reducidas como Parler o Telegram. Se organizaron alrededor de etiquetas como “storm the Capitol” (“asalta el Capitolio”): en algunos casos, amenazaban con la violencia; y en otros, empezaban conversaciones para juntar a las personas y el material ilegal en la ciudad de Washington. Hubo más de 100.000 menciones con esta etiqueta en los 30 días anteriores al 6 de enero, según Zignal Labs, una consultora que estudia las redes. Entre la información que se compartía estaban los planos para entrar en el Capitolio o detalles tan concretos como si las ventanas del segundo piso estaban reforzadas.
Cinco personas murieron en el asalto al Capitolio y al menos dos bombas fueron desactivadas. La munición confiscada era parte de un plan que pretendía acabar con la vida de congresistas y reporteros.
En agosto, Trump tuiteó “¡liberad Michigan!” y apuntó a la gobernadora Gretchen Whitmer por intentar contener el desbocado virus. Unas semanas después, la policía desactivó el plan de un grupo de extrema derecha que querían “liberar Michigan” secuestrando y posiblemente matando a la gobernadora demócrata.
“Cuando el saqueo empieza, empiezan los disparos”, tuiteó Trump en mayo advirtiendo que iba a mandar a la guardia nacional para reprimir las protestas en Minneapolis tras la muerte de un hombre negro a manos de la policía. Twitter puso una advertencia en el tuit de que “glorificaba la violencia”, pero no lo borró porque, según la plataforma, tenía “interés público”.
“No debes amenazar con violencia a un individuo o a un grupo de personas. También prohibimos la glorificación de la violencia. No debes amenazar o promover el terrorismo o el extremismo violento”, dicen las reglas de Twitter, que tiene unos términos de uso parecidos a Facebook o YouTube.
Promover la violencia, acosar a tus rivales o a tu vicepresidente, organizar el transporte de munición y compartir planos para romper las ventanas del Capitolio no es ejercer el derecho a la libertad de expresión.
El presidente Trump lo sabe y por eso sus abogados le intentan proteger ahora de sus palabras, en su mitin antes del asalto y en su largo historial de tuits. Una minoría, a menudo en otro país y con poca información, tal vez desconoce los hechos.
El derecho a la opinión más ridícula, más burda o más insultante no se puede confundir con el derecho a aterrorizar a rivales políticos, los que se resisten a violar la ley y los policías que intentan proteger el bien común.
Las plataformas han actuado tarde, de manera torpe incluso, ante un peligro inminente, y su prestigio depende ahora de que sepan distinguir entre el discurso odioso y el discurso del odio. Su negocio, de hecho, está en juego si no aseguran un proceso transparente de moderación para seguir siendo foros de debate diversos, su razón de ser y su manera de ganar dinero. Pero es bastante chocante pretender que una empresa privada tenga que seguir aceptando sin más convertirse en un vehículo del terror.