Primero fueron los chinos, luego los chetos que viajaban a Europa; más tarde los runners, un poco después los que tomaban café en las veredas; no mucho más tarde, las cervecerías de Palermo y cerca del verano, los jóvenes. La pandemia activó, desde el minuto uno, un procedimiento nada nuevo: señalar hasta el aturdimiento a aquellos que suponemos responsables, culpables, causantes de una situación que nos duele, nos agobia, nos aprieta, nos afecta, nos hace daño, nos empuja hacia el abismo que dejó un mundo que ya no está.
En ese procedimiento se trata siempre de encontrar una causa que nunca nos concierne, una causa que venga de afuera, de otros. Causas sostenidas, una y otra vez, en el contrafáctico, una de las ilusiones preferidas de la neurosis, algo así como: “si toda esa gente no hiciera lo que hace, yo podría estar mejor”.
En marzo del 2020, Christian Ferrer dijo: “otra forma de 'discriminación' basada en valores morales (...) esa violencia es preexistente, y se descarga masivamente contra el que rompe las normas: a los argentinos nos encanta señalar al que supuestamente está en falta (...) los argentinos tenemos una pasión casi erótica por deslegitimar al otro, y esta pandemia revela ciertas mañas psicológicas”.
Sí, son violencias que ya existían y que la pandemia vino a hacer más estridentes. Pero como todo aturdimiento, como todo contrafáctico, como todo señalamiento hacia afuera, impide pensar, impide revisar prácticas y nos expone a una situación algo peligrosa: adormecernos, descansar en la tranquilidad de que estamos obrando bien.
Como no soy runner ni joven ni tomo café en bares, como tampoco soy china ni cheta ni tomo cerveza en Palermo, entonces me estoy cuidando mucho, entonces me refugio con mi hermana en su departamento cerrado y luego visitamos a mami y luego tomamos mate y no usamos barbijo en casa porque somos familia y obviamente la familia no contagia. Y entonces alguien se contagia y rápidamente esgrime “no entiendo cómo, si me estoy cuidando un montón”.
Como en Seda Metamorfa, la última y genial novela de Ana Ojeda -Editorial Muchas nueces-, en la que la crítica a la ideología familiarista cobra distintas formas, sobre todo la forma del lenguaje, y también pasa por la pandemia. Dice la narradora: “la invitan con el primer mate para que se serene. Desensilla Blixa, se pregunta si debería continuar con el tapabocas puesto pero concluye que no pues parientas, con lo cual termina colgándolo del respaldo de la silla”.
Vigilar y descansar en la autopercepción de que somos buenos y que, como los establecimientos, respetamos los estrictos protocolos, termina resultando ineficaz como criterio epidemiológico. Porque a más vigilancia sobre los otros, más autoindulgencia acerca de las propias acciones. Igual que los estrictos protocolos de algunos lugares en los que el responsable de la entrada nos corre para ponernos alcohol, para lo cual se nos viene encima con el barbijo mal puesto; o como el canal de televisión que manda móviles de indignación a los bares de Palermo mientras en el estudio, detrás de cámara, hay gente sin barbijo. Pero resulta tremendamente eficaz y pesado como procedimiento superyoico. ¿Acaso ese palo con el que le pegamos al otro no es el mismo con el que nos castigamos?
Porque a más vigilancia sobre los otros, más autoindulgencia acerca de las propias acciones
Me pregunto si no hay relación entre el pánico que algunos sienten y la vigilancia que ellos mismos activan de manera permanente. Porque las personas que vigilan nunca advierten que ese dispositivo les puede volver a ellas; son parte de una maquinaria que puede cambiar el circuito y convertirse en objeto de su propia vigilancia. La indignación, pieza fundamental del procedimiento, no conduce sino a la inacción: ya sea por el lado de la inhibición, ya sea por el lado del linchamiento o del control. Se trata siempre de establecer, a manera de placebo, que se está del lado del bien.
La indignación, pieza fundamental del procedimiento, no conduce sino a la inacción: ya sea por el lado de la inhibición, ya sea por el lado del linchamiento o del control.
El indignado cree que está actuando siempre en nombre del bien, sabe dónde está y no vacila en suponer que el mal es el otro, como el virus. En nombre de eso, en lugar de cuidar, vigila. Además, por otra parte, va a hacer de eso un espectáculo. Como precisó Margarita Martínez: “la indignación no es el enojo y la reacción contra algo, sino el espectáculo de esa reacción”.
Mark Fisher, entre otros, fue crítico de lo que llamó la cultura de la indignación, ya que el moralismo termina configurando un espacio “donde la solidaridad es imposible, pero la culpa y el miedo son omnipresentes”. Señala asimismo que tal “cultura de la indignación” reduce cada problema político a una crítica de las conductas individuales en vez de tratar los asuntos políticos a través de la acción colectiva. Por otra parte, el procedimiento no escatima en estigmatizaciones, en la producción de estereotipos, así como de la necesaria solidificación de esencialismos en donde apoyarse: el cocktail del punitivismo es un mal trago de la época.
Susan Sontag leyó en su momento la combinación fatal de estos componentes alrededor de la enfermedad. Primero escribió sobre la tuberculosis y el cáncer y más tarde sobre el sida. Enfermedades que siguen siendo lugares donde descargar “el peso agobiador de la metáfora”. Son enfermedades que resultan adecuadas para sostener que el responsable de la enfermedad es el enfermo, casi que se lo merece, que algo habrá hecho. “La imaginería del cáncer es mucho más punitiva”, dice Sontag antes de escribir sobre el sida. En definitiva, las enfermedades también son cifras de los miedos, los prejuicios y la ideología. Es que sí, como dice Martín Rodríguez acá, “el Covid nació ideologizado. El dengue como la enfermedad «popular» y el Covid como una enfermedad «de élite»”. Por eso, sigue Margarita Martínez, “el Covid, como otras patologías en su momento, reactivó muy velozmente el lazo entre el padecimiento de la enfermedad y el carácter moral de quien la sufre. Acá la falta moral es la irresponsabilidad, desde ya, y eso porque la «responsabilidad» es el mandato de la época” (el punitivismo que se activó en la pandemia llegó a su paroxismo cuando personas autopercibidas progresistas pedían que renunciaran a los respiradores aquellos que se oponían a la cuarentena). Efectivamente, como sostiene Alejandro Galliano en este texto, “este año y medio nos educó en la disciplina: aislarnos, testearnos, denunciar al vecino, repudiar al que se queja, aplaudir al policía, venerar al científico. Es un autoritarismo capilar, cotidiano, casi dulce, que no depende de las payasadas del bolsonarismo ni se agota en el llanto provinciano por la «infectadura»”. Es mucho más sutil.
Cuando Sontag se ocupa de leer toda esa catarata de sentidos que arrasan con la posibilidad de pensar, lo hace menos para hablar de sí misma y de la enfermedad que para evidenciar “las fantasías punitivas o sentimentales que se maquinan sobre ese estado: no a una geografía real, sino a los estereotipos del carácter nacional”.
Quizás la vigilancia, el punitivismo, el castigo, el moralismo y la persecución en algunos estén al servicio de buscar garantías una y otra vez, de encontrar que aquello que no sabemos, aquello que insiste en su incertidumbre, encuentre por fin una causa y que esa causa sea identificable. Quizás se trate de la apasionada búsqueda por encontrarla. Es una de las cuestiones sobre las que se detiene Anne Boyer en Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista -Editorial Sexto piso-: “estamos huérfanos de causa, condenados, en nuestro desamparo, a hacer conjeturas del efecto, y en nuestras conjeturas, quedamos huérfanos de verdad, condenados únicamente al error, con licencia para una metafísica que en realidad nunca quisimos para empezar”. Las conjeturas acerca de las causas nos alejan de la verdad. Ese es el asunto.
Está claro que ir a una fiesta clandestina aumenta las posibilidades de que nos contagiemos, del mismo modo que fumar aumenta las posibilidades de tener cáncer. Pero me estoy refiriendo a otra cosa. No estamos en el mismo lugar que en marzo del 2020. Si vamos hacia un mundo de cierres y aperturas, como refieren algunos, el asunto es cómo empezar a hacer una vida posible sabiendo que, a veces, aunque nos cuidemos, estar vivos implica un riesgo ineluctable. Es el riesgo que suscita la inexistencia de garantías.
Cómo empezar a hacer una vida posible sabiendo que, a veces, aunque nos cuidemos, estar vivos implica un riesgo ineluctable. Es el riesgo que suscita la inexistencia de garantías.
El sentido común suele decir que el inconsciente nos traiciona. Yo creo que no hay nada más leal que el inconsciente. En el inicio de la pandemia, cuando se suponía que había que rociar todas las superficies con alcohol porque el virus estaba por todos lados, volví de comprar algo y lo comí directamente, sin rociar y sin lavarme las manos. Hace unas semanas, tomé del mismo vaso de alguien con quien no convivo. Fueron dos actos fallidos -o, como diría Lacan, actos logrados- que me asustaron mucho, pero a la vez los leo como micro resistencias del cuerpo, como pequeñas irrupciones de sorpresa ante el letargo de la pretendida seguridad, casi maquinal, que nos conmina a vigilar que no nos equivoquemos nunca.
Anne Boyer lo dice así: “ninguna ruta de supervivencia es nunca un camino claramente marcado”.
AK