opinión

Vivir en primera persona

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Hablar es un acto de amor. Solo hablamos por amor, lo demuestra que con el tiempo nos importa más que el otro nos escuche que lo que tenemos que decirle.

La palabra no es un intercambio de información. Lo muestran los niños que se irritan con los adultos que no les prestan atención (cuando les decimos “Dale, jugá solo un rato”) y los pacientes que después de un tiempo de análisis nos dicen “Ya no sé qué decir” o “No sé de qué hablar hoy”.

Muchos creen que esta última situación indica una pérdida de interés en el tratamiento, pero es todo lo contrario: ahí empieza el amor que Freud llamó “transferencia” y hablarle al analista se vuelve más importante que cualquier relato de un síntoma. Ahora el síntoma es la relación con el analista.

Y algunos no se bancan ese amor y necesitan interrumpir, porque amar les cuesta mucho, ¿quién podría juzgarlos? Por algo vinieron a vernos. Otros pueden soportar mejor esa mezcla de amor con sentimiento de dependencia que implica el análisis y, algún día, dejarán de ser dependientes.

Otros se vengan de ese amor y, por ejemplo, ya no quieren hablar de nada, para no darle el gusto al analista (¡Ni un sueño para vos! ¡No te merecés mi inconsciente!); otros se enojan (como cuando le tiraban del pelo a la chica que les gustaba) y así cada quien va encontrando su modo particular de analizarse, porque el análisis es, sobre todo, análisis del modo en que amamos, es decir, de nuestra forma de hablar.

Ahora bien, otra particularidad del análisis es que no estamos acostumbrados a vivir nuestros procesos anímicos en primera persona. No me refiero a que el Yo no esté asegurado en el psiquismo, sino a que -aunque lo esté- es posible que desvíe su capacidad de elaboración y se vuelva impersonal.

Otra particularidad del análisis es que no estamos acostumbrados a vivir nuestros procesos anímicos en primera persona.

Así, por ejemplo, alguien piensa en escribir una historia a partir de episodios autobiográficos, pero rápidamente se inhibe porque teme qué pensarán otros cuando la lean. Sin embargo, ¿por qué tendrían que leerla? La publicación ¿no es algo que habría que pensar en un segundo momento? ¿No puede escribirla solamente para aliviarse? 

Esto mismo aplica a los trabajos psíquicos -que también a su modo son procesos de escritura-. Por ejemplo, alguien tiene un sueño y se despierta con angustia, pero no por el efecto reflexivo que tiene en su vida cotidiana, sino porque desde una tercera persona vive ese proceso a partir del impacto en un vínculo. Esto es algo parecido a lo que les pasa a las personas que necesitan comunicar sus estados afectivos en las redes, cuando es para contar con una mirada exterior que concluya sobre sus vivencias. 

Vivir en primera persona remite a la capacidad de integración del Yo. El recurso habitual a la tercera persona es un modo habitual de disociación, a veces imperceptible y que se confunde con la normalidad. Sin embargo, son cada vez más las personas que cuentan su vida como si fuera la de otra persona.

Son cada vez más las personas que cuentan su vida como si fuera la de otra persona.

Aquí, entonces, es que necesitamos volver a la cuestión de cómo el análisis integra esa tercera persona a través de la transferencia. Que el psicoanálisis sea una práctica de lo real -es decir, que no se reduzca al relato que se le cuenta al analista- quiere decir que en cierto momento del tratamiento surgirá una imposibilidad en la relación.

En ese momento, el paciente tendrá que tomar una decisión. Ya no habrá algo más que el analista pueda decir y lo dicho por el paciente ya no tendrá más rodeos ante un acto que se impone. Cada estructura y tipo clínico tiene su forma de producir la imposibilidad.

En la neurosis histérica suele ser en relación a la autorización sexual, por eso el amor de transferencia es la palestra en que se define el tratamiento. Porque si se sortea este escollo, el análisis llegará a su fin con la huella de la imposibilidad.

En la obsesión suele estar en relación a la palabra del otro, por eso es más común que tiendan a impotentizar al analista y querer dar por inválido el tratamiento. Si se avanza, entonces el análisis no será más que un análisis y habrá llegado a su conclusión -imperfecta, como toda conclusión-

Ahora bien, esa imperfección o imposibilidad –modos en que lo real se presenta como falla– pueden sortearse y eso es bastante corriente hoy. Llegados a este punto, muchos –sobre todo si son practicantes de psicoanálisis– dejan de analizarse. Se quedan con los efectos didácticos de la experiencia y desprecian los analíticos.

Otros, reinician el análisis con otro analista para llegar hasta el mismo punto. Y reiniciar nuevamente. No es raro en las re-consultas, después de un tiempo, corroborar que el análisis anterior se interrumpió en el momento culminante y no porque no pasara nada.

En cualquier caso, a pesar de que hablemos y se escriba mucho sobre lo real, lo cierto es que hay un rechazo muy grande a que lo imposible se constituya como núcleo en cualquier vínculo. Incluso nos cuesta muchísimo leer desde lo imposible sin pensar que se podría o tendría que haber hecho otra cosa.

El psicoanálisis no es una práctica en la que se trata de hablar de uno mismo, sino que más bien la encrucijada está en ser capaces de asumir una voz personal que elabore procesos psíquicos en primera persona. Para esto es necesario que el vínculo adquiera una condición amorosa, que no confunde el amor con un sentimiento, sino que lo circunscribe a partir de lo imposible en el vínculo; esto es lo real y, por lo tanto, lo que conduce a una transformación efectiva a través de las palabras.

LL