Pietro Parolin, el secretario de Estado Vaticano, el purpurado que el Papa Francisco sentó en el más político de los ministerios de la Iglesia, se sumó sobre el final a la charla que el 31 de enero tuvieron, a solas, Francisco y Alberto Fernández. Con formalismos milenarios, Parolin le preguntó al Presidente sobre la despenalización del aborto, el tema que durante la reunión habían eludido los dos argentinos.
Fernández se escabulló: teorízó sobre derecho canónico, se aventuró en los escritos de San Agustín y Santo Tomás, y contó que había explorado estos temas para un seminario sobre el abordaje jurídico del aborto que dictaba en la UBA. Relató, también, que discontinuó las clases porque Néstor Kirchner, siendo presidente, se lo pidió para no alterar las efervescentes relaciones entre la Casa Rosada y el Episcopado, al mando de Jorge Bergoglio.
El nervio indómito de la política es el tiempo: el cuándo. Fernández se apuró con Vicentin y se durmió con la reforma judicial. Con el IVE se aventuró a pesar del reproche de inoportunidad atribuido a, entre otros, su vice.
Fue un chispazo por el plan de Salud Reproductiva que, promovido por Ginés González García (GGG), inició la distribución gratuita de anticonceptivos. GGG visitó a Bergoglio para decirle que el objetivo era prevenir enfermedades de trasmisión sexual y, con sobreentendidos, admitir que podía tener algo que ver con evitar embarazos adolescentes. El aborto no estuvo en la conversación. "Vaya con Dios, ministro: usted va a ir al cielo", contó Ginés que le dijo Bergoglio.
A quince años de aquellos espasmos y once meses después de la charla vaticana, en la madrugada del 30 de diciembre, el círculo se cerró. La IVE es ley y asoma el interrogante sobre cómo será en adelante el vínculo entre la Casa Rosada, Francisco y su Iglesia. Además se activó una matemática política siempre imprecisa sobre costos y beneficios, daños y virtudes, épicas y derrotas.
Fernández corona el peor año de nuestras vidas con una ley que se celebra y se lamenta, de manera casi aleatoria, en todas las grietas. Si el karma de su presidencia fue la pandemia, el hito del primer balance anual debió ser la renegociación de la deuda que aportó un respiro a una economía asfixiada y le permitió gambetear el precipicio del default, pero no se convocó nadie al Obelisco -simbólico, más allá de que no se podía ir- y su efecto virtuoso fue fugaz. Casi que fueron más celebrados el leonino abrazo con el FMI y los guiños seductores entre Mauricio Macri y Christine Lagarde.
Fernández militó más la renegociación de la deuda que la IVE. Le pidió a Francisco un abrepuertas y la costura de Martín Guzmán soldó, por un rato, los 360° de la política. Pero no hubo pañuelo -¿qué color seria?- de la renegociación, quizá porque no es el primero ni será el último presidente que tenga que sentarse a pedirle prórrogas a los acreedores.
En noviembre, en esa larga pausa sin diálogo con Cristina, Fernández apuró el proyecto verde sin la certeza de que estaban los votos, sabedor de los riesgos y abrumado por su tendencia a procrastinar. El nervio indómito de la política es el tiempo: el cuándo. Fernández se apuró con Vicentin y se durmió con la reforma judicial. Con la IVE se aventuró a pesar del reproche de inoportunidad atribuido a, entre otros, su vice. Ese factor fue, además del fervor constitucionalista, el argumento de trinchera más transitado por los opositores a la IVE.
Esta vez acertó. Y, al final del día, de la madrugada del 30, luego de un raid de llamados, fotos, promesas y pedidos personales, la herida en los peronismos parece menos honda que lo que prometía ser y el celestismo extremo, por los bordes de la pasión religiosa, no encontró cruzados en la primera línea de la política.
Con la sanción, Fernández parece conseguir un ticket al Olimpo criollo de los presidentes que dejaron una huella en el subibaja de los derechos. Pero esas huellas nunca son plenas, ni irrevocables, ni salvan de otros males. Raúl Alfonsín innovó con el divorcio vincular pero, en la foto de la historia, lo persigue el estigma de su economía última o lo salva la difícil pero venturosa travesía democrática.
Carlos Menem, forzado por el crimen del soldado Carrasco, desactivó el Servicio Militar, pero ese hecho -del que muchos fuimos beneficiarios- difícilmente figure en los highlights de su dos mandatos ni compense las llagas sociales de los '90.
El matrimonio igualitario -en 2010 se le decía “matrimonio gay”, joyas de la semántica- en la era Cristina, con el voto de un Néstor Kirchner diputado que iba poco al Congreso, fue un escalón en la secuencia de derechos para las minorías. Nada es lineal: fue, también, combustible para la resurrección del kirchnerismo que venía de perder la 125 con el campo y las elecciones del 2009. ¿En qué lugar de un ranking imaginario de la década K se ubica aquella ley? Pasaron, en ese tiempo, la reforma de la Corte, la renegociación de la deuda, el pago al FMI, el cepo, la AUH, la explosión del consumo, las denuncias de corrupción, los juicios de lesa humanidad.
Fernández tiene, en la cuenta corta de un año endemoniado, un balance todavía incierto sobre la pandemia: ni tan bueno como dijo al principio, ni tan malo como le enrostraron hace un mes, con respecto al mundo, comparación odiosa pero necesaria. Fue rápida y virtuosa la reacción del Estado para amortiguar los coletazos de la crisis en lo laboral y social -el IFE se anunció 96 horas después de la cuarentena, el ATP arrancó diez días más tarde, aportes poco reconocidos a Matías Kulfas-, y logró, luego, renegociar la deuda.
La aprobación de la IVE, para Fernández, para su gobierno, ejercita el músculo de la voluntad o de las voluntades, enseña sobre lo posible, y puede ser un antídoto contra la parálisis. Además de los méritos de la ley -que se repasan en profundidad en otros textos de elDiarioAR-, de los derechos ganados, de la protección de las niñas, de la decisión de visibilizar y asumir, el proyecto de despenalización del aborto que se sancionó la madrugada del 30 de diciembre no le da a Fernández una victoria, le da algo más poderoso: una oportunidad.
PI