“Cuando atendí el teléfono y mi mamá me contó que mi papá estaba preso, no entendí nada. Fue sobre fines de agosto de 2005”.
Analía Kalinec llevaba en ese momento tres años registrando su historia en una especie de diario íntimo. Lo hacía pensando en que algún día lo leerían sus dos hijos, que todavía no habían nacido y ahora son adolescentes. Les contaba, entre otras cosas, cómo y dónde se había conocido con su compañero, sus estudios de magisterio, primero, y los de psicología, después. Aquel agosto de 2005 tuvo para ella el efecto de un sismo. El momento preciso en el que algo se detiene, cambia de forma, se altera de un modo rotundo. Un espejo que se rompe, una cortina que, por fin, el viento abre.
Eduardo Emilio Kalinec, subcomisario retirado de la Policía Federal, ese que cuando volvía a casa y ella lo buscaba gateando, la subía a upa desde el piso y le hacía cosquillas que todavía se sienten, está preso, le dice su madre. Lo acusan de “privación ilegítima de la libertad y tormentos en perjuicio de decenas de desaparecidos”, crímenes cometidos en los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo, que durante la última dictadura militar funcionaron al mando de Carlos Guillermo Suárez Mason, jefe del Primer Cuerpo del Ejército.
Kalinec, conocido por sus víctimas como “Doctor K”, fue llevado primero al penal bonaerense de Marcos Paz. Allí, en la primera visita, les dijo a sus cuatro hijas que “todo estaba muy mal, que lo habían detenido por razones políticas y que él no tenía nada de qué arrepentirse”. “Al principio me comí el buzón de que él luchó por la patria. Lloraba por lo injusto de la situación. Sin darme cuenta, me fui dando cuenta”. Así describió ese día Analía Kalinec en su libro autobiográfico Llevaré su nombre. La hija desobediente de un genocida, publicado hace pocas semanas por Marea Editorial. “Todo lo iba redactando en la medida que iba sucediendo”, contó en una entrevista con elDiarioAR.
¿En qué momento tomó la decisión de transformar aquellos registros personales en un libro?
Escribí el libro casi sin dame cuenta. Lo empecé hace 20 años como una suerte de diario intimo que empecé a redactar pensando en el día que tuviera hijos. Comencé con un registro narrativo sobre el día que mi compañero y yo nos conocimos, cuando quedé embarazada, el nacimiento de mi primer hijo... Después, en 2005, mi papá es detenido acusado de delitos de lesa humanidad y eso también queda registrado. Yo le escribo a mi hijo, que en ese momento tenía un año y medio: ‘Te tengo que contar algo muy triste que pasó en la familia: el abuelito está preso. No entiendo muy bien por qué’. Y todo lo iba narrando en forma manuscrita, incluso. Ya pasaron 20 años de esos primeros escritos sobre lo que iba pasando y sintiendo, así que decidí compilarlos en un libro que también incluye un recorrido de lo que fue mi infancia. Parte de esa historia pude reconstruirla por medio de recuerdos personales, cartas que tenía guardadas en una caja y que incorporé al libro a modo de documento para que el relato fuera lo más fidedigno posible.
Al principio me comí el buzón de que él luchó por la patria. Lloraba por lo injusto de la situación. Sin darme cuenta, me fui dando cuenta.
“Esa noche no pude dormir. No podía evitar imaginar a mi viejo en su rol de torturador. Su imagen se me imponía”, rememora Kalinec sobre el día en que la Justicia decidió elevar a juicio oral la acusación contra su padre y otros 13 represores en julio de 2008.
En esos casi tres años que pasaron entre la detención y la confirmación del juicio, Analía fue una suerte de fiscal de su propia vida: buscó y revisó los legajos policiales de su padre, se contactó con posibles víctimas de las torturas aplicadas en los centros clandestinos y hasta investigó a otros familiares con pasado en la Policía Federal durante la dictadura. Todo eso le valió discutir y distanciarse de su madre y sus hermanas. “Hice todo ese recorrido para asumir la condición de criminal de lesa humanidad de mi padre”, asegura.
¿Cómo impactó en usted ese repaso profundo de su vida para escribir el libro?
Era algo que venía pensando hace tiempo. La cuarentena por la pandemia del coronavirus y estar más tiempo en casa, todo ese encierro obligado que hubo, me dio más espacio para dedicarme a esto que estaba en mi cabeza y faltaba ordenarlo.
¿El libro también funciona como una suerte de legado?
Entiendo que sí. El libro lo refleja porque todo el tiempo mi historia personal se va entrecruzando con los acontecimientos que van pasando en el país. Nunca me hubiese enterado de la condición de genocida de mi padre si no se hubiesen reanudado los juicios y derogado la leyes de Obediencia Debida y Punto Final. O conocer la lucha de los organismos de derechos humanos y la materialización de todo aquello en políticas públicas durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Todo ese proceso que como sociedad hicimos incide en mi caso de forma muy alevosa y no puedo no reconocerlo. En el libro también introduje fragmentos de discursos políticos como el de Néstor Kirchner cuando, por ejemplo, declaró a la ex ESMA como sitio de la memoria y lo recuperó como espacio de reflexión. Cuando pidió perdón en nombre del Estado por la vergüenza de haber callado tantos años. Frente a eso yo estaba totalmente ajena -recién había tenido a mi primer hijo-, pero iba a tener tanta incidencia en mi historia personal... Otra sería mi vida sin esas decisiones políticas porque ni siquiera tenía dudas de mi padre. No tenía ningún elemento para relacionarlo con la represión. Yo nací en 1979 y crecí en años de impunidad. En mi casa no tenía noticias acerca de que había habido una dictadura y que mi papá había participado de ella. Todos esos procesos y recorridos que como sociedad hicimos tuvieron una incidencia fuerte en mí.
Fue un largo trabajo que como sociedad hicimos y que hizo que hoy los propios familiares de los genocidas podamos entender, cuestionar y hacer preguntas cuando antes no teníamos ninguna posibilidad de hacerlo porque ignorábamos o teníamos totalmente tergiversado lo que había pasado.
Los sobrevivientes del Atlético, Banco y Olimpo relataron en el juicio oral que el “Doctor K” era “bastante temido” dentro de los centros clandestinos. Delia Barrera y Ferrando lo describió como “joven, de bigotes y pelo negros, no muy alto y morrudo”. Ana María Careaga dijo que siempre que la encontraba en la antesala del baño, Kalinec le gritaba y le pegaba patadas. Que una vez le reprochó que no hubiera dicho a sus torturadores que estaba embarazada. “¿Querés que te abra de piernas y te haga abortar?”, bramó.
Kalinec fue condenado en diciembre de 2010 a prisión perpetua, la misma sentencia que recibieron de parte del Tribunal Oral Federal Nº 2 porteño, entre otros, los represores Julio Héctor “Turco” Simón, Samuel Miara - el apropiador de los mellizos Reggiardo Tolosa- y Roberto Antonio Rosa.
Siete años después de aquel fallo judicial, Analía se transformó en una de las fundadoras de “Historias Desobedientes”, un colectivo que reúne a las “hijas, los hijos y los familiares de los genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”. Una de las primeras acciones encaradas como organización fue la presentación de un proyecto de ley en el Congreso para modificar el Código Penal y se les permitiera declarar contra sus padres.
En 2020, se opuso a un pedido de hecho por su padre para ser beneficiado con salidas transitorias del penal donde cumple la condena de prisión. Frente a los jueces de la Cámara de Casación Penal, aseguró en una audiencia: “Si mi padre hoy tuviese una picana no dudaría en llevarme a un centro clandestino y suministrarme corriente eléctrica”. Las salidas, finalmente, no fueron concedidas.
Para ese entonces el “Doctor K” le había iniciado un juicio para declararla indigna y excluirla de la herencia de su madre, Angela Fava, que murió en septiembre de 2015. “Mi mamá no estaría de acuerdo con esto, es también una reivindicación para ella, que fue sometida toda su vida, le discuto a él el poder de hacer esto en su nombre”, explicó en la demanda, que continúa sin resolución. Frente a su padre, Analía puso una condición: aceptará ser considerada “indigna” si antes él admite los crímenes probados por la Justicia y aporta datos sobre el destino de sus víctimas. Todavía no lo hizo.
¿Sintió alivio al escribir esta autobiografía?
Sí. Este libro se lo dedico a mis hijos. Pienso todo el tiempo en mis hijos y en los hijos de mis hermanas, con las que no tengo contacto hace años, y sobrinos a los cuales no conozco. Pienso que algún día van a crecer, van a ser adultos y pueden llegar a preguntarse sobre esta parte de la historia familiar. Quiero que tengan ese testimonio y ese relato ahí, que también conozcan mi versión y los costos emocionales que tuve que pasar y que pagar y las decisiones que tomé y por qué. Más allá de lo que les cuenten, pueden leerme y conocer lo que yo pienso. Y también a nivel social creo en el valor del testimonio. Esto lo vemos en Historias Desobedientes, que nuestros testimonio y presencia está animando a que otros y otras puedan hacer cuestionamientos y preguntas. Siempre es algo positivo, aunque sea doloroso conocer la verdad. Si pensamos solamente en quiénes fueron condenados por delitos de lesa humanidad, que son más de 1.000, y que todos, seguramente, hayan tenido hijos, nietos, sin contar a quienes han muerto impunes o permanecen impunes, es mucha la gente afectada del lado de los perpetradores que guarda un secreto, que no ignora, que está subsumida en esas lógicas de obediencia y lealtades familiares que también generan daño. No es algo del pasado, sino que siguen generando daño en tanto personas como mi papá siguen guardando silencio acerca de lo que cometieron, del destino de los desaparecidos o el de los nietos nacidos en cautiverio.
GT/CB