Más allá de su estación ideológica actual, el cine de Campanella cumplió los mandatos de una melancolía de izquierda: comentar el devenir de la clase media y media baja empobrecida o estafada por políticas neoliberales. En “El hijo de la novia” (estrenada en agosto de 2001) o “Luna de Avellaneda” (estrenada en mayo de 2004) expone esta trama de historias donde “los viejos”, los clubes de barrios, las Pymes familiares, los amigos de toda la vida, la luna sobre el empedrado del barrio fabril, son esquirlas de una antigua Argentina frente al torrencial paso de la modernidad excluyente. Una Argentina que no termina de morir. Su cine recoge, uno a uno, esos pedazos. De hecho, “Luna de Avellaneda” se abraza con el espíritu de los primeros años kirchneristas. “Metegol”, la película animada posterior al Oscar, estrenada en 2013, retoma ese costumbrismo desde esa misma aldea melancólica, pero ya global.
En espejo, en esos primeros dos mil se produce el ascenso del cine de Juan Taratuto, que tal vez otra forma del cine costumbrista: el costumbrismo sin crisis. “No sos vos, soy yo”, de 2004, eco de una de las grandes líneas de George Costanza, es una comedia “madura” -hija de las sitcom- donde las parejas pueden mostrarnos su musculatura (los bíceps marcados por las sucesivas crisis y precarizaciones), pero el “telón de fondo” ya no se sobreimprime. Tasas chinas, moneda devaluada, contame tu problema porque el del país ya lo contamos. El fin de los hablados de la crisis. “Un novio para mi mujer” y “¡Me casé con un boludo!” completan el perfil. Ese costumbrismo sin crisis del cine industrial, paralelo al kirchnerismo, daba por cedido el vozarrón progresista que nos relata al Estado. Así, Taratuto escribe historias mínimas y globales. De la vieja ciudad de la crisis a la nueva ciudad del mundo.
La pareja del Galicia
La actriz Paola Barrientos un día abandonó un éxito. El que la hizo famosa. Y lo hizo con argumentos políticos (contra los créditos UVA del gobierno de Macri) en el 2018. Vivía incómoda con su papel y dejó la saga publicitaria de “La pareja del Galicia” que hacía junto a Gonzalo Suárez, tras años de ser dirigidos por Juan Taratuto, para la agencia Mercado McCann. Entre 2009 y 2018 esa pareja armó un hilo narrativo paralelo a los años rojos de la política. La pareja juntaba puntos, auspiciaba promociones, soñaba viajes o electrodomésticos; era también un cuento de época. El otro cuento.
La salida de la actriz en 2018 y el lento fin de esa publicidad (hubo un reemplazo sin éxito) coinciden con el agónico final del modo en que la Argentina resolvió la crisis: la vuelta al consumo pero sin las condiciones del 1 a 1 de los noventa. Un consumo más de vuelo corto (con descensos que iban de la casa al viaje o del auto al celular). Llegaron los largos años de kirchnerismo, de Garbarino y 12 cuotas, y alguien tenía que contar esa parte más “feliz”, la trama del consumista. La felicidad se hacía con derechos humanos y con promociones bancarias. En la publicidad se ensayaba una forma de vida sin batallas culturales. Capitalismo para todos. Eso también podía ser la democracia. Pero la pelea con la inflación, el cepo, las tasas altas, el fin del crédito también fueron calentando el guiso de esta crisis creciente, el nervio de nuestra neurosis dolarizada que convive entre los deseos de una pareja (con sus tretas de clase media) y una bicicleta bancaria que se va oxidando. De modo que hay un tiempo que se explicaba en la pareja del Galicia. Ese tiempo no existe más.
Si un mandato de la poscrisis de 2001 fue el de “no estallar”, en la sociedad se impuso cada vez más el mandato de no ahorrar. Entre inflación, cepo al dólar, economía informal, plata que quema en las manos, capitalismo corto, Paola Barrientos fundió en ideología la fuga hacia delante de esa neurosis. Consumir, y qué locura: las tarjetas con puntos, las cuotas, los vencimientos, el aviso radial que dice las condiciones en fast forward, las micro estafas, los laberintos para darte de baja en lo que no sabés ni cuándo te diste de alta ¿Qué les promete la Argentina a los jóvenes de esa clase media en extinción?
Hagamos una prueba. Imaginemos la situación sencilla: una pareja se casa, los dos son profesionales, jóvenes, empleados, tienen cuentas en un banco, y quieren pedir un crédito para comprarse un departamento. Representan un prototipo que aún nos organiza a muchos, incluso contra el espíritu compartido de la lenta cancelación del futuro: historias mínimas de progreso que se cuelan en el colador excluyente con el que aprendimos a vivir. Historias de movilidad individual ascendente.
Miremos en detalle. El gerente de la sucursal de un banco privado del centro porteño llega en auto desde su casa en Villa Urquiza. Su rutina en el banco comienza con la lectura de tres diarios en papel mientras se toma un par de cafés, la vieja Rock and Pop (la 2x4 de los cuarentones), y el whatsapp web por si las moscas. Hay silencio alrededor. Entre el vaciamiento del centro, el acelere del home office, las aplicaciones que le convierten el celular en oficina a medio mundo, por momentos mira con melancolía la desolación del banco: ya casi nadie entra, pero el banco existe. Le tiro mi hipótesis de crédito por guasap:
-Entra una pareja de clase media a un banco…
-Es un chiste de gallegos- me responde.
No hay trámites en el banco, no hay ascenso social.
El gerente de la sucursal amplía: “La clase media tiene siempre la mejor cintura para acomodarse a las economías y vaivenes del país. Pero una pareja joven de clase media que quiere casarse tiene que pensar en ir a alquilar porque no hay créditos hipotecarios. Estamos hablando de un crédito hipotecario para comprar un departamento de 120 mil dólares. No estamos hablando de algo grande. Pero no hay.”
-¿Y a qué entran entonces al banco?-le pregunto
-A tener un crédito personal para cambiar el auto, para no desactualizar el valor del vehículo. Aunque eso también es para hacer cuentas: si te vas de un modelo 2005 a un modelo 2014 te aumenta el valor del seguro, te aumenta el valor de la patente, tenés que pensar si lo podés seguir dejando en la calle porque ya el auto tiene otro valor. Entonces son muchos cálculos para hacer.
-¿Y a qué más?
-A unas vacaciones... Hablamos de ir a Brasil en auto. O un avión económico con cuatro escalas a Florianópolis, que el avión haga Ezeiza-Santiago-La Paz-Florianópolis. Y después tener un límite importante en la tarjeta de crédito, y no mucho más. Está todo informatizado. Antes la gente podía venir al banco a pedir el resumen de la tarjeta y hoy lo sacan cagando los oficiales porque eso lo tenés online en la web del banco, tenés los últimos 24 meses de tarjeta de crédito. Entonces educás al cliente y después no viene más. Pero eso tengo hoy en día. Hace ocho años podías sacar la tarjeta black, y todo ese rollo de la dorada, la platinum, hasta la negra, había una aspiración a tener eso. Hoy ya no porque si el banco tiene un sistema de suma millaje, de que con los consumos sumás puntos, es carísimo poder acceder a un pasaje gratis. Tenés que consumir mucho, mucho. Por lo tanto eso no lo tenés más. Si sos de clase media podés aspirar a ir a un restorán, a comer a un buen lugar y que no te rompan el culo. A lo sumo planear unas vacaciones. Y se terminó ahí.
La construcción
En esos primeros años dorados tras la crisis, de antes de que la pareja del Galicia exista, cuelo esta historia real. Vivía en un segundo piso de un edificio en Patricios y había cuatro departamentos más. En el que estaba inmediatamente al lado vivía una señora mayor, de más de 90 años, y desde que me había mudado traía problemas. Una madrugada llegué y sentí un olor a gas que venía de ese departamento. Le toqué el timbre toda la madrugada hasta que me abrió y me dejó entrar. Tuve que cerrarle una hornalla que quedó abierta toda la noche. Hablé con el hijo. Me dijo: “Quedate tranquilo que va a ir la prima a vivir con ella”. Fue una típica solución argentina: a donde había un problema creó dos. La prima era anciana. Casi sordas, pasaban el día juntas.
En otro departamento vivía una pareja. Él estaba sin laburo. Ella tenía, se iba a la mañana y volvía a la tarde. Él estaba todo el día en el departamento. Nos comunicábamos ventana con ventana porque los departamentos daban al pulmón. Era buen vecino: mateábamos a la mañana de ventana a ventana comentando el fútbol. Ella finalmente lo dejó justo cuando él consiguió trabajo en un kiosco que abrieron exactamente abajo del edificio. Pero el edificio estaba en una esquina: el kiosco quedaba sobre Dean Funes, la puerta del edificio sobre Rondeau. Ella se puso a salir con un flaco que apodamos “Musculito”. Trabado, ceño fruncido y moto. Un día vi la secuencia completa volviendo de las compras: a ella la buscaba el novio en moto, y el otro (su ex) estaba sentado en la puerta del kiosco, aspecto abatido, con un ventilador que sólo expandía el calor del motor de las heladeras. Yo solo vi las dos cosas al mismo tiempo. De un lado la chica subiéndose a la moto. Del otro lado el kiosquero solo.
En el cuarto departamento del segundo piso donde vivía, vacío desde hacía años, empezó otra historia. Un buen día lo compraron. ¿Quiénes? Una pareja joven de recién casados. Habían sacado un crédito, según contaron ellos. Lo empezaron a arreglar, le hicieron obras, era común ver baldes, bolsas de cemento o maderas en el pasillo. Y ver a los muchachos de la obra cuando a la mañana los esperaban desde las 8 sentados en la vereda, venidos en colectivo al alba desde el culo del mundo. Callados, contra la pared, con ropa para enchastrar. Dos muchachos ayudantes y el encargado de la obra, más viejo. El departamento había estado mucho tiempo en desuso y tenían que levantarlo. La pareja llegaba a la mañana. Ella se quedaba, después llegaba la madre. Eran los buenos nuevos vecinos de sonrisa contagiosa. Todos les sonreíamos. La felicidad de una pareja en los años de tasas chinas que sacaron su crédito en el banco. Los últimos mohicanos.
Pero una tarde que volvía de trabajar, me bajé en avenida Caseros y los vi caminando, delante, de la mano. Yo venía detrás de ellos y demoré para comprar en el Chino. La pareja se adelantó, subieron al departamento. Se acercaban las fiestas, supongo que invertían todo el tiempo posible para acelerar la obra. Cuando llegué al edificio vi la puerta abierta, la chica lloraba en la escalera, los había visto antes lo más bien. Se agarraba la cara. Se escuchaban más gritos. Me quedé afuera. Un asalto, pensé. Tenía las bolsas en la mano y miraba esperando saber lo que pasó antes de entrar. Ella me vio y trataba de explicar, pero lloraba. Él bajó, pálido, descolocado, teléfono en mano. De a poco se ordenó la situación. Entre lo que ella explicaba y lo que escuchaba a él hablando con la policía se entendió todo. Un albañil muerto. Era uno de los muchachos jóvenes que veía casi todos los días. Cuando la cosa se calmó un poco, subí a mi departamento para dejar las bolsas y pasé por la puerta del de ellos que estaba a mitad del pasillo: en medio del living, flotando, las zapatillas del muchacho, un joven peón que llevaba el que dirigía la obra; luego supe: un sobrino que trajo de Mendoza a trabajar y, como había mucho trabajo y arrancaban temprano, algunas noches se quedaba a dormir en el departamento. Tiraba un colchón en el living. El muchacho se había ahorcado. Se subió a una mesa, ató una soga y se ahorcó. La imagen de las zapatillas que colgaban, esas llantas típicas, el bamboleo del cuerpo. Luego llegó la policía, llegó la mamá de la chica, llegó el tío que dirigía la obra, llegaron los camilleros del SAME. Todo era abrazos y desconcierto. El llanto de la pareja lloraba la muerte de un desconocido en una escena de terror: el muchacho colgado, un cráter oscuro en la luz de ese crédito, el sueño lleno de latas de pintura, venecitas en la cocina, plantas faitfull. Los vecinos salían, las ancianas se asomaban. Por supuesto la pareja abandonó el departamento y volvió el silencio al 2 E.
Se llevaron el cuerpo esa noche, y una madre a cientos de kilómetros gritó y lloró a mares. Una cruz de palo con el nombre. El muchacho se murió en mitad del sueño de los otros. Pasados largos meses, de a poco, despacito, ladrillo a ladrillo, la pareja volvió al departamento a terminar la obra. Se quedaron a vivir ahí pero ya no reían tanto. Venís como un campeón en el camino y te encontrás al hurón. Pisamos un cementerio. Sin lugar para las débiles metáforas: mañana será 20 de diciembre, los bancos abrirán en paz, edificios casi desolados, esas “plazas” donde cantaban Chorros, chorros, chorros, / devuelvan los ahorros. El orden logrado: bancos vacíos de gente, ganancias intactas. El crédito prácticamente no existe más, la pareja duerme en un cementerio, espectros de la clase media. La llanura del gran chiste de gallegos.
MR