Cuenta regresiva para los Fernández

23 de enero de 2021 22:39 h

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No hay punto intermedio. Alberto Fernández no define una estrategia para salir adelante, sus ministros están a años luz de exhibir el volumen político que hace falta para gobernar la crisis, Cristina Fernández de Kirchner vuelve a cometer los mismos errores, el gobierno del Frente de Todos delata la improvisación a cada paso y las diferencias internas provocan un ida y vuelta interminable que no hace más que agrandar la confusión general. En el arranque de 2021, la caracterización que se extiende entre la oposición de mercado, el gran empresariado y el peronismo no cristinista penetra también en las filas del ancho oficialismo, donde la heterogeneidad de la alianza y la falta de un liderazgo unificado permite a ministros y funcionarios hablar de su propio gobierno con una distancia llamativa. Esa narrativa preponderante que se transmite en continuado contrasta por completo con la larga lista de atenuantes que ponen en primer lugar los oficialistas más abnegados, que señalan el vaso medio lleno y rescatan el esfuerzo sostenido del gobierno para hacer frente al doble condicionamiento de la herencia explosiva de Mauricio Macri y la pandemia sin fecha de vencimiento. A partir de tomar algunos elementos ciertos y de ignorar otros, unos y otros avanzan aferrados a sus certezas hacia un nuevo test electoral, la estación inapelable que pondrá en primer plano el balance de una sociedad tan extenuada como cambiante en sus criterios. El alcance del rebote en la economía y la temperatura social a la hora de ir a votar volverán a demostrar quién está equivocado y la definición será, una vez más, de los que viven indiferentes a la polarización.

A la oposición de dos cabezas, le rinde seguir erosionando a un pancristinismo que muestra sus debilidades a cielo abierto en un contexto de restricciones múltiples y visiones no siempre complementarias. Al gobierno dominado por la urgencia, en cambio, le queda todo por hacer y sin garantía de éxito. En lo económico, encomendarse a la soja y esforzarse en impedir que la inestabilidad y la falta de dólares vuelvan a imponerse como sucedió en septiembre y octubre del año pasado, después de un año de rifar reservas. En lo político, los Fernández entran en la cuenta regresiva y se ven obligados a poner todo para remontar una realidad alarmante. El Frente de Todos se divide entre los que piensan que la aritmética del peronismo unido alcanza para hacer una buena elección y los que ven con preocupación un cuadro social agravado por el cierre de empresas, los altísimos índices de pobreza y el aumento de la desocupación. Como sea, el Presidente y su vice ya no disponen de tiempo para gobernar sin hablarse y, si quieren reeditar el éxito de hace dos años, solo pueden delinear un sendero común hasta octubre y comprometerse a cumplirlo. 

Alberto y Cristina saben que tienen la suerte atada por lo menos hasta 2023. Tal vez la vicepresidenta haya pensado en eso durante sus días de aislamiento en El Calafate, donde hace más de 10 años murió Néstor Kirchner. Junto con la pandemia y la unidad que se mantuvo pese a las discrepancias, otro gran dato del primer año de gobierno del pankirchnerismo es la dificultad de los dos socios fundadores de la empresa gubernamental para rearmar lo que fue un rasgo casi mítico del primer kirchnerismo: una mesa chica donde discutir las decisiones más importantes hasta encontrar una síntesis. Porque no está Kirchner, porque los años pasaron y los roles cambiaron, por las carencias de Alberto o por el hartazgo de Cristina, esa posibilidad que la vicepresidenta extrañó durante sus años de soledad en el poder hoy está desperdiciada.

Un gran dato del primer año de gobierno es la dificultad de los dos socios fundadores para rearmar lo que fue un rasgo casi mítico del primer kirchnerismo: una mesa chica donde discutir las decisiones más importantes.

Máximo Kirchner y La Cámpora, tal vez Sergio Massa, pueden constituir un segundo anillo del poder pero no pueden reparar lo que dañan de manera temeraria dos políticos de experiencia que, se suponía, estaban exentos de cometer errores de principiantes, más aún en un contexto social sólo comparable al que terminó hace dos décadas en un estallido. Los que mantienen el diálogo con los dos y dependen del éxito de esa sociedad de bordes irregulares deslizan una serie de conclusiones. Alberto no puede fingir que gobierna como si Cristina no existiera porque el cristinismo lo rodea, está repartido en todo el andamiaje de gobierno y sus militantes son los primeros que aparecen anotados cada vez que un funcionario renuncia o es renunciado. Cristina no puede desligarse de la responsabilidad por los resultados de gestión porque de su dedo nació un presidente y de ese presidente depende su corto plazo. Tampoco le sirve volver a pararse en el balcón que da al Patio de las Palmeras para convencerse de que su gobierno terminó aclamado y sin trastornos en el doble terreno de la economía y la política. Juntos los dos, deben tomar una definición sobre un rumbo que no está para nada claro. 

Habrá vuelto, tal vez, CFK del Sur con la consigna de hacerle entender a Alberto que no es posible quedar bien con todos y que con alguien tiene que pelearse. Pensará el Presidente que el triunfo de Joe Biden, las oraciones del Papa Francisco y la amabilidad de Kristalina Georgieva contornean un mapa no tan hostil y que la vacuna traerá finalmente la luz al final del túnel. Pero los defensores de la unidad afirman que, con la cuarentena estricta, debería morir también la anomalía de socios que no se esfuerzan en lograr un entendimiento. Entre ellos deberían borronear una estrategia común para actuar frente al Fondo, el actor más determinante de la política argentina (gracias a Macri). Dónde termina la diplomacia de palabras que dicen nada y dónde empieza la discusión de poder con los países que deciden en el organismo, sobre todo con Estados Unidos. Quedará a prueba la consigna que Martín Guzmán repetía en la intimidad en la pulseada con los bonistas y Argentina deberá demostrar que no le imponen las decisiones ni se deja intimidar por el lobby amable de su acreedor privilegiado y auditor.

Todo lo que no se le conceda al Fondo serán márgenes de libertad para un gobierno asfixiado que debe afrontar el año electoral en emergencia y, guste o no, pelea por su sobrevida. De esa puja que el oficialismo minimiza con declaraciones sobre la buena predisposición de Georgieva dependen la profundidad del ajuste después del ajuste y la posibilidad de rescatar a jubilaciones y salarios del pozo en que cayeron en los últimos tres años sin aumentar los subsidios energéticos que benefician a todos, sin distinción de clase. En Casa Rosada discrepan con el Instituto Patria y quieren avanzar con el aumento de tarifas: dicen que hay que cobrarles a los mismos 11.000 millonarios que entraron en el impuesto a la riqueza y cuestionan la inercia que favorece al que vive en Puerto Madero o climatiza la pileta en Nordelta. Sólo recién después de definir un sendero compartido, tiene sentido discutir qué tipo de funcionarios hace falta para la prueba ácida que se viene. Mientras tanto, hasta los amigos de Alberto siguen evocando con nostalgia los gabinetes de Néstor y Cristina, colmados de profesionales y guerreros incombustibles que defendían al gobierno a costa de su propia reputación. 

En Casa Rosada discrepan con el Instituto Patria: quieren avanzar con el aumento de tarifas y cuestionan la inercia que favorece al que vive en Puerto Madero o climatiza la pileta en Nordelta.

Aunque no parezca, el frente judicial, esa grandísima obsesión de CFK, está directamente relacionado con la performance del gobierno y la mejora de la vida de las mayorías. Si el balance social es negativo y el Frente de Todos pierde las elecciones, los fantasmas que persiguieron a la vice durante 2020 no harán más que agigantarse. Por eso, las organizaciones sociales alineadas con el peronismo dicen que la prioridad debería ser reducir la pobreza, no combatir el lawfare. 

Por ahora, el gobierno extiende los criterios de la emergencia mientras apura la llegada de vacunas y la cuenta de los muertos por el Covid-19 supera llega a 46.737. El aumento en la Tarjeta Alimentar y la prórroga del congelamiento de alquileres y la doble indemnización, más la prohibición de desalojos y despidos son paliativos cuestionados por el establishment que sólo quiere avanzar con el ajuste. Sin embargo, no alcanzan para recomponer ingresos ni impulsar la demanda, la gran promesa electoral prepandemia que el cristinismo quiere cumplir sin explicar cómo.

Por lo demás, nadie en política puede esperar que sus rivales sean condescendientes con errores que ni en las filas propias se perdonan. En un contexto global y local de pura inestabilidad, la historia intencionada que se narra sobre YPF es apenas la muestra más reciente. Conmueve la repentina preocupación del Círculo Rojo por una compañía que el gobierno de Mauricio Macri llevó al derrumbe en tiempo récord, bajo la gestión de Miguel Gutiérrez, un financista sin antecedentes en el sector petrolero ni experiencia política, que era socio fundador del fondo de inversión Rohatyn Group y amigo de los primos Caputo.

Encargado de dar la primicia sobre la salida de un Guillermo Nielsen que estaba dibujado hace meses en la petrolera de mayoría estatal, el portal EconoJournal fue uno de los pocos que contó la debacle durante los años de Macri, cuando casi nadie se fijaba en YPF y la empresa perdía su liderazgo en el sector. Los ingresos cayeron un 14% entre 2016 y 2018 en comparación con el período 2012-2015, las ganancias bajaron un 23%, la inversión se redujo un 48,5%, la producción disminuyó un 9,2% y el horizonte de reservas descendió un 12%. Tan cierto como la nacionalización trucha del kirchnerismo vía Eskenazi y la deuda que se incrementó durante los años de CFK es que la gestión Macri se desligó de la suerte de la compañía estatal, lanzó un festival de subsidios para el gas que benefició al Grupo Techint como a nadie y convirtió a YPF en la empresa boba del sector. Tan nociva como la caída histórica de la acción en el primer año de los Fernández fue la negligencia de un Macri que redujo el valor de la empresa a la mitad en su aventura de gobierno.

Tan cierto como la nacionalización trucha vía Eskenazi y la deuda que se incrementó durante los años de CFK es que la gestión Macri lanzó un festival de subsidios que benefició al Grupo Techint y convirtió a YPF en la empresa boba del sector.

Otra vez es Cristina la que debe marcar una dirección porque los funcionarios que se reparten el área de Energía le responden a ella y tiene diferencias entre sí. La designación de Pablo González es la apuesta por un político que puede desactivar conflictos sólo si tiene directivas claras. Guiada por un Guzmán que necesita impedir que el Banco Central siga subsidiando a las empresas endeudadas en dólares bajo Macri, YPF entró en un riesgoso proceso de reestructuración con final abierto, puede ser víctima de ataques especulativos como el de la última semana y no está a salvo del default. Sin embargo, la negociación con los bonistas no estaba en manos del embajador Nielsen ni de La Cámpora sino de Alejandro Lew, el gerente financiero de YPF que entró con la gestión de Sergio Affronti después de pasar el filtro del cristinismo. Lew está en las antípodas de cualquier populismo: viene de JP Morgan, trabajó en la eólica Genneia convocado por el financista mexicano David Martínez y es hermano de Sergio Lew, el country head que reemplazó hace dos años a Enrique Cristofani en el Banco Santander. Además, en el marco de la política general de congelamiento, YPF comenzó a funcionar como una isla y aumentó seis veces los precios de los combustibles desde agosto. Ese criterio que la compañía más grande del país precisa sostener para no profundizar su ruina entra en crisis, según algunos, en el año electoral. No sólo los Fernández deben recrear su acuerdo inicial: además, cada uno de ellos debe ponerse de acuerdo consigo mismo.