Un furcio de Patricia Bullrich, afirmando que “la mitad” de la matrícula universitaria argentina corresponde a estudiantes extranjeros, sirvió para introducir a la educación superior en la agenda de la campaña electoral. Bullrich se subió a un carro muy transitado en estos días por varios candidatos del derechismo, que protesta por los servicios educativos o sanitarios que se prestan “a extranjeros” y, en el caso de la Ciudad de Buenos Aires, a los que “vienen a atenderse de otras provincias” (García Moritán). Los aprendices locales de Jair Bolsonaro han retrocedido por atrás de la Organización Nacional y la constitución que idolatran, y que abolió hace 170 años las aduanas interiores. En el caso de Bullrich, destila chauvinismo universitario contra un joven limeño, boliviano o brasileño que viene a formarse en una facultad argentina, no contra los fondos internacionales que, por la vía de la deuda y las finanzas públicas, succionan “sin cargo” la riqueza social del país. En cualquier caso, la admonición de Bullrich busca arrimar argumentos al arancelamiento general de la universidad pública, incluso y principalmente para `nuestros` jóvenes, los argentinos. Ese arancel, a su turno, abriría las puertas para que la industria privada de la educación superior eleve las cuotas de sus universidades. A eso apunta la ex ministra de De la Rúa.
La brutalidad de Bullrich le dio la ocasión a los personeros educativos del kirchnerismo para trazar un panegírico de la universidad argentina, disimulando, de ese modo, el profundo proceso de degradación que ha tenido como principal protagonista a la burocracia universitaria de raíces pretendidamente “populares” -peronistas o radicales-.
Los funcionarios salieron a exhibir la cifra de 2 millones y medio de actuales universitarios, ocultando el fantástico proceso de rotación y deserción que envuelve al estudiantado. Apenas algo más del 20% de los ingresantes egresa de la universidad pública argentina. Del 80% restante, la mayor parte abandona en el primer año de cursada. Esa cadena de degradación arranca con la enseñanza media.
Actualmente, sólo el 35% de la población alcanza el nivel secundario, contra un promedio del 40% de los países de la OCDE. Cualquiera que asista o trabaje en una universidad pública sabe muy bien que ese escenario se ha agravado después de la pandemia, por causas que se originan afuera y adentro de la universidad.
La brutalidad de Bullrich le dio la ocasión a los personeros educativos del kirchnerismo para trazar un panegírico de la educación pública, disimulando el profundo proceso de degradación que tuvo como principal protagonista a la burocracia universitaria.
Por un lado, la juventud que aspira a estudiar enfrenta un cuadro sin precedentes de precarización laboral. El acceso de un joven al trabajo está condicionado a la extorsión de jornadas agobiantes, de 10 o 12 horas; de horarios fluctuantes, de acuerdo a las necesidades del patrón; de contratos precarios y completa indefensión en materia de convenios. En esas condiciones, el modelo de “trabajar y estudiar” ha sido fracturado. Quien consigue trabajo abandona el estudio; quien decide estudiar, sólo puede hacerlo sostenido por sus padres. Un sistema de becas abarcartivo y con montos que aseguren el sostenimiento material del estudiante, brilla por su ausencia. La educación virtual, que podría ser una fantástica apoyatura de las clases presenciales, se emplea como remedo del obligado ausentismo estudiantil y agrava la sobrecarga laboral docente.
La Universidad también refuerza su condición expulsiva por la condición laboral de sus docentes. El apoyo a un alumnado golpeado por la crisis social y los baches de una enseñanza media también vapuleada exigiría un fuerte cuerpo de profesores con dedicación completa, que puedan actuar como tutores de sus alumnos más allá de las dos horas de clase. La realidad es la contraria: la moneda corriente del sistema universitario es la dedicación simple, y el docente que corre de una facultad a otra para redondear un salario que ha perdido largamente la partida frente a la inflación.
La burocracia educativa que responde al Banco Mundial pretende remediar esta licuación de la Universidad con otra- la de los contenidos, reemplazando al conocimiento científico y universal por las carreras “cortas”. Acá asoma otro filón lucrativo, el de los posgrados arancelados.
La sujeción agravada de la Argentina a la carga colonial de la deuda pública -de la que participa activamente su burguesía “nacional”- convierte en un peso muerto al 80% del actual aparato universitario. Para lo que queda de él, asoma el filón capitalista de la universidad privada. La educación superior gratuita, como conquista histórica de las masas, peligra de los dos lados de la grieta. Un gobierno de trabajadores repoblaría vigorosamente las aulas de estudiantes profesores, como plataforma de un fantástico desarrollo de las fuerzas productivas diseñado a partir de las necesidades vitales de las masas.