Haga patria, importe un noruego. Traiga a la Argentina a esos hombres y mujeres que han sabido crear el país más próspero e igualitario de la tierra a fuerza del diálogo, razón y cooperación que son propios de su raza. Claro que importar noruegos a la Argentina para reemplazar la raza de pobres bonaerenses y sus dirigentes no es, técnicamente, una opción. Así es como el neurocirujano Facundo Manes se resignó a lidiar dentro de su propio espacio con una manga de políticos y derrelictos del conurbano, presencia fantasmagórica de un pasado que se considera superado y sin embargo nos sigue tirando para atrás. “No podemos importar noruegos”, rezongó el día que lanzó su candidatura por la UCR para las PASO al explicar la presencia en su lista de Jesús Cariglino, exintendente de Malvinas Argentinas, un partido del norte bonaerense carente de noruegos y, por lo tanto, obviamente, repleto de pobres.
Noruega está tan lejos que siempre queda más allá, faro inalcanzable hasta la victoria final.
Una inyección de raza noruega es el método soñado por muchos para mejorar un aspecto específico de la especie: la eliminación de aquellos elementos que se consideran irredimibles, inmodificables e incapaces de abrazar un país moderno (como Noruega). Manes no está solo. Hace apenas tres años, Donald Trump balbuceó el mismo lamento ante diputados norteamericanos preguntándose porqué diablos Estados Unidos no podía promover “la inmigración de países como Noruega” en lugar de “países de mierda [shithole countries] de África o Haití”.
Noruega es el sueño de los desesperados. De los que han llegado a la conclusión de que el espíritu atávico y revoltoso de los más pobres es un obstáculo tan obstinado para el progreso propio y de la nación que solo queda, como única solución posible, su reemplazo por una raza superior. En la Argentina, el antipopulismo moderno ha enfatizado hasta el hartazgo esa condición miserable de los miserables, los que no esperan y entonces desesperan. El expresidente Mauricio Macri dedica buena parte de su libro Primer Tiempo a explicar cómo la ansiedad de los votantes presos de las promesas populistas lo obligó a moderar reformas que de otro modo hubieran triunfado.
En versiones más matizadas que la limpieza étnica añorada por Manes, Noruega es un símbolo recurrente en esa lucha contra el espíritu caudillista y las emociones perniciosas de los sectores populares. Noruega es felicidad, Noruega es petróleo, Noruega es salmón, naturaleza, prosperidad, estabilidad, igualdad, armonía. El país que el Índice de Desarrollo Humano de la ONU considera como el mejor para vivir en la tierra. Con visión de futuro, donde no hay piquetes.
¡Noruega es un país con ricos y sin pobres!
Todo traído a usted por gente de ojos claros, dientes perfectos, flacos, blancos y altos como puertas. En la Argentina, las notas y ensayos sobre el milagro noruego nunca son sobre Noruega; son una acusación contra la Argentina, la Noruega que no fue. Hace muy poco, La Nación publicó uno más de esos lamentos con un título elocuente: “Noruega: Un país a imitar”. Aquí las ansias de importación racial ceden a un esfuerzo pedagógico, mirado desde arriba, para transformar al espíritu plebeyo nacional en un método razonado y nórdico. Un despotismo ilustrado que funciona como una industria por sustitución de importaciones, creando en pleno conurbano lo que no pudo traerse de los fiordos.
En esas descripciones aparece una Noruega recortada. Editoriales como el de La Nación omiten por completo el rol de los sindicatos y la regulación estatal de la economía, probablemente los dos elementos centrales del modelo noruego. Las alabanzas de Macri ignoran que el gasto público representa más del 50% del PBI (en Argentina se quejó de que durante el kirchnerismo superara el 30). Manes no podría vivir en paz si el rostro del milagro petrolero no se llamara Svein o Solberg sino algo así como Farouk al-Kasim. Para desazón de muchos, incluyendo noruegos convencidos de sus propias leyendas, el creador del milagro petrolero se llama, efectivamente, Farouk al-Kasim, un ingeniero petrolero iraquí que desde 1969 definió los rasgos centrales de la explotación de hidrocarburos en el país. Importar iraquíes sería un desafío diferente.
Pero reducir la fascinación con Noruega a los dividendos petroleros esconde más que lo que muestra. En la Argentina, la expectativa alrededor de algo así como una “raza” noruega que puede regenerar el tejido nacional precede largamente a la prosperidad nórdica. Anticipando a Manes, el primer director de migraciones de Perón, Santiago Peralta, anunció el 14 de agosto 1946 que Argentina importaría hasta 1.000 noruegos. Peralta era un notorio antisemita -su oficina, técnicamente, era el Instituto Étnico Nacional- y en un cable enviado de inmediato desde Buenos Aires, la cancillería noruega interpretó sus palabras, correctamente, como una invitación a los “quislinger”, los funcionarios del régimen de Vidkun Quisling que funcionó como títere de los nazis entre 1942 y 1945. (Interesantemente, a Peralta y Manes los une la pasión por los cerebros: el funcionario de Perón se especializó en medir las formas y capacidad craneana, un área de la antropología en la que abrevaron diversas teorías racistas). Aquel intento de importar noruegos tampoco prosperó, pero las esperanzas de Peralta se nutrían del imaginario nazi que había colocado a una “raza nórdica” como ideal de belleza física y superioridad moral.
Petróleo, salmón, sindicatos, felicidad. ¿Qué hay dentro de esa Noruega que cada uno quiere imaginar?
ES