Opinión

¿Justicia para quiénes?

Paula Litvachky

12 de mayo de 2023 06:14 h

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Como podría pasar tranquilamente en la serie Succession de HBO, la corporación Clarín invitó a pasar un fin de semana en la estancia de Joe Lewis en lago Escondido a un grupo de jueces federales, al fiscal general y al ministro de Seguridad de la CABA, a un publicista y a un operador judicial del entorno cercano del exjefe operativo de la SIDE. Fueron en avión privado. En el aeropuerto, se encontraron con los ejecutivos de Clarín y con el administrador de las empresas del terrateniente extranjero, quien los llevó a la estancia en camionetas de alta gama. Para volver a Buenos Aires, los vehículos entraron directo a la pista por un portón que no tiene cámaras, aunque dicen que cumplieron con los controles de seguridad. En el aeropuerto había una comitiva con la que no se quisieron cruzar: un grupo de defensores de derechos humanos y diputados que había ido a visitar a las mujeres mapuches detenidas en una causa por usurpación en la zona del lago Mascardi.

En la serie quedan retratados los vínculos entre los integrantes de una familia multimillonaria dueña de medios de comunicación, los gerentes encargados de cuidar los negocios –y de hacer negocios propios– y la red de relaciones con la que digitan y protegen sus intereses. En esa red, hay de todo: políticos, periodistas, lobbystas, policías, investigadores, jueces, fiscales. A puro dinero, amistad y traición, así parece funcionar el mundo. No se trata ya de El Padrino o Los Soprano, de grupos ilegales identificados con la mafia. Es el modo de funcionamiento del poder, de los más ricos y de sus empleades, que mueren por pertenecer.

El viaje al sur ocurrió en octubre de 2022 y lo conocimos a través de filtraciones. Cuando estos jueces, políticos y empresarios fueron descubiertos, tuvieron el reflejo de armar un grupo de Telegram para planificar cómo zafar de la noticia y de la denuncia penal. En ese chat salta a la vista cuán naturalizados están los vínculos de los jueces federales y funcionarios políticos con los ejecutivos del multimedio y los operadores judiciales y mediáticos. Deliberan sobre cómo blindar la noticia y neutralizar la denuncia. En su caja de herramientas está todo el catálogo de prácticas para incidir en la realidad: operar con medios, llegarles a la fiscal y a la jueza de la causa, falsear testimonios, antedatar facturas para simular que pagaron por los servicios turísticos. Además, deciden victimizarse y contraatacar con una denuncia por espionaje ilegal, pero quedan preocupados por que se sepa que los llevaron gratis en helicóptero a tomar whis- ky a un centro de esquí. También pretenden evitar que circulen fotos de la llegada al aeropuerto de Bariloche y del encuentro con los directivos de Clarín. Son un grupo de amigos que hace chistes en confianza y fantasean con represalias violentas contra quienes difundieron la información. En especial contra el jefe civil de la PSA, al que consideran responsable de la filtración y a quien los jueces federales dicen que le sacarán las investigaciones que tienen en común. También hacen chistes con “limpiar mapuches”. Afirman que esperan la llegada de otro gobierno para vengarse en serio.

Cuando la noticia se viralizó, el gobierno de la CABA salió en defensa del ministro de Seguridad acusando al kirchnerismo de haberle hecho una operación. Los jueces no hicieron declaraciones. Pero uno de ellos cumplió con el plan e hizo una denuncia para que se investigue el espionaje ilegal. No son cualesquiera jueces. Estos magistrados tienen puestos estratégicos en la Cámara Federal de Casación Penal y en la justicia penal federal de Comodoro Py y en los fueros penal económico y contencioso administrativo federales. Resolvieron varias causas judiciales relevantes que involucran al Grupo Clarín, a las empresas de Joe Lewis y algunas de las principales causas por corrupción contra funcionaries kirchneristas de alto rango. Uno de ellos tuvo a su cargo la instrucción de la causa Vialidad, por la que fue condenada la vicepresidenta.

Lo que nos deja este episodio es la pregunta por la legitimidad del Poder Judicial, por las condiciones éticas y de integridad de les jueces y por su capacidad para decidir con imparcialidad en conflictos sociales o institucionales determinantes para las reglas de funcionamiento del Estado, la competencia electoral, la protección de derechos y la puja distributiva. Hace ya mucho tiempo se consolidó un modelo de intervención judicial a nivel federal en el que los operadores políticos y judiciales están entrelazados con el aparato de inteligencia para proteger a funcionaries y los hechos de corrupción. Con los años, este modus operandi llevó a usar, cada vez más, la justicia federal para hacer operaciones mediáticas y perseguir opositores. El viaje a lago Escondido, con todas sus derivaciones, mostró ahora la inserción directa de jueces en un bloque de poder que está disputando día a día quién llega a tener las riendas del Estado.

La dinámica de dirimir internas políticas a través de causas judiciales no es nueva, se viene expandiendo en los últimos años, en los que se perfeccionaron argumentos para el encarcelamiento preventivo de exfuncionaries y personas dedicadas a la política. Esto sucede, por lo menos, desde la muerte del fiscal Alberto Nisman y de la causa judicial por la firma del memorándum de entendimiento con Irán, después de que se rompiera la relación con Antonio H. Stiuso, quien estaba al mando del aparato de inteligencia nacional.

El Poder Judicial atraviesa una crisis de legitimidad que tiene su origen, en parte, en este tipo de situaciones. Pero esta crisis no está asociada solo a cómo referentes judiciales y gubernamentales fueron consolidando este método de incidencia política. Ver el funcionamiento de la red de relaciones nos acerca también a otras razones que hacen a la pérdida de credibilidad y a la distancia que estas peleas de cúpulas tienen con los problemas sociales. Esta crisis deriva también del comportamiento del sistema judicial que, mientras está encerrado en disputas políticas, o bien está ausente, o bien es directamente reproductor de violencias en el momento en el que se dirimen los conflictos sociales.

Podemos discernir, al menos, cuatro cuestiones para pensar la degradación de la función judicial: la creciente dificultad para contribuir a la construcción de verdades colectivas; la falta de respuesta a lo que se llama “captura corporativa del Estado” y a la participación estatal (algunas veces judicial) en armados criminales; la promoción o convalidación de la lógica estatal represiva y securitaria, y la respuesta conservadora, desigual y racista a la conflictividad social y las demandas de igualdad.

La verdad colectiva

A fines de septiembre de 2022, el estreno de la película Argentina, 1985, sobre el Juicio a las Juntas militares, revivió la convicción en la importancia de que un tribunal establezca una verdad jurídica, con apoyo y legitimidad colectiva. El juicio, con su teatralidad, bajo ciertas reglas de procedimiento, puede funcionar como un espacio colectivo en el que se reconstruye el horror, el sometimiento o la injusticia. Allí se puede llegar a decir lo que no se pudo decir antes, se lo puede decir incluso frente a los verdugos. En el juicio hay reglas comunes que habilitan la expectativa de que lo que se resuelva será compartido. La potencia del Juicio a las Juntas generó una épica que hoy, casi cuarenta años después, volvió a emocionar: revivimos con cierta melancolía aquel momento colectivo. No todo el sistema judicial estuvo encolumnado detrás del enjuiciamiento a los altos mandos militares, más bien todo lo contrario. Pero las condiciones sociales y políticas permitieron que ocurriera. ¿Tenemos acaso hoy tribunales que puedan producir investigaciones creíbles socialmente y legítimas jurídicamente?

Podríamos hacer una lista de casos graves ocurridos durante el período democrático de los que pareciera que nunca vamos a saber la verdad.

Los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA quedaron atrapados en la maraña judicial. En el primero, ocurrido el 17 de marzo de 1992, la Corte Suprema, a cargo de la investigación, no pudo dar respuestas creíbles. En el caso de la AMIA, fue aún peor. El juzgado conspiró con el Poder Ejecutivo para encubrir la verdad. Estos dos hitos marcaron el comienzo de una época: la participación de los organismos de inteligencia en las investigaciones judiciales, como colaboradores directos de jueces y fiscales, nunca se detuvo. En el caso AMIA, el resultado de esta colaboración fue que todavía no sabemos quiénes son los responsables de la muerte de 85 personas aquel 18 de julio de 1994.

Alberto Nisman murió mientras estaba a cargo de la unidad fiscal que debía investigar el atentado, un día antes de presentarse a declarar en el Congreso por la denuncia que había hecho contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner por la firma del memorándum de entendimiento con Irán. La investigación por la muerte del fiscal quedó también enredada en la maraña judicial y las operaciones de inteligencia que instalaron la idea de que se trató de un homicidio ordenado por la expresidenta. Hace casi seis años que la justicia federal tiene abierta la investigación sin que realmente haya pruebas de esa hipótesis. Stiuso declaró a fines de noviembre de 2022 por cuarta vez. Esa declaración no se hizo pública por el secreto en el que se amparan les agentes de inteligencia, funcional al juego de las especulaciones. En los papeles, el caso no tiene respuesta.

Estas causas judiciales no estuvieron atadas al objetivo de averiguar la verdad y se usaron para las disputas políticas una y otra vez. Ya son parte de la mitología judicial. Algo parecido ocurre con las causas por hechos de corrupción. Los tribunales federales mostraron serias limitaciones, y altos niveles de cooptación de distintos grupos políticos y corporaciones, para encarar investigaciones que determinen la verdad sobre denuncias de delitos económicos cometidos por funcionarios y empresaries. Algunos de ellos, con perjuicios menores para el Estado y la economía nacional. Acostumbrados al tiempismo, estos casos sirvieron para fortalecer el Poder Judicial o dirimir internas. Según cuáles sean los espacios políticos involucrados, las investigaciones avanzan, se demoran o directamente se cierran. En los últimos años, la lucha contra la corrupción se convirtió en un motor de la disputa política de alto nivel, a veces, convalidando un deterioro importante del debido proceso con el objetivo de ganar apoyo político y social.

A partir de 2019, el espionaje ilegal para resolver internas o debilitar contrincantes quedó a la vista en denuncias judiciales que mostraron la sistematicidad con que la gestión de Gustavo Arribas y Silvia Majdalani en la AFI habilitó esas prácticas. Lo hicieron contra referentes de la política, periodistas, organizaciones sociales y de derechos humanos, militantes, familiares de víctimas organizades. Ese material sirvió para alimentar el mercado de la información ilegal, que es usado en operaciones mediáticas y extorsiones privadas y, en algunos casos, para abrirles causas judiciales. La mayoría de las investigaciones sobre ese espionaje están empantanadas. En algunos casos, las responsabilidades fueron acotadas a los puestos más bajos o fungibles de las estructuras de inteligencia, con la idea de que eran “cuentapropistas” que no habían recibido órdenes de las autoridades políticas; en otros, las investigaciones fueron promovidas por fiscales o jueces, pero se toparon con trabas en los tribunales superiores. En vez de una estrategia para investigar de manera coordinada, hay causas fragmentadas y compartimentadas. De nuevo, a pesar de lo que trascendió públicamente, será difícil que estos procesos judiciales reconstruyan los hechos y lleguen a una versión creíble y socialmente aceptada que reafirme que se trata de acciones prohibidas e inadmisibles.

La investigación del atentado contra la vicepresidenta Fernández de Kirchner, el 1 de septiembre de 2022, corre el riesgo de entrar en esta misma lógica. Fueron detenides les principales autores y cómplices, integrantes de un grupo de ultraderecha muy precario y aparentemente sin una estructura detrás. La querella de la vicepresidenta criticó a la jueza federal, quien carga con la sospecha de ser parte de la familia judicial de Comodoro Py; hubo irregularidades en la apertura de los teléfonos de los acusados; disputas entre la Policía Federal y otras fuerzas de seguridad que intervienen; recusaciones y medidas de prueba rechazadas y acusaciones contra un diputado de la oposición. Nuevamente, las tiendas políticas atraviesan una investigación judicial que no puede ser encauzada con la diligencia extrema que requiere el caso.

A pesar de que sus roles son decisivos, el Poder Judicial y el Ministerio Público Fiscal perdieron la capacidad de hacer un aporte significativo a la construcción de verdad cuando se judicializan hechos socialmente relevantes de la vida nacional o violaciones de los derechos humanos. El juicio por la represión del 20 de diciembre de 2001 en la CABA se realizó quince años después de los hechos y la sentencia aún no está firme porque la Corte Suprema no resuelve los recursos de los imputados. La investigación de la represión en el Parque Indoamericano, la de la muerte de Santiago Maldonado, el intento de soborno con participación judicial para frenar la investigación del homicidio de Mariano Ferreyra muestran el mismo patrón. Ya podía advertirse esta incapacidad en hechos muy anteriores, como las desapariciones y ejecuciones luego del intento de copamiento del regimiento de La Tablada. Hay excepciones, sin duda, casi siempre resultado del impulso de las víctimas, del activismo y de funcionaries comprometides personalmente.

La criminalidad insertada en el Estado

La violencia asociada a las redes criminales creció y afecta la vida cotidiana en distintos lugares del país, en especial la de los sectores populares. Y al mismo tiempo vuelve a ser evidente que lo ilegal está imbricado con lo estatal, que le brinda formas de protección o, directamente, participa en los negocios.

La intervención judicial en este problema es muy deficiente y parece pasar desapercibida. Después de que el gobierno macrista forzara la renuncia de la procuradora general Alejandra Gils Carbó, el sistema político no logró un acuerdo para nombrar al procurador o procuradora, que es quien debe definir, como jefe de les fiscales, las grandes líneas de la política de persecución penal en coordinación, articulación (o confrontación) con el Poder Ejecutivo. Hace ya cinco años que el Ministerio Público Fiscal está dirigido por un procurador interino identificado con la oposición al kirchnerismo. Como consecuencia de estas disputas, la reforma del sistema de enjuiciamiento federal que se aprobó en 2015, que daría condiciones para trabajar en una política de persecución penal más eficaz y ordenar la intervención de les fiscales, jueces y policías de investigación, no se implementó. El poder de les jueces federales, sobre todo les de la capital y el Conurbano bonaerense, bloquea también cualquier intento de que una reforma de este tipo cambie las lógicas amañadas de ese fue- ro, que prefiere mantener la tradición jerárquica del sistema escrito, los juzgados y las fiscalías como feudos, el poder de las cámaras de apelaciones y el peso determinante de les opera- dores judiciales que aprovechan el secreto con que se pueden manejar.

A esto se suma que los debates sobre la necesidad de armar una agencia federal de investigaciones naufragan entre la incapacidad y el posibilismo. Gana peso la decisión de dejar todo como está, para pactar gobernabilidad con las policías, como se hizo históricamente, y no tocar sus estructuras, ni su organización interna mientras regulen el delito y no jueguen a la desestabilización. Tampoco los ministerios de Justicia y de Seguridad de la Nación tienen una estrategia para intervenir en fenómenos que afectan la calidad de vida de las personas y ponen en juego la capacidad (o la voluntad) del Estado de enfrentar dinámicas de violencia y redes criminales que se insertan en las burocracias y lugares de decisión.

En mayo de 2022, la Corte Suprema, reunida en la ciudad de Rosario, dijo que el narcotráfico era uno de los problemas más graves. Lo hizo en clara disputa con el Poder Ejecutivo nacional y para poner al Poder Judicial y al Ministerio Público como la llave de la solución. Desde entonces no hubo más anuncios.

El fracaso de las políticas para bajar la violencia en Rosario es un ejemplo de este estado de cosas. ¿Por qué no se logra imponer una estrategia que reduzca el nivel de violencia letal y desarme la imbricación de redes ilegales en el Estado? No hay respuesta seria por parte de los ministerios públicos fiscales federal y provinciales. Tampoco el Poder Ejecutivo nacional logró armar una intervención eficaz y que no esté cruzada por internas políticas.

Los vínculos entre funcionaries judiciales y capos narcos que lideran grandes bandas también suceden en el norte del Conurbano bonaerense.2 En los últimos años, hemos visto asesinatos cometidos por sicarios, redes de apoyo de esas bandas que incluyen abogados que fueron funcionarios de gobierno íntimamente relacionados con políticos de primera línea, o camaristas federales que dejan a este tipo de personajes ligados a redes ilegales de peso fuera de las investigaciones. En la provincia de Buenos Aires, mientras la persecución penal está orientada a detener a les vendedores del narcomenudeo y a les consumidores, las tramas que permiten que el narcotráfico funcione como negocio están intactas: en muy pocos casos se investiga a las fuerzas de seguridad y a les funcionaries judiciales que brindan protección.

Estas tramas criminales público-privadas tienen consecuencias en la calidad de la democracia. Son dinámicas de violencia que están asociadas a formas de ilegalidad estatal, insertadas capilarmente. Algunas de ellas producen altos niveles de afectación de derechos y desestabilización institucional. Importan formas de hacer de las redes criminales que, en ciertos casos, pasan a ser formas de hacer del propio Estado. Llega un momento en que esta inserción está tan extendida que es difícil o imposible de controlar. La despreocupación por estas lógicas que afectan la cotidianidad de grandes sectores urbanos populares, y en algunos casos de la clase media, es significativa. El deterioro de la función judicial y su falta de legitimidad también están asociadas a la ausencia de estrategias políticas y judiciales coordinadas para frenar este avance.

La expansión punitiva y securitaria

Las investigaciones por hechos de violencia estatal tramitan en los sistemas judiciales con distinta suerte. Con frecuencia, las víctimas, les familiares y las organizaciones sociales se encuentran con una burocracia resistente e indiferente, que muchas veces produce más violencia o sufrimiento.

Los conflictos sociales, sobre todo los vinculados al acceso a la tierra y los reclamos al Estado que derivan en protestas, son encarados, la mayoría de las veces, con respuestas criminalizantes que limitan derechos y sostienen el statu quo. La función judicial, en vez de abrir procesos de acuerdo y debate público, reproduce desigualdad. Un ejemplo es la detención y el traslado de las mujeres mapuches que junto con su comunidad reclamaban por el reconocimiento de tierra ancestral. El desalojo y las detenciones sucedieron al fracaso de un intento de acuerdo en el marco de un largo proceso judicial. Las mujeres fueron trasladadas a una cárcel federal en Buenos Aires y requisadas de manera vejatoria. Luego de varios días y frente a la intensa denuncia y movilización social, fueron nuevamente llevadas a Bariloche. La presión de los grupos antimapuche y de los dueños de la tierra terminó en este episodio de escarmiento y disciplinamiento sobre esas mujeres y la comunidad.

Al mismo tiempo, las políticas de endurecimiento penal de las últimas décadas fueron dando mensajes a los operadores judiciales para restringir derechos y, salvo en momentos particulares, todo aportó a que haya un crecimiento muy pronunciado de la cantidad de personas presas en nuestro país. Las cárceles están sobrepobladas, en condiciones inhumanas; las personas detenidas sufren tortura o violaciones de derechos que en general no se investigan, ni se previenen. Con los años, se consolidaron la criminalización y el uso abusivo de la prisión preventiva, de forma intensiva contra les más pobres. El avance de las tecnologías de vigilancia amplía las estrategias de control y aumenta las formas en que el Estado detiene o criminaliza a las personas. Son cada vez menos les jueces, fiscales y defensores que intentan hacer las cosas de un modo distinto, de agruparse para generar un polo de pensamiento que ponga en discusión el propio funcionamiento. Esto es parte del desgaste y de la falta de apoyo para impulsar políticas de cambio. El gobierno judicial es conservador. En los términos del papa Francisco, desparrama y legitima una “concepción tecnócrata deshumanizada” de la función judicial.

Quién equilibra la balanza

La Corte Suprema pos-83, hasta la ampliación de la cantidad de sus integrantes en la década del noventa, es recordada por haber acompañado la recuperación democrática y el desmantelamiento del Estado autoritario y haber tomado decisiones muy importantes sobre derechos civiles y garantías judiciales. Luego hay que trasladarse hasta el período 2004-2014 para encontrar otro ciclo en el que haya tenido un rol de ampliación de derechos.

A partir de la discusión por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), se agudizó la contienda por cuál debe ser el rol del Poder Judicial. Algunos sectores consideraron que se había alineado con los poderes fácticos para limitar el alcance del proyecto político del kirchnerismo y de allí surgió el intento de reforma judicial. Ciertos aspectos de esa reforma eran necesarios y otros quedaron truncos, como los referidos al Consejo de la Magistratura, que se convirtió en una de las prendas de disputa más importantes y quedó paralizado. Esa reforma también incluyó una cuestión que fue regresiva para la vigencia de los derechos: la reforma de la ley que regula las medidas cautelares. Se argumentó que permitía acotar las acciones de los poderosos –como el Grupo Clarín, que con una cautelar inició su litigio contra la LSCA–, pero aplicó, lógicamente, a todas las demandas contra el Estado, incluso a las que buscaban litigar decisiones que tienden al desigualitarismo o la discriminación.

Al mismo tiempo, fue ganando lugar en los tribunales de mayor jerarquía una posición restrictiva de la intervención judicial: el argumento de que no hay que judicializar la política. Esta posición es ciertamente contradictoria, porque fue simultánea al inicio de numerosas causas contra decisiones de gobierno; en verdad, la idea de la no judicialización se limitó en particular a los litigios que buscaban que el Estado garantizara derechos sociales y económicos. En general, entonces, el Poder Judicial falla en contra de leyes o regulaciones que

intervienen en distintos mercados como el inmobiliario, el financiero o el de los medios de comunicación. De alguna manera, la estructura judicial parece estar operando en la disputa de modelos para sostener posiciones conservadoras o, directamente, de las grandes corporaciones en relación con el rol del Estado y las políticas públicas.

Hoy la Corte Suprema está integrada por cuatro miembros varones y el sistema político está trabado para nombrar más jueces o discutir una ampliación del número de integrantes. Es una Corte conservadora que, si bien tuvo algunas decisiones relevantes que reconocieron derechos –como la prevalencia de la libertad de expresión o la consulta previa de comunidades indígenas–, no tiene un perfil asociado al activismo judicial proderechos. Más bien todo lo contrario. Focaliza su intervención como máxima autoridad del Poder Judicial en cuestiones relacionadas con el funcionamiento de ese poder, como si su misión fuera salvar la institucionalidad perdida y ser contrapeso del Poder Ejecutivo. En estos casos, acepta intervenir incluso saltando instancias judiciales a través del per saltum o impulsando interpretaciones maximalistas contra el oficialismo cuando el gobierno estaba a cargo del kirchnerismo o el Frente de Todos. Así sucedió, por ejemplo, con las reglas de subrogancia o con la integración del Consejo de la Magistratura. También al convalidar una condena de la justicia de Jujuy por asociación ilícita contra Milagro Sala, sin analizar las violaciones a las garantías judiciales denunciadas.

Es decir que, salvo algunas excepciones, en el seno del Poder Judicial perdieron espacio los debates sobre la desigualdad. La pregunta, entonces, es cuánto queda realmente de la función judicial como garante y promotora de derechos.

Una sociedad más igualitaria no se juega solo en el Poder Judicial, pero sí es evidente que las decisiones judiciales impactan en cuestiones más que relevantes. En los conflictos por la tierra y por la vivienda: cuando las comunidades indígenas y campesinas reclaman y la violencia estatal y privada protege la lógica y los intereses del mercado. En los conflictos laborales: cuando se niegan derechos a les trabajadores y se limita la intervención de los sindicatos. En la casi imposibilidad de reclamar para limitar al Estado y a las empresas por razones ambientales. En las decisiones que restringieron la regulación de los servicios públicos o del derecho a la comunicación. Cuando las autoridades deciden reprimir la protesta y la acción directa y se criminaliza a las organizaciones sociales y políticas. En este sentido, la movilización feminista dejó en claro que la protección estatal es esencial ante la violencia machista y que hay desprotección cuando es muy difícil encontrar una respuesta en la maraña judicial. La desaparición del joven trans Tehuel de la Torre, persistente debido a la falta de un dispositivo serio de búsqueda, también pone los reflectores en la desprotección e ineficacia de los procesos judiciales que requieren algo más que acumular papeles en un trámite. En suma, el desamparo social y el desamparo judicial van de la mano.

Esta distancia, esta forma de intervenir en los conflictos concretos de la vida social, explica en gran medida la bajísima consideración social que tiene el sistema judicial. Hay contraejemplos, hay jurisdicciones provinciales que funcionan mejor, pero el deterioro es generalizado y reluce en momentos de crisis. Sus intervenciones políticas pretenden ganar en reconocimiento social, pero esto no alcanza para relegitimar su función democrática, más bien todo lo contrario.

Para el activismo en derechos humanos, la degradación de la palabra y de la función judicial es un problema serio, porque mientras crece el descreimiento y su subordinación a las disputas políticas de cúpulas, el litigio sigue siendo una de las estrategias centrales para visibilizar y reparar violaciones de derechos humanos, aunque más no sea en la teoría.