“Nadie va a salir a buscarte, pensando si estás vivo o qué”
El guadal, Daniel García Helder
Por la bajada de Salguero a Costanera Norte cruzás primero el shopping Alcorta a la izquierda, pasás bajo el puente del tren Mitre donde se ve el último hilo de ranchos que nacieron en la villa de Retiro, cruzás la avenida Costanera, doblás a la derecha y, a contramano de la avenida Rafael Obligado, ingresás adonde llegan y parten los barcos. En esa mezcla de arena limpia y río podrido podés hacer las paces con la ciudad. Un cartel azul del Ministerio de Transporte dice: “Bienvenidos a Paseo Areneras”. Pusieron bancos, pusieron luces, de noche no hay un alma. Hay una zona de Buenos Aires que es su nudo transportista: barcos, autos, trenes y aviones. Si mirás al cielo, todo gira.
La villa de Retiro se impone en el aire. Estaba aquel cuento de Haroldo Conti “Como un león”. Escrito en primera persona como la crónica de un niño solo del chico que aprendía con demasiada puntualidad las inclemencias de la fragilidad de su clase: la maestra estricta, los policías que amasijaron a su hermano y lo dejaron irreconocible (“los botones”), la muerte temprana del papá, el sacrificio de la mamá, el vecino que los domingos bebe y apalea a su esposa, y así. Cada segundo del cuento parece al borde de cristalizar el imaginario costumbrista de la pobreza (con su contracara romántica), empapar la galletita de agua en la época, que elaboró esa generación redentora que fue a la guerra por ellos, pero tiene, sin embargo, un momento, esa escena, en la que el chico en uno de sus recorridos entre vagones, calles y orillas, es invitado a subir al auto por un viejo pituco, “refinado”, que da lástima, o al menos que le da lástima al chico. El viejo le muestra su auto lujoso finalmente a cambio de hacerle unas caricias en la bragueta entre los árboles, de cara al río y al sol. Conti dice que al chico se le puso duro el pajarito (“el pajarito firme y tirante como un resorte”), y así, ese breve revoloteo de sexualidad casi impensada hasta que la voz del hermano muerto se le impone en la conciencia al chico y lo hace saltar del auto, “como un león”, pegar el portazo y huir, el niño (y el pajarito) se pierde y el viejo queda ahí, solo, triste casi para que lo agarre Osvaldo Lamborghini y lo refunde contra las cuerdas en “El niño proletario” (“Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe,…”). Pero apuntemos que todavía esa zona de la ciudad, narrada y mitificada, donde se hace convivir todo, y donde le metieron tanto cemento al río, que lo pechearon, lo empujaron para atrás a fuerza de negocios y negociados, el río perdiendo sus bordes –centro de disputa entre esta avidez de Larreta y la oposición–, esa zona tiene todavía el tufo de una libertad sórdida: un camión que para en la noche y deja la luz de la cabina encendida y nadie sabe qué ocurre ahí. Un pedazo de la ciudad que es la Argentina a la intemperie.
Las areneras se suceden unas tras otras y una de ellas tiene pintado, tamaño mural, el rostro temerario de un águila: parece el reposo del guerrero del águila del escudo porteño. Ciudad de cazadores y recolectores. Brian tiene 27 años y viene desde chico a la Costanera, a la Usina, a Costa Salguero. “Me mando para todos lados, siempre con mis hermanos, mi papá o los vecinos. Y mis cañas.” Me cuenta que ahí, pegado al camino de las areneras, en la callecita tipo boulevard de cara al río, detrás de todos esos predios para fiestas y boliches, donde de día se ven pescadores, Brian se quedó más de una vez acampando una semana o diez días con sus amigos. Negociaban con la policía. “Venía la policía a joder, les decíamos que nos quedábamos ahí. Que no fumamos, que no tomamos. Ninguna cosa de esa clase. Y sacábamos pescados, comíamos y si no, se devolvían al agua…” El pescado lo hacían a la parrilla con poco fuego. “Corte para que no le moleste a la policía tampoco, porque atrás hay una cancha de golf y entonces hacíamos un poquito de fuego. De esa forma sobrevivíamos.”
Pusieron la carpa, llevaron la parrilla y vivieron una semana de lo que sacaban. Brian viene de Laferrere y trabaja de piletero (“le hice la pileta a Tinelli y a Francella”). Brian sigue el camino del agua. El Río de la Plata, viejo “mar dulce”, rumia aquello que sabe de los porteños: que le dieron la espalda. En su novela Confesión, Martín Kohan mapea los arroyos porteños entubados. Incluso uno central, el arroyo Maldonado, aquel que contiene la historia de una navegación subterránea contada por Kohan tanto como por Mario Santucho acá: la “Operación Gaviota” del ERP que quiso volar por el aire a Videla en la pista del aeroparque, en febrero de 1977. Por un pelito, y el avión corcoveó y alcanzó vuelo. “Se dice que la ciudad le da la espalda al río. Lo bien que hace”, dice Martín Kohan. Los ríos, decían los guaraníes, son caminos que caminan.
El Paraná, nuestro Padre Río, mostró la hilacha: el Instituto Nacional del Agua (INA) dice que la bajante del Paraná es una de las peores desde 1944. La emergencia hídrica por decreto presidencial alcanza a Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos, Misiones, Formosa, Chaco y Buenos Aires. El Paraná es la vena abierta del Mercosur. La reducción de tonelaje de las embarcaciones comerciales, la afectación de la pesca y la ganadería de un río que además a través de sus afluentes le da agua dulce a 40 millones de habitantes, parece una maldición. Le dimos cambio climático al río y el río nos dio la espalda a nosotros. Toda la producción de arroz, por ejemplo, que se puede hacer en un riego por inundación (una inundación controlada), se ve afectada por esa reducción de las miles de hectáreas que ahora no ocupa. Lo leemos acá sobre la provincia de Corrientes: “Con una reducción de casi el 36 por ciento en la superficie ocupada por el río, la sequía hidrológica podría ocasionar pérdidas de producción y de rentabilidad en el arroz, por la probable disminución del área de siembra y el aumento en los costos de riego”.
“Estuvo muerta el agua, mirala…”
Brian está en el Monumento de Cristóbal Colón, el que fuera objeto de un debate histórico hace varios años.
-Al monumento venimos hace dos meses. Siempre íbamos para Costa Salguero o a la Usina.
-¿Y qué pescan?
-De todo. Bagre, carpa, algún dorado, pejerrey, a veces sábalo. Todo variado, todo robado, como se le dice acá.
-¿Qué significa?
-Tirar para robar. Lo primero que engancha se trae.
-¿Cuándo venís?
-Me gusta venir de noche. De día no porque no tengo permiso y además me gusta venir de noche en colectivo.
-¿Por qué pescas?
-Y… para los que son pescadores es una pasión. Te trae alegría, te olvidás de las cosas, de lo que te pasó en tu casa. Venís acá y te relajás. La verdad tenés el pensamiento en el vacío.
-¿Y cuál es tu caña?
-Esa amarilla que está acá, la blanquita ésta, ésta (señala con el dedo una negra) y la blanca aquella. Me manejo con cuatro cañas. Hay veces que me traigo las demás porque tengo siete. Me manejo con las siete a veces.
-¿Qué fue lo más grande que sacaste?
-Un dorado de tres kilos y medio.
-¿Y lo subiste a Facebook?
-No. Tengo pero la maneja mi mujer. Yo no manejo nada, ni Facebook ni WhatsApp ni nada.
-¿Ahora está bajo el río?
-Estuvo muerta el agua, mirala. Recién ahora está subiendo. Cuando nosotros llegamos a las 8 de la noche, 7.30, esto estaba muy bajo. Vaciado estaba.
-¿Y hay viejos pescadores que vienen hace mucho?
-Sí, el otro día nosotros venimos, ¿no, Román? (Román asiente) Había un viejo que dice que viene siempre, hace cuarenta años, dice que se cansa de sacar pejerrey y bagre.
-¿Algo más?
-Nada más, por ahora nada más.
Nada más
“El atardecer sólo necesita una estrella”, escribió Alicia Genovese. La primera estrella inaugura, salta, chispa, refulge y allá van los pescadores. En el año 2002, el año del desierto, se cantaba mucho, mucho (claro, en ciertos círculos, pero se cantaba) la canción de Jorge Fandermole: “Oración del remanso”. Liliana Herrero la grabó en su disco Confesión del viento. El agua es el tema. Emilio Pérsico dice que la clase obrera, que lo que queda de ella, se divide entre agua, crema y leche. Los últimos están hechos de agua. Los de la economía popular, eso que nombramos porque existen y que nombramos para que existan. Los que crean su trabajo, los que lo inventan.
Ayer marcharon, marchó la UTEP, de Liniers a Plaza de Mayo. ¡Mirta de Liniers a Estambul! La marcha de los Cayetanos contuvo lo que contuvo casi dos años: a aquellos que son parte de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) y los movimientos sociales. Cruzaron la 9 de julio, frente a la cara de Evita, como hace cinco años. Columnas que ayer cuidaron ser masivas y ordenadas. Sobre un costado de la Plaza se armó una feria, la cara productiva donde vendían comida, ropa, artesanías, y que vino a desmentir que lo que les haga falta a los movilizados sea ímpetu laboral. Acostumbrados a que les griten “vayan a laburar”, esa parte de la plaza señaló la punta del iceberg que sostiene a la UTEP: su trabajo real.
Un pueblo que se podría llamar siete de agosto. Pasan los gobiernos, quedan los pobres. Paz, pan y trabajo desde 1982 –la mayor movilización en dictadura– rebautizado Paz, salud y trabajo. En el acto cada orador volvía sobre esto: “en la peor crisis sanitaria del país, el reconocimiento de las tareas esenciales que realizamos”. Los movimientos marchan con sus trabajadores y trabajadoras, sus roscas, sus militantes, los que inventaron su oficio, los ladrilleros, los cartoneros, los curas villeros, y los funcionarios que activan el scrum para poner al gobierno en servicio, marchan el Gringo Castro y Jackie Flores. Marchó el agua, diría Pérsico. Los países son ríos. Lo supo Ruy Díaz de Guzmán, que prácticamente nos inventó. Lo supo Rosas en la Vuelta de Obligado: defender un país es defender sus ríos. Y lo supo Juan José Saer que dijo, al pasar, sobre la corriente de agua de la que emergió una isla, “el barro mítico del primer hombre”. Primero estuvo el río; después, la palabra.