Déficit de espacios verdes, primacía de vivienda suntuosa entre las nuevas construcciones, remate de tierras públicas sin instrumentos que garanticen un mínimo de diversidad social: hace poco en este diario mencioné algunas derivas problemáticas del modelo de gestión urbana del gobierno de Horacio Rodríguez Larreta. Pero, ¿qué hace, a todo esto, la oposición de la Ciudad de Buenos Aires?
La aprobación, en plena pandemia, de los proyectos oficiales para la construcción en altura en Costa Salguero y Costanera Sur le dio visibilidad a los grupos de interés y partidos opositores que resistían la iniciativa. Pero un repaso por los comunicados y las intervenciones públicas de algunos dirigentes de los opositores Frente de Todos (FdT) y Frente de Izquierda (FIT) muestran un desconocimiento general del tema y escasa creatividad política a la hora de proponer alternativas.
Desde una supuesta cantidad de metros cuadrados de espacio verde por habitante que “recomienda la OMS” (un eslogan repetido hasta el hartazgo pero que como recomendación no existe) hasta un video de “artistas nacionales y populares” con Cecilia Roth condenando la construcción de torres frente al río desde una torre frente al río, el kirchnerismo regaló flancos débiles en el debate por el futuro del borde costero. Mientras tanto la izquierda, a tono con esta época de inflación discursiva, denunciaba un “ecocidio urbano”.
En Costa Salguero, la propuesta oficial del larretismo estaba adornada con la terminología de la época: “llevar ciudad”, “mixtura de usos”, “activación a toda hora”, según repetían los funcionarios en columnas de opinión y entrevistas amables en las insistían en el mecanismo genérico favorito de esta administración para los predios de grandes dimensiones: destinar un porcentaje de suelo a uso y utilidad pública y permitir construcciones en el área restante.
El plan alternativo del peronismo porteño -que se acompañó con una importante campaña de recolección de firmas- fue la creación de “un gran parque público” al que se propuso bautizar con el nombre de Diego Armando Maradona. Un modelo de espacio público decimonónico cuyas ventajas con respecto al proyecto de usos mixtos de Larreta (que también se presentaba como la apertura de un gran parque público) no terminaban de quedar claras. Algunas voces en las redes sugirieron, con cierto desdén clasista pero también con un ojo en eventos recientes que sensibilizan a la ciudadanía, que un gran espacio verde en el centro de la ciudad tendría destino de ocupación informal de terrenos.
Meses más tarde, la movida para oponerse al convenio entre el gobierno porteño y la desarrolladora IRSA en Costanera Sur tampoco pasó de la “denuncia” de los “negocios inmobiliarios”, ni se terminó de entender cuál era la propuesta del kirchnerismo para ese espacio, en manos privadas desde 1993, más allá del eslogan de expropiar el área para crear una segunda Reserva Ecológica y de una reunión tardía con clubes y entidades deportivas para presentar un proyecto “que incluya a la comunidad del deporte”.
El Frente de los Automovilistas y los Propietarios
En otros casos, los referentes del progresismo porteño terminan en la misma vereda que los actores sociales más conservadores, aquellos que en otras latitudes son los enemigos de la nueva agenda urbana. Una postal reciente: la construcción por parte del gobierno porteño de un parque lineal en la avenida Honorio Pueyrredón que busca conectar dos espacios verdes en la Comuna 6. La propuesta no es muy diferente a otras similares implementadas en París, Río, Nueva York o Ciudad de México, en línea con la sana tendencia a nivel mundial de crear parques lineales y calles de convivencia en los centros de las ciudades.
La izquierda se opuso al proyecto para reclamar, en cambio, un parque en el Playón Ferroviario de Caballito, como si una cosa impidiera la otra. Militantes y comuneros del kirchnerismo marcharon junto a asociaciones vecinales con pancartas de “¿Dónde vas a estacionar?”, en línea con los reclamos del conductor de TN Autos. (A todo esto, la ministra de Larreta que impulsaba el parque lineal recibía elogios del asesor de la alcaldesa socialista de París.)
Lejos de ser episodios aislados, a veces incluso terminan siendo temas de campaña, como la batalla de Matías Lammens contra los parquímetros o la promesa de Daniel Filmus de sacar “muchas de las bicisendas”. Un hilo invisible une a estas conductas reactivas: la defensa del inexistente “derecho humano al parking”, como lo llamaba irónicamente el ex alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa y que difícilmente maride con la agenda de los grupos ambientalistas que simpatizan con el kirchnerismo.
También hay contradicciones en temas de vivienda. Por un lado, el discurso de la izquierda y la centroizquierda es el de una encendida defensa del derecho al hábitat digno en una ciudad donde cerca de uno de cada diez hogares tiene problemas de vivienda, lógico y en línea con posiciones progresistas. Pero después, estos mismos líderes aparecen en marchas entre carteles de “Basta de demoler” abrazados a las propietarias de casonas de Núñez que se oponen a cualquier cambio de normativa, los clásicos sectores NIMBY (not in my back yard).
Las ONGs que resisten la “destrucción” de la ciudad recuerdan que Buenos Aires tiene 141 mil edificios anteriores a 1941 y que “sólo” 18.000 de ellos fueron seleccionados para tratar su protección como patrimonio arquitectónico. ¿Es poco? ¿Qué creen que pasará con el precio de los inmuebles y el acceso a la vivienda si buena parte de los 122.500 edificios restantes también son “protegidos”?
Lo cierto es que los reclamos de “falta construir vivienda” y aquellos de “no toquen nada” difícilmente funcionen juntos. Una ciudad que quiera alojar más habitantes posiblemente necesite mayor constructividad en ciertas áreas. Luego se podrán reclamar herramientas que garanticen un grado de mixtura social, para que no todas las nuevas unidades sean para las clases altas, pero una lógica conservacionalista pura y dura beneficia más a los actuales dueños de casas en Belgrano que a las clases medias o los sectores populares.
Se dirá que una alternativa es trabajar el problema de “casas sin gente y gente sin casas”, pero los dirigentes tienen que entender que el remedio propuesto -el impuesto a la vivienda ociosa- no va a resolver por sí mismo el déficit habitacional de los sectores de menores recursos.
La felicidad por decreto
Así planteados los desafíos, queda claro que es difícil salir de este laberinto sin entender la manera en la que funcionan los mercados de la vivienda. De otra manera, pasa lo que pasa: se aprueba una Ley de Alquileres que propone enganchar el valor mensual a una fórmula que combina salarios e inflación en un momento -mediados de 2020- donde el “acuerdo entre privados” probablemente hubiese resultado en aumentos menores. De hecho, al imponer tres años de contrato en una situación de extrema inestabilidad macroeconómica, la norma generó incentivos para que los dueños establecieran un valor inicial muy alto (o sacaran la propiedad del mercado, lo cual también hace que suba el precio de las que quedan).
La lección es que así como no se puede decretar la felicidad, tampoco se puede imponer una ley muy protectiva en un mercado informal deprimido. Y cuando fracasa echarle la culpa a la falta de controles, como esos hinchas que en 2018 le pedían “más huevo” a los jugadores de la Selección cuando lo que hacía falta era buen juego.
Lo mismo puede decirse de la campaña en contra de los créditos UVA (que más que “una estafa” fueron la última ventana de oportunidad que tuvieron los no herederos para acceder a un crédito hipotecario en la Ciudad) o el enamoramiento de la construcción y entrega de “la casa propia” como única forma posible de acceso a la vivienda.
Ni el Estado tiene los fondos -ni la capacidad- para construir vivienda para todos, ni todos los deciles de ingresos en esta Argentina empobrecida tienen la misma capacidad de repago. ¿Dónde están los proyectos de alquiler social, de fomento a privados para desarrollos con destino social, en suma, una mínima articulación con el mercado?
Algunos lo intentan. Manuel Socías, legislador del FdT proveniente del think-tank de Carlos Tomada, presentó un plan para revivir el microcentro según el cual los propietarios podían sacar créditos a tasa negativa para encarar readecuaciones y convertir sus oficinas en viviendas de alquiler para sectores medios. No era un programa compulsivo sino que partía de un esquema de incentivos. La iniciativa nunca se trató.
En este sentido, podría decirse que la principal responsabilidad política del actual estado de cosas no recae en la oposición, que desde hace tiempo se enfrenta a una alianza gobernante con mayoría propia en la Legislatura luego de que el larretismo cooptara a varios de sus antiguos opositores (de la Coalición Cívica al Partido Socialista, pasando por los sellos electorales de Graciela Ocaña y el ex rival Martín Lousteau). Pero precisamente por eso, la articulación política y la construcción de consensos tiene que partir de bases firmes y coherentes. Si la apuesta es a largo plazo, al progresismo porteño le falta un discurso de futuro: menos defensa de casonas de Saavedra y estacionamiento gratuito en la calle y más herramientas del nuevo urbanismo; menos “controles de precios” y más políticas públicas que anticipen las movidas de los actores privados.
Los sectores a la izquierda del espectro político tienen que abandonar las alianzas improbables con propietarios y automovilistas, dejar de confundir densidad con hacinamiento, y entender que no existe crédito hipotecario sin un mínimo de estabilidad macroeconómica. Dado que sus dirigentes hoy no forman parte del gobierno, lo que enfrentan es un problema principalmente conceptual. Como decía Vladimir Illich, lo primero que hay que hacer es “estudiar, estudiar y estudiar.”