De las experiencias vinculadas al acto de pronunciar un veredicto sobre cualquier cosa, verdaderas plagas de la cultura imperante, la de conceder un premio es posiblemente el subgénero más triste: premian las autoridades, digamos los auto-autorizados.
No importa que lo hagan en favor de un juicio atado de pies y manos al gusto personal, los aprendizajes asociados el modo de mirar o la sanata de los valores. Si hay autoridad, el juicio no se apela, o se apela y no se modifica. Varios condenados a muerte han sentido en carne propia los resultados de un juicio injusto. ¿Y? No pasa nada, el mundo sigue andando.
El juicio, con sus fallos terminantes, tiene la misma dificultad de precisión en todos los ejercicios donde aparezca. Por ejemplo, alguien dice en una red social, por decir algo, de la nada, sin que nadie se lo le pregunte (este tipo de reflejo se llama pronunciamiento y, pese a su proliferación, nadie lo necesita de nadie): “Picasso es un bluff”, y se desata la guerra de matices, que puede estar bien o mal, pero transcurre en una saludable horizontalidad. Es una actividad inútil y vanidosa, pero no mata a nadie.
Tampoco se mata a nadie cuando no se le entrega un premio a quien habría de merecerlo, y aquí hay que reparar en el “habría” para darle a cualquier merecimiento el condicional que le va como anillo al dedo. A un premio lo recibe uno o lo recibe otro, la unción obedece a una lotería ideológica. Se han visto muchos casos, si no de injusticia, al menos de perplejidad en las entrañas de la Academia Sueca, tanto por sus omisiones como por sus reconocimientos y sus subterfugios de censura, entre los que la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan para no dárselo a Philip Roth es un récord de vergüenza ajena. Imaginemos el pozo de sorpresa al que caeríamos si a un libro de César Aira le dieran un Grammy por Álbum del Año.
Los premios son una fuente de opiniones divididas. Es que ¿a quién no le gustaría tener el poder de ungir? ¿Y el de castigar con la indiferencia o la desconsideración, cuando no directamente dar con un caño?: ¿les gustaría? Respondan con una mano en el corazón y la otra en el caño. Son pulsiones bíblicas empujadas por costumbres hechas reflejos, de las que muy pocos perdonavidas son capaces de desentenderse.
Pero, en apariencia, la última edición de los premios The Best de la FIFA introdujo una alteración en los modos en que se manifiestas los gustos de “lo argentino”, sea lo que fuere ese planetita tan expresivo habitado por los argentinos que hablan, generalmente cargado de tensiones negativas, quejas terminales y ojos inyectados en aros de malasangre.
Por una vez, hubo un efecto de unanimidad ante la consagración de los otros. En realidad, casi de unanimidad, porque toda la masa pública simpatizaba con los consagrados menos… Fernando Iglesias, El Niño Enojado, que se anticipó unos días a despreciar a la Selección Argentina, esa usina de felicidad popular en la que él ve cucos retronacionalistas, consolidando por si hiciera falta su conducta de electrón no apareado.
Por al atrio de la FIFA que, como cualquier organización mafiosa de elite, acumula capital haciendo su ley desfilaron Dibu Martínez, Messi, Scaloni y el inenarrable Tula, un perdigón menemista, quizás el último, incrustado en el lujo también menemista de Zurich.
Apartando delicadamente a Tula, que representó a los hinchas argentinos en Qatar, un híbrido social compuesto, por un lado, por aficionados intensos al fútbol y, por el otro, por aficionados blandos al turismo deportivo, podríamos quedarnos no sólo con los tres ganadores restantes sino, especialmente, con los por qué de esa conquista colectiva, masiva, que no abandona su actividad en la memoria social y, también, en la personal, porque es la profundidad lo que vuelve íntima la felicidad de conjunto.
Por las causas que fueran, sin que se evite mencionar las más equivocadas, el Mundial de Qatar será para millones de argentinos un recuerdo individual. Primero porque todos los recuerdos son individuales, y uno es su compositor; pero también por el nivel emocional en el que se dieron los hechos que contemplábamos en una pantalla mientras el corazón se nos salía por la boca.
Volviendo a los premiados Messi, Martínez y Scaloni, ¿representantes de qué mérito son? Messi del don, Martínez de la desinhibición y Scaloni de la inteligencia flexible aplicada. Perfecto. Pero eso no nos dice nada. Parece decir más la bella neurosis común, esa neurosis “sana”, que afectó a ellos y a sus compañeros para prestarse a la proeza colectiva en la que se alcanza a ver una experiencia de tipo amorosa, y que está menos presente en el amor que le retribuyeron a sus millones de amantes que en la manera en que ellos mismos, ídolos, dioses, pedazos de Narcisos, disolvieron sus figuras en el tanque de ácido del bien común.
En la entrega de los The Best de la FIFA, volvió a verse en los discursos de los premiados mucho de lo que sostuvo la hermandad de las concentraciones. ¿Qué fue eso? Un deseo, quizás un híperdeseo si estas cosas se midieran en un deseómetro. Y, sobre todo, una forma de probarlo.
¿Cómo se prueba un deseo? No abandonándolo; y no porque no se quiera sino porque no se puede. Es lo que explica, por supuesto que dicho en registro de comedia, que la Selección Argentina haya sido el primer campeón de futbol-bullying de la historia. Porque ¿qué fue ese bonus de toreos, pataditas a la pasada y altísima concentración sino un mensaje que le decía a los rivales: nadie desea esta copa como nosotros? Desde entonces, ninguno de nosotros puede decir que no sabe cómo se desea mucho algo. Esa es la lección de estos maestros.
JJB