Tenía 89 años y era la voz de una teología comprometida desde el mundo evangélico y protestante. Era ecuatoriano de nacimiento, pero había crecido en Colombia. Estudió en Estados Unidos e Inglaterra, vivió en diversos países latinoamericanos, pero en la década del 60 se afincó en Argentina. Formó parte de las transformaciones culturales del cristianismo evangélico y dio combates teológicos y pastorales únicos. Apostó por una Iglesia diversa y “en misión”, como llamaba al compromiso social por los más débiles. Creía en la especificidad de nuestro continente y, sin embargo, era universalista: criticaba la importación acrítica de teologías de otras latitudes, pero dialogaba con un cristianismo universal, ecuménico y que diera “sal y luz” a todas las naciones. Creía que en el Evangelio se hallaban las claves de la transformación humana, pero también de la transformación social. Se llamaba René Padilla. Y falleció ayer.
Beatriz, su segunda esposa, a quien amaba, era quien abría las puertas de su casa de La Lucila, provincia de Buenos Aires. Con achaques propios de la edad pero lúcido como un joven de veinte años, René leía o escribía en un amplio salón rodeado de libros que daban cuenta de una formación cristiana y universalista. Adelante, en un pequeño cuarto, funcionaba Ediciones Kairós, una casa de publicaciones que había fundado hacía ya años y que publicaba libros cristianos “diferentes”. Quien se adentraba en ella podía ver títulos como Ensayos desde el feminismo teológico latinoamericano de Nancy Bedford, Cristianos ricos en una época de hambre de Ron Sider, Teología liberadora: enfoque desde la opresión en una tierra extraña de Justo González, Basta de religión!: como construir comunidades de gracia y libertad, de Marcos Baker, y En busca de Cristo en América Latina de Samuel Escobar. El proyecto persistente de Padilla: un cristianismo que mirase al cielo pero que tuviese los pies en la tierra. Un cristianismo que entendiese, de una vez y para siempre, que el hambre de cielo se hace con hambre de vida en este mundo: desatando las cadenas de la opresión –social, de clase, de género—, compartiendo desde una ética social con el humilde, construyendo desde la sencillez y la modestia.
El hombre que leía en el salón era un teólogo más –todos somos uno más— pero no uno cualquiera. Nacido en el seno de una familia protestante asediada por la pobreza en Ecuador había migrado a Colombia, donde había conocido los primeros inconvenientes por su fe: fue expulsado de una escuela por no participar en una procesión católica y observado críticamente por una sociedad que no había avanzado todavía hacia el ecumenismo. Estudió teología becado por la Universidad de Illinois y fue asumiendo, progresivamente, una posición relevante en el mundo cristiano-evangélico. En la década de 1960, comenzó a enraizar una posición clave en la teología protestante: la necesidad de un compromiso social de la Iglesia. Un compromiso que, para Padilla, debía estar anclado en la especificidad del contexto en el que la iglesia actuaba. Existían problemas globales, pero existían problemas latinoamericanos, existían problemas latinoamericanos, pero también problemas nacionales.
Frente a las perspectivas de derecha –que hacían hincapié en un cristianismo privado que solo habla de la “salvación del alma”— Padilla decía: “Jesucristo vino no solo para salvar mi alma, sino para formar una nueva sociedad”. El contexto global era de cambio: grupos de oposición a la Guerra de Vietnam, el movimiento por los derechos civiles con el pastor Martin Luther King a la cabeza, los ecos de la revolución cubana en América Latina, el nacimiento de organizaciones sociopolíticas que veían la posibilidad de una transformación de la sociedad en un sentido socialista. Padilla, sin embargo, no se alineaba nítidamente con la llamada “teología de la liberación” –nacida del catolicismo, pero que también tenía su “pata evangélica” – que unía, casi indistintamente, marxismo y cristianismo. Dialogaba con ella –y con sus representantes evangélicos, como el grupo Iglesia y Sociedad en América Latina—, recuperaba aspectos, pero también era crítico.
Para Padilla, era posible incorporar una perspectiva de ética social (socialista) en las iglesias instituidas desde una perspectiva del Evangelio. Fue en aquellos años, cuando Padilla formuló sus propias perspectivas teológicas y formó la llamada Teología de la Misión Integral, en la que los aspectos de la experiencia mística cristiana se combinaban con la responsabilidad de los cristianos de transformar la sociedad en un sentido ético. Ajustaba sus ideas a una lectura del Evangelio: creía que no se podía servir al mismo tiempo a Dios y al Dinero, abogaba por el respeto de los derechos humanos, condenaba al capitalismo salvaje que deshumanizaba a las mujeres y los hombres y los convertía en una mercancía, rechazaba las distinciones de género que ponían a las mujeres en un segundo plano y, a la vez, era crítico de la llamada “violencia revolucionaria”. Para él, no se trataba de estar en una “tercera vía” entre derechas e izquierdas. Se trataba de estar en el mensaje de Cristo.
En 1970, sus ideas tomaron cuerpo cuando formó, junto a Samuel Escobar y otros hermanos y hermanas en la fe, la Fraternidad Teológica Latinoamericana. A través de ella, distintos pastores, pastoras y teólogos debatieron fuertemente en el Primer Congreso Internacional sobre Evangelización Mundial, celebrado en la ciudad de Lausana en 1974. Fue allí cuando, junto a su maestro, el presbístero anglicano inglés John Stott, logró incorporar en el documento final del Congreso –que sería clave para una perspectiva “progresista”— el punto cinco que decía: “Afirmamos que Dios es tanto Creador como Juez de todos los hombres. Por tanto, debemos compartir su preocupación por la justicia y la reconciliación de toda la sociedad humana y por la liberación de hombres y mujeres de todo tipo de opresión… Expresamos nuestro pesar por nuestra negligencia y por haber considerado que el evangelismo y la conciencia social se excluían mutuamente. Aunque la reconciliación con otras personas no sea la reconciliación con Dios, el evangelismo no sea acción social, ni la liberación política salvación, sin embargo, afirmamos que el evangelismo y la implicación socio-política son ambos parte de nuestro deber como cristianos”.
Progresivamente, Padilla fue incorporando aspectos de las teologías más liberacionistas con las que había debatido (representadas por Iglesia y Sociedad en América Latina, por numerosos pastores metodistas y por espacios del protestantismo como la Iglesia Evangélica del Río de la Plata) y abriéndose a un discurso que incorporaba también la cuestión de los derechos humanos. Y durante toda su vida siguió manifestando la necesidad de una teología comprometida que fuera creación y no copia. Para él, “las imágenes de Jesucristo importadas del Occidente han resultado defectuosas, demasiado condicionadas por el cristianismo constantiniano con sus distorsiones ideológicas y sus agregados culturales, y terriblemente inadecuadas como base para la vida y misión de la iglesia en situaciones de grave pobreza e injusticia”.
Nunca rehuyó al compromiso. Enfrentó teológicamente a las dictaduras latinoamericanas y cuando el neoliberalismo penetró en las culturas latinoamericanas, dio profundos debates a aquello que consideraba una economía deshumanizadora. Muchos miembros de la izquierda teológica, con los que también había debatido, fueron publicados por él. José Miguez Bonino –acaso el mayor teólogo de esa corriente— fue publicado por el grupo de Padilla, la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Padilla siempre lo consideró como un amigo y un maestro. En aquel contexto, la revista Iglesia y Misión, dirigida por el propio Padilla, también discutió fuertemente la problemática del dinero en las iglesias, la participación política de los evangélicos, las penetraciones culturales a través del poder.
El sociólogo y antropólogo Pablo Semán, estudioso de las tradiciones evangélicas, comenta para elDiarioAR: “Hasta cierto punto, René Padilla representó para una amplia porción del mundo evangélico algo parecido a lo que expresa la teología del Papa Francisco para el catolicismo. Padilla construía un arco que componía el compromiso social con la centralidad de la experiencia cristiana. Era una conciliación de aspectos de teología liberacionista –sin dejar de ser crítico de ella— y de la experiencia espiritual. Para Padilla, la Iglesia no solo debía estar abocada a lo social, a los derechos sociales y las reparaciones y los daños del capitalismo (algo de lo que se ocupó muy fuertemente), sino que debía promover una experiencia espiritual que tuviera en el centro a Cristo. No perdía de vista la esencia de esa experiencia cristiana para hacer puro socialismo, ni hacía puro socialismo perdiendo la experiencia cristiana. Él tenía, gracias a eso, la capacidad de composición entre la intelectualidad evangélica de izquierda y los grupos más influidos por la carismatización pentecostal”. Su testimonio cristiano era reconocido por buena parte del arco de los cristianismos evangélicos y eso era lo que le daba tránsito y mediación. Padilla era más un justicialista que un revolucionario“.
Padilla, sin embargo, no se alineaba nítidamente con la llamada “teología de la liberación” –nacida del catolicismo, pero que también tenía su “pata evangélica”– que unía, casi indistintamente, marxismo y cristianismo.
Al igual que Semán, el teólogo David Roldán, dice a este medio: “En la década de 1970, Padilla parecía tener una postura intermedia entre las teologías revolucionarias y los grupos más conservadores. Sin embargo, su mensaje de responsabilidad social fue penetrando cada vez más y provocó un diálogo cada vez más con la izquierda. Durante muchos años, Padilla defendió una ética social desde un cristianismo latinoamericano, criticó fuertemente el manejo de dinero desde iglesias norteamericanas y la utilización de proyectos eclesiales extranjeros para imponer agendas contrarias a los derechos que él consideraba que debían reivindicar los cristianos. Fue, además, el promotor de la idea de ”contextualización“ de la Biblia: frente a quienes leían literalmente, él proponía una mirada de los textos en tiempo y espacio. Esa fue otra de sus contribuciones principales”.
Durante las últimas décadas, muchos jóvenes encontraron en él un refugio y un espaldarazo. A aquellos que llegaban del cristianismo –pero habían vivido frustraciones ideológicas o experiencias fallidas en sus propios ámbitos— intentaba mostrarles que no era necesario dejar la fe: había otro camino. A los que llegaban desde otros ámbitos, les mostraba que la fe podía no implicar una renuncia a sus posiciones ideológicas y sus concepciones políticas. En su casa-editorial de La Lucila tenía uno de los proyectos que más apoyaba y apreciaba: la distribución de Ediciones El Altillo, una pequeña editorial marplatense, nacida desde la perspectiva de ese “otro cristianismo”: uno que habla a los pobres, que incluye a las diversidades sexuales y de género, que amplía horizontes.
Ayer, destacados teólogos comprometidos se refirieron a él. Vinay Samuel, teólogo, director fundador del Centro de Estudios Misioneros de Oxford; Miroslav Volf, fundador y director del Centro de Fe y Cultura de la Universidad de Yale, y el destacado pastor y teólogo colombiano Harold Segura, tuvieron sentidas palabras para René Padilla, a quien consideran también uno de sus maestros. Despedidas sentidas, como la que hicieron también sus familiares y amigos desde Ediciones Kairos y la que realizó la teóloga Ruth Padilla DeBorst, una de sus hijas.
Para Padilla la Iglesia no solo debía estar abocada a lo social, a los derechos sociales y las reparaciones y los daños del capitalismo, sino que debía promover una experiencia espiritual que tuviera en el centro a Cristo
Lucas Magnin, joven teólogo de 35 años, encontró en Padilla a un amigo, un referente y a un editor de un libro que ninguna casa quería publicar. “Recuerdo conocer a René en un bar anónimo del centro de Córdoba. Ya tenía más de 80 años. Era el padre de muchas experiencias fecundas y, sin ninguna obligación ni necesidad, nos abrió su corazón. Nos habló de sus tristezas y alegrías, de las cosas que lo ponían de mal humor, de cuánto extrañaba a su fallecida esposa Kathy, los dilemas financieros de la editorial a la que dedicó buena parte de su vida y el dolor de algunas traiciones de amigos cercanos. Luego, con Almendra, mi novia y ahora esposa, lo llevamos, en nuestro auto destartalado y viejo, a tomar el avión de vuelta a su casa. Almendra había impreso en un ciber uno de mis libros (Arte y fe), que yo había tenido guardado por años en mis documentos. Después de haber golpeado muchas puertas, de hartarme del rechazo editorial, lo había archivado por tiempo indeterminado. Almendra le dio el manuscrito a René un ratito antes de dejarlo en el aeropuerto; un par de días después, llegó un mail suyo agradeciéndome por haberlo escrito, entusiasmado con su publicación y comprometido a venderle la idea del libro a Ediciones Kairós (que nunca había publicado sobre esto). Podría decir muchas cosas sobre él, pero diré simplemente que expresaba una sola palabra: generosidad. Fue un hombre que vivió con sencillez, 'para que en su pobreza fuéramos nosotros enriquecidos'. Un hombre que vivió con coherencia aunque los religiosos lo vilipendiaran y los recursos escasearan. Morir viviendo una vida como esa no parece una noticia tan terrible.”
Almendra, que tiene hoy 28 años y conoció a René Padilla junto a Lucas, dice: “Teníamos veintipico y habíamos escuchado de la Teología de la Misión Integral. Desde adolescentes, la habíamos practicado: la vivimos en distintas actividades con niños, niñas, adolescentes, en comedores y distintas actividades de servicio comunitario de nuestras iglesias. Solo que no la llamábamos así. No tenía nombre teológico ni ninguna otra elaboración mas que 'amor al prójimo'. Y es que, en la mayoría de los lugares donde las urgencias son otras, la reflexión sobre la acción pasa a un último lugar de la lista de tareas de los grupos de trabajo. Pasaron los años y comenzamos a escuchar y a investigar lo que René Padilla y otros habían articulado y elaborado como propuesta teológica. La Misión Integral fue la síntesis que nos ayudó a ponerle nombre a lo que creíamos y hacíamos: Dios no quería que solo predicáramos una ida al cielo, sino que esta reconciliación comenzaba acá y abarcaba las todas dimensiones: entre el ser humano y Dios, consigo mismo, con el prójimo, con la creación. René Padilla nos ayudó a pensar, desde nuestra fe evangélica, la articulación con nuestra militancia social. Ahora no honramos su vida no solo recordándolo, sino poniendo nuestro cuerpo, mente y alma al servicio de los demás”.
Fue un hombre que vivió con sencillez, 'para que en su pobreza fuéramos nosotros enriquecidos'. Un hombre que vivió con coherencia aunque los religiosos lo vilipendiaran y los recursos escasearan.
Los testimonios se reproducen y llegan siempre a ese punto: lo que René Padilla generó en jóvenes que se encontraban frustrados o eran críticos de experiencias en el cristianismo que habían vivido. Jano, un joven de 36 años, dice: “Conocí a René a fines de 2013, estaba a punto de dejar la Iglesia donde crecí, decepcionado con las estructuras eclesiales y la institución en general. Me enteré que René daba una lectura circular del Evangelio de Lucas y me acerqué en la semana sin mucha expectativa. Me encontré con un grupo de personas que hacían una lectura horizontal y por primera vez sentí la visión de los Evangelios desde la justicia social. Encontré a un grupo que no escondía el aspecto político y social de Jesús como figura relevante, encontré un cristianismo a ras del piso. Saber que había otros grupos de personas que conciliaban un recorrido de fe con posturas vinculadas a la justicia social y que eran políticamente más progresistas me trajo mucha tranquilidad”.
En lo personal, conocí a René Padilla en 2018 en medio de una crisis y una búsqueda personal. ¿Es posible encontrar a Dios sin dejar de ser lo que se era? Los cristianos tienen una frase para eso: “nacer dos veces”. Los renacimientos, sin embargo, nunca se hacen sobre la nada. Los cambios radicales mantienen ideas. Padilla lo sabía bien: nadie se convierte en un santo. Para él, era posible seguir siendo de izquierdas y ser cristiano. Y, sobre todo, seguir siendo un pecador –al final el mensaje estaba destinado a ellos (a nosotros)— y apostar por el camino de Jesús. Me pareció ver en él a un hombre de esos que no cree en los que se visten de santos para ser santurrones, sino que más bien cree que todos pueden predicar un mensaje de reconciliación.
Hablamos pocas veces, la pandemia habilitó algún zoom. Su mujer, Beatriz, estaba siempre deseosa de activarlo y de cuidarlo. Creo que fue un hombre abierto. Al menos en lo que yo conocí, le gustaba discutir de política y estaba preocupado por la desigualdad en el país en el que vivía. No iba por el mundo convirtiendo a la gente: creo que simplemente decía lo que pensaba. Eso le costó caro. Hace algunos años, en una conferencia en Brasil, denegaron su participación acusándolo de ser un “cristiano marxista”.
Una vez, sin embargo, escribió: “Muchas veces nuestro ecumenismo se reduce al grupo de gente que está de acuerdo con nosotros políticamente; que comparte la misma ideología de cambio social y sueña en una sociedad socialista. Si nuestro ecumenismo se reduce a eso, estamos equivocados”.
Es difícil ser abierto. El desafío de él fue serlo frente a quienes no siempre lo eran. Creía que su idea de misión integral podía ser adoptada por gente diversa. No hacía diferencias entre denominaciones ni entre protestantes y católicos. Todos: luteranos, bautistas, metodistas y pentecostales podían responsabilizarse socialmente y ampliar el horizonte de la fe en comunión con el otro. Dejó discípulos. Ellos seguirán luchando por esa tarea.
MS