La que corre más rápido es Ámbar pero la que organiza al equipo es Catalina. Ponen en pausa el juego que las tiene arrodilladas delante de unos plantines y corren a meterse en la casilla de maderas en la que viven: en febrero cumplirán un año allí. La casilla tiene las maderas manchadas, por la tierra que a veces trae el viento y por el barro que a veces provoca el agua. La corrida incluye a Lihuel: un loteo improvisado e informal los convirtió en vecinos y el tiempo compartido los volvió amigos. Los tres salen de la casilla más rápido de lo que entraron y con papeles que muestran enseguida, ante una presencia a la que no están acostumbrados. Es que casi nunca llega nadie hasta acá. Sus carteles dicen “No al desalojo”, “Quiero vivir acá”, y “Tierra para vivir”.
Fue Catalina, de 9 años, la encargada de conseguir hojas, una birome azul y las palabras que declama junto a Ámbar, su hermana de 6, y Lihuel, que tiene 7. Son tres de las nenas y los nenes que viven en la toma de tierras de Los Hornos, que empezó el 16 de febrero de 2020 en esta localidad de La Plata y que es la más grande de la Provincia. Y son tres de esos 8,3 millones de chicos, chicas y adolescentes que viven por debajo de la línea de pobreza en la Argentina. Según el Observatorio de la Deuda de la UCA, el 64,1% de quienes tienen menos de 18 años son pobres.
Las tierras ocupadas en Los Hornos son 160 hectáreas en el predio del ex Club de Planeadores de La Plata, un espacio que hace décadas se pensó como un aeropuerto para la capital provincial pero que nunca llegó a serlo. Aún así, alcanzó para que una zona cercana se llame Barrio Aeropuerto. Hoy el terreno pertenece a la Agencia de Administración de Bienes del Estado (AABE), un organismo nacional que, según el Ministerio de Desarrollo de la Comunidad bonaerense, ya cedió el uso de al menos 71 hectáreas para que sean urbanizadas y se desarrolle allí un espacio de viviendas sociales con los servicios básicos disponibles.
La Justicia federal aprobó la urbanización a la que el ministerio provincial se comprometió y que el Municipio de La Plata rechaza en los términos actuales. “Estamos de acuerdo con que se urbanice, pero primero debería desalojarse y relevar la situación caso por caso. No se puede avalar la toma ilegal de esta manera”, sostiene María Botta, secretaria de Planeamiento municipal. Un informe hídrico presentado por La Plata y confeccionado junto a la universidad nacional de esa ciudad da cuenta de que una zona de esas 160 hectáreas es inundable: La Plata sabe de inundaciones y la tragedia que pueden acarrear.
En las previsiones de la Provincia, no habrá allí viviendas sociales sino zonas de trabajos agroecológicos o recreos para sindicatos. Pero ahí están, ahora y entre muchos otros, Ámbar, Catalina y Lihuel.
El coronavirus no atraviesa la conversación de quienes se instalaron en Los Hornos hace once meses. No están cuidando a ningún vecino con síntomas, no hay barbijos a la vista y, por el camino por el que habitualmente se accede al llamado Barrio Unidos, en la zona inundable, no podría asomarse ninguna ambulancia si hiciera falta. Ni por coronavirus ni por nada. “No tuvimos casos. En algún momento pasaron a controlar si teníamos síntomas pero no hubo nada”, dice Daniel, al que varias familias tratan como referente en esa zona. Con otros hombres, abrió zanjas para amortiguar una posible inundación.
Stella Maris, referente de varios sectores que sí serán urbanizados según la proyección ministerial, cuenta: “Calculamos que hay unas 2.400 familias que se metieron en alguno de los terrenos. Hubo un desalojo apenas entramos -estuvo a cargo del Ministerio de Seguridad de la Provincia, pero según confirma esa cartera, luego fue desafectado de la custodia del predio, ahora dependiente de Gendarmería- y volvimos a meternos. Imaginate, es la posibilidad de algo propio”.
Hacia mediados de 2020, Desarrollo encabezó un censo de la zona: relevó 4 de las 160 hectáreas que tiene el predio, es decir, el 2,5% de la superficie total. El Estado provincial contó 188 familias en ese pequeño sector, pero no sabe con certeza cuántas familias hay en las 156 hectáreas restantes.
“Acá en Barrio Unidos hay unos 500 terrenos tomados, pero unas 100 familias que viven todos los días en su lote. Hay lista de espera de por lo menos 50 familias más, así que cuando festejemos un año de la toma vamos a ver quiénes no están y seguramente esos terrenos los vayamos dando a quienes estén en lista de espera”, describe Daniel. “Esto es una toma y el que no está, sabe lo que puede pasar”.
Hasta noviembre nada del anunciado proceso de urbanización era visible. Ahora pasaron algunos tractores para abrir y apisonar calles de tierra que habían abierto artesanalmente quienes viven en la toma, en los sectores que serán habitables. El ministerio, encabezado por Andrés “Cuervo” Larroque, se ocupó de medir algunos terrenos y lotearlos, y de levantar y trasladar algunas de las casillas y ranchos de acuerdo al plan de urbanización, cuyo presupuesto, sobre el que elDiarioAR no obtuvo precisiones, no depende directamente de esa cartera sino del Ministerio de Gobierno provincial.
“No sabemos cuántas son, pero muchas de las que están acá son mujeres que están solas con sus hijos”, describe Stella Maris. Elizabeth es una de ellas. Llegó a la toma hace 8 meses, con Priscila, de 7, y Humalay, de 5. Pagó 4.000 pesos por la estructura envejecida de una casilla de madera a la que algunos nylons estirados le hacen de techo: todavía no consiguió chapas. Priscila es la que está más atenta a que uno de sus perros no moleste demasiado a su perra, que está recostada y tiene cuatro o cinco cachorros prendidos a ella, encarnando todo lo de mamíferos que tienen. Humalay entra y sale de la casilla con distintas frazadas viejas: “¿Puedo esta, mami?”. Prueba hasta que le dicen que sí y desaparece por el costado de la estructura: juega a que esa frazada le haga de lona a una especie de carpa india que improvisó con maderas sueltas. “Esta casilla es sólo mía”, dice.
Elizabeth se fue de la casa que alquilaba en Los Hornos después de dejar de trabajar como cocinera en un restorán cuyo movimiento quedó prácticamente congelado cuando empezó la pandemia. Eso y los dolores de la fibrosis quística que le diagnosticaron la llevaron a renunciar. De los 6.500 pesos mensuales que recibe por la Asignación Universal por Hijo usa 3.600 para tratarse. “Esa plata no alcanza para ningún alquiler, así que me vine con las nenas. Están más cariñosas conmigo: antes las cuidaba una niñera entre ocho y diez horas, ahora estamos juntas todo el día”, cuenta Elizabeth. Dos veces por mes va hasta la escuela de sus hijas y vuelve con un bolsón de comida.
“Extraño a mi maestra, la señorita Mónica”, dice Priscila. Su interacción con la maestra fue siempre por WhatsApp: algunas veces, a través de esa vía, hicieron una videollamada. “Pero fueron muy poquitas. Casi siempre fueron fotos de los cuadernillos a medida que mi hija los iba completando, cada dos semanas más o menos”, explica Elizabeth. “Me gusta jugar acá, tengo más espacio, pero extraño jugar con los amigos de la escuela”, dice Priscila. Entra a la casilla, vuelve con una flauta y prueba algunas notas: “Estábamos aprendiendo con la señorita de Música”. Yésica vive en el Barrio Unidos y dos de sus hijas van a la primaria: “Una de las dos se comunicó con la maestra cada quince días, por WhatsApp. La otra, nunca, ni una vez en todo el año”, diagnostica.
Antes de que un amigo suyo y de su pareja les regalara un terreno tomado en el sector 3 de la toma de Los Hornos, Andrea y sus tres hijos dormían en una cama de una plaza. Ella estaba embarazada de su única hija mujer, que ahora tiene tres meses. “Esto es otra cosa: su papá pudo venir a vivir con nosotros y tienen más espacio. Acá juegan a la escondida, a la mancha, con barro. Antes estaban con el celular todo el día, ahora se entretienen entre ellos y con los hijos de los vecinos”, describe Andrea. A su alrededor, los tres varones se disparan con pistolas de agua y le disparan también a Bimba, la perra que está atada a la casilla de madera, cuyo techo de chapas ancho alcanza para proteger la heladera apoyada sobre la tierra. Es para divertirse y para amortiguar el calor en estas 160 hectáreas en las que es prácticamente imposible encontrar un rincón de sombra. “Arón justo empezó primer grado en una escuela nueva y enseguida dejó de haber clases, y no supimos más nada de las tareas ni de la maestra, nada”, cuenta Andrea.
Jorge es obrero de la construcción y el papá no sólo de Lihuel, sino también de Maia. Trabajaba sobre todo en City Bell pero la pandemia y la cuarentena pusieron freno a esa actividad. “No hubo más trabajo y no nos alcanzó más para el alquiler, así que nos vinimos para acá”, dice. Él y Andrea, su esposa, ya gastaron 28.000 pesos en una casilla, y él construye para otros que se instalan en los terrenos: cobra, por ejemplo, 1.000 pesos por juntar e instalar cañas que sirvan para separar un lote del lindante. “Averiguamos para cambiar a los chicos a la escuela que está más cerca pero nos dijeron que no aceptaban chicos de la toma”, asegura ella. “No quiero que nos saquen a la calle”, repite Lihuel algunas veces, apenas un ratito después de mostrar el cartel que decía “No al desalojo”.
Según fuentes de la Dirección General de Escuelas de la Provincia, de los 3,3 millones de chicas y chicos que estudian en primarias y secundarias públicas bonaerenses, 279.000 -el 8,5%- discontinuaron su vínculo pedagógico: en Los Hornos la tasa se queda corta. Esas mismas fuentes explicaron que uno de los Equipos Focales Territoriales para la Emergencia Educativa (EFTEE) relevó a las familias que pensaban instalarse en la toma y necesitaban escolarizar a sus hijos en primarias y jardines, ya que “no se identifcó matricula potencial para secundarias”. No hubo, sin embargo, respuestas sobre un relevamiento general respecto de cómo fue el año escolar de quienes ya estudiaban en alguna escuela. Sobre si las escuelas cercanas negaban vacantes a los chicos que viven en la toma, las fuentes descartaron esa posibilidad, aunque también sostuvieron que si algún director se expresó de manera equivocada, escapa a la supervisión general de esa dependencia.
El único rincón de sombra a la vista de quienes viven en Barrio Unidos es un espacio lindante con el terreno estatal: chiquito y privado. Allí colgaron un aro de basket y pusieron una calesita, y de allí se fueron cuando el dueño del espacio denunció la intromisión y la Gendarmería los intimó a desalojar esos metros cuadrados.
“Ahora estamos armando otra placita y va a haber algún apoyo escolar, porque no sabemos qué va a pasar hasta que vuelvan las clases”, dice Daniel. Es al rayo del sol, en una zona inundable, a donde no llegan ni los tractores que apisonan la tierra, ni los censos, ni la llamada continuidad pedagógica.
JR