La causa en la que se investiga a la ONG “La razón de vivir” por reducción a la servidumbre, y en la que está involucrado el conductor Marcelo “Teto” Medina, puso el foco en los centros de rehabilitación para las personas con consumos problemáticos. Un espacio en donde conviven residencias habilitadas, otras que no lo están y otras que dependen de las iglesias. Según datos de la Federación de Organizaciones no Gubernamentales de la Argentina para la Prevención y el Tratamiento de Abuso de Drogas (FONGA), por cada espacio habilitado, hay tres ilegales. En el medio, la desesperación de las familias y la falta de fiscalización y control del Estado.
“Si buscas en internet, los primeros centros que te aparecen son ilegales, también se ven los carteles en la ruta. Pero cuando pasan estas cosas, nos terminan golpeando a nosotros. Los ilegales siempre existieron, pero fueron creciendo mucho más, sobre todo desde el 2010”, explica Fabián Tonda, presidente de FONGA y director de la Fundación Aylén. “Son lugares donde viven 100 personas y en realidad no podrían estar ni 30, los que estamos en la legalidad somos los visibles, por cada centro habilitado, hay tres ilegales”, agrega.
Según confirmó la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación Argentina (Sedronar), el centro “La razón de vivir” no estaba habilitado por el Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires. Algo que se repite también en otras provincias. “Surgieron como hervideros, sin hacer convenios con nadie, ni con gobernadores, ni con Sedronar. La aparición de estas comunidades terapéuticas que son clandestinas tienen que ver con la necesidad de la ciudadanía”, cuenta Silvia Alcántara, integrante de “Madres contra el paco”. La mujer enmarca esta proliferación de centros en la poca oferta que existe ante una demanda urgente y desesperante para las familias de adictos.
Las madres los ven morir delante de sus ojos y si encontrás un lugar en el que se queda y lo ves que va mejorando, lo que menos te importa es preguntar si es clandestino o está habilitado"
“¿Qué haces con tantos jóvenes en consumo si no tenes donde colocarlos?, ¿Si no hay voluntad en el chico que se consume durante 7 o 10 días seguidos sin comer ni tomar líquido? Las madres los ven morir delante de sus ojos y si encontrás un lugar en el que se queda y lo ves que va mejorando, lo que menos te importa es preguntar si es clandestino o está habilitado. Hay gente desesperada para que su familiar continúe adentro, con su tratamiento, porque conseguir un lugar es muy difícil”, explica Alcántara.
La Ley Nacional de Salud Mental N° 26.657, sancionada en noviembre del 2010, establece la creación de centros de atención en la comunidad y en hospitales generales. Además, incluye a las adicciones y problemas de consumo dentro de los padecimientos mentales que tienen que ser tratados como cualquier situación de salud y no en instituciones monovalentes. Sin embargo, aún hoy no se logra ese cambio de modelo y persiste la ausencia de dispositivos de atención. Ante esto, las familias llegan a lugares sin habilitación en los que se pueden dar estas situaciones de violencia.
Desde el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) vienen reclamando mayor participación del Estado en la fiscalización y control de estos centros. “La Ley de Salud Mental, que plantea otro modelo de atención centrada en la atención primaria de la salud, la de hospitales generales, es un sistema que aún no está fortalecido ni desarrollado. En la provincia de Buenos Aires está el plan de transformación, están trabajando en esto, pero hoy la respuesta inmediata para las familias sigue siendo estos lugares”, describe Fabián Murua, abogado del equipo Salud mental de la organización. “Hay casos de gente que viene de otras provincias porque ahí no encuentran atención y lo que uno ve es un peregrinar de las familias absolutamente desesperante. Terminan recurriendo a estos lugares, que en algunos casos ocurren graves violaciones a los derechos humanos”, agrega.
Celdas de castigo y “curas de sueño”
El mes pasado, la justicia condenó a un exempleado de seguridad del centro San Camilo, en Pilar, por homicidio culposo de Saulo Rojas, un joven mendocino que se suicidó en 2013, después de ser encerrado en una celda de castigo. En el juicio, el primero sobre una muerte dudosa en este tipo de instituciones desde la sanción de la ley, el juez Luciano Enrici acreditó también la falta de servicio del Estado provincial por la “total ausencia de fiscalización estatal sobre la estructura edilicia, equipamientos y recursos humanos de la Fundación Programa San Camilo”. A principios de este año, cuatro jóvenes que estaban internados en la comunidad terapéutica Resiliencia San Fernando, también en Pilar, murieron asfixiados durante un incendio. Los familiares denunciaron que no pudieron reaccionar al fuego porque estaban medicados para realizar una “cura de sueño”.
“Las denuncias tienen que ver con el sistema de premios y castigos, suelen implicar violencia o encierro, aislamiento o sobremedicación. En otros casos, hay personas que tienen imposibilitado el trato con sus familiares y muchas veces no pueden verlos. También hay gente conforme, la cuestión de fondo es que hay un modelo de atención que plantea la ley y que es el que se tiene que impulsar. Mientras eso no pase, tiene que haber un control del Estado, tiene que fiscalizar estas instituciones. Tiene el deber de habilitarlas y después de controlarlas, no alcanza solamente la habilitación”, agrega Murúa.
La directora de la Sedronar, Gabriela Torres, admitió que la accesibilidad es un problema y remarcó que el organismo no se encarga de las habilitaciones, sino que depende de los ministerios de salud de cada jurisdicción. “La accesibilidad es el eje de nuestra gestión, triplicamos la red para pasar de 300 lugares a tener 800 pero sigue siendo un tema en el que hay que trabajar más. No solo desde Sedronar, tiene que ver con el sistema de salud, con las gestiones municipales y las obras sociales que tienen que cubrir estos tratamientos”, le dijo Torres a elDiarioAR.
Según explicó, Sedronar tiene centros propios o territoriales comunitarios de tratamiento ambulatorio, además de aportar en otras instituciones. “Financiamos profesionales en centros que tengan las provincias o municipios, también casas de atención y acompañamiento comunitario, casas comunitarias vivenciales y comunidades terapéuticas. Esa red hace que en el último mes hayamos atendido 58.000 personas, hay casi 6000 en lugares convivenciales”, agregó Torres.
Por fuera de la red alcanzada por el Estado y las obras sociales, las comunidades clandestinas tienen valores que oscilan según los ingresos de las familias. “Los padres pagan lo que pueden, conozco gente que paga 2000 o 3000 pesos o colaboran con lo que pueden. Quizás alguien que tiene dinero paga 80.000 pesos. Hay gente que viene del interior porque no tiene dónde llevarlos. El problema es la ausencia del Estado para cubrir la asistencia. En esos lugares no te dejan al chico tirado en la calle, lo hacen pasar”, cuenta Alcántara.
Según explica Fabián Murúa, la atención de los consumos problemáticos está históricamente delegada en las comunidades terapéuticas. “Desde la década del 80 esto es así y el papel del Estado ha sido delegar ahí la atención. Se fueron fortaleciendo muchísimo durante la década del 90”, explica.
Desde las iglesias también trabajan con personas que tienen consumos problemáticos, pero destacan que no lo hacen como comunidades terapéuticas. “Trabajamos con profesionales, pero no como centros de rehabilitación. Somos un hogar, una iglesia, tenemos fichero de culto y desde la iglesia tenemos un ambiente para poder restaurar y acompañar a las personas con problemas. Estamos habilitados como iglesia pero no como una comunidad terapéutica. Hay gente que no se puede sostener en la calle, por eso existimos”, cuenta Carlos González, director del Centro Bernabé Casa de Restauración, perteneciente a la iglesia evangélica.
El lugar está en el Barrio Parque de Pilar y allí viven 14 personas. La mayoría tiene un aporte de sus familias y algunas están becadas. “Aceptamos personas cuando no tiene dinero, pero si vemos que podemos cubrir las necesidades. Lo ideal es que la familia pueda acompañar con algo para que la persona viva, acá no llegamos a los 30.000 pesos, alguno con menos, los aceptamos con lo que la familia se pueda comprometer”, explica González. Las personas que viven en el centro que funciona desde 1999, hacen trabajo de jardinería en las casas quintas vecinas y producen panificados para consumo propio.
“Hacemos mantenimiento de la casa, pintura y le damos lugar a la jardinería. Todos los programas de nuestra iglesia tienen actividades laborales porque es una de las falencias del adicto, la cultura laboral está perdida y tiene una mirada alejada de la realidad. No es solo sacarlo del ocio y ocupar su tiempo, sino enseñarles a vivir para cuando salgan del lugar. Lo que pasó con el caso del ‘Teto’Medina no tiene que ser una pantalla de lo que pasa en todos lados, porque estamos los que peleamos por sacar adelante a otros y los que hacen de esto un negocio”, agrega.
En esa línea también se expresa Tonga: “Cada vez que explota una situación como esta, nos pegan a todos y mantener un espacio de trabajo así es una lucha para poder sostenerlo. Estar en la clandestinidad o en la ilegalidad representa no tener área protegida, residuos patogénicos, contingencia de fuego, se abaratan un montón los costos de dar un buen servicio”.
CDB/MG