Margarita Lee trabajó tres años en Seis para Triunfar -muy popular programa de televisión de los 80-, pero nunca la dejaron decir una palabra en castellano. La llamaban la señorita Lee. Había llegado a Buenos Aires con 8 años. Creció con el odio a sentirse diferente. Aprendió castellano en velocidad. En los años optimistas de Alfonsín consiguió trabajo de azafata en Aerolíneas Argentinas. Un día una periodista la paró por la calle y la contactó con una agencia de publicidad. Su primer trabajo fue hacer una foto vestida con kimono de japonesa.
Después la contrataron de la productora de Seis Para Triunfar. Margarita no sabía quién era Héctor Larrea. Cuando lo conoció le pareció un caballero. Durante tres años se bajó justo del avión para grabar un sketch en el que Larrea le hablaba en castellano y ella contestaba en coreano. Estaba vestida como para una fiesta.
Margarita se fue en el pico del rating del programa más visto porque los productores no aceptaron que dijera algunas palabras en castellano cuando conversaba con Larrea. “Me pareció una falta de respeto para los argentinos que yo no supiera nada de castellano después de tantos años de vivir acá”, dice a elDiarioAR.
El respeto es una de las palabras clave de la cultura coreana. Viene de la filosofía confuciana, que plantea una sociedad ordenada alrededor de la veneración a los mayores y a la autoridad, lo cotidiano es que un joven trate de hermano o hermana mayor a cualquier persona con un año más de edad.
La otra palabra fundamental de la cultura coreana es esfuerzo. César vino a Argentina desde Corea del Sur a finales de los 80. Su esposa, Lee, cuenta que cuando llegaron durmieron diez días en una casa abandonada, con un bebé en brazos, casi sin nada para comer. Un paisano les prestó 2.000 dólares para poner un kiosco, vivían en el entrepiso, con el calor de sauna que producía el motor de las heladeras. Después otro coreano les prestó un local en Rosario. Vivieron en un sótano, después tuvieron otro local, después otro. Un día compraron un negocio céntrico en Rosario. Al local le pusieron Hola César, porque en ese momento estaba de moda el programa Hola Susana. “La comunidad coreana en la Argentina funciona con el valor del nombre de las personas, por eso confían”, cuenta Lee.
50 coreanos, en sus palabras
Entrevisté a 50 coreanos para el proyecto 50 Argentinos. En Argentina viven aproximadamente 25.000 coreanos y argentinos hijos de coreanos. Vienen del rigor extremo, del hambre que trae la guerra, a lo que se sobrepusieron con más rigor. “La Constitución coreana tenía un preámbulo de educación que los chicos teníamos que recitar todos los días cuando llegábamos a la escuela, en invierno hacían 20 grados bajo cero. El preámbulo empezaba diciendo 'nosotros nacimos con la misión histórica de sacar al pueblo de la pobreza'”, dice Dante Choi, un empresario que habla con cadencia porteña y empezó en el mundo de los negocios de niño. Armaba ruedas de bicicleta junto a toda su familia.
Los coreanos no mencionan al talento como un factor de la prosperidad que alcanzaron en pocas décadas. Hablan en cambio de la constancia, el esfuerzo y tener nunchi, algo así como la capacidad de darse cuenta de las cosas con intuición, leyendo las expresiones y la manera de moverse de las personas.
Los coreanos en Argentina son muchas veces discriminados desde niños. “En el colegio me trataban como si fuera extranjero, no era tan común que hubiera un oriental. Estaban los gastes del ponja, del chino, no te digo que me hicieron bullying pero me cagaba a trompadas todos los días”, asegura un entrevistado de 43 años.
La locomotora económica de la comunidad coreana es el polo textil de Flores y Floresta. Funciona como un pueblo donde todos se conocen. El crédito es de palabra y la reputación parece fundamental. Si alguien deja una deuda sin pagar la mancha se extiende a toda la familia. “La industria textil es para la colectividad como la soja para Argentina. Es lo que genera el ingreso y mantiene el sistema de las iglesias, de los supermercados coreanos, de los clubes”, cuenta un trabajador de 33 años.
Si la clave en relación al dinero de los coreanos inmigrantes era el ahorro, la de sus hijos prósperos es el consumo. “Con los coreanos gasto un montón de plata y con los argentinos es mucho más simple, compramos galletitas y hacemos un pic-nic. Mis amigos argentinos estudian y mis amigos coreanos trabajan en negocios de ropa y tienen ingresos altos y fijos”, señala una entrevistada de 22 años.
Para la comunidad coreana el amor con los occidentales es un tabú férreo que se está aflojando con el paso del tiempo y las nuevas generaciones de chicos y chicas que nacen y crecen en Argentina. “Hay muchísimas diferencias entre salir con una chica coreana y una argentina. A mi esposa coreana recién pude tomarle la mano a la sexta, séptima o décima salida. Hasta entonces caminábamos a un metro de distancia”, relata un entrevistado de 53 años.
“Lo que encuentro en común es que a los coreanos y a los argentinos les gusta mucho la joda”, cuenta Tadhg, de 22 años, que tiene un canal de YouTube que se llama Che Corea. “Los coreanos somos muy borrachos. En un bar argentino pedís un trago, nosotros pedimos la botella y es tomar a morir. Siempre terminás roto. Tomar es una forma de socializar, tenemos tantos tabúes que tomando liberás,” dice una entrevistada de 28 años. “El lugar para conocer chicos coreanos se llama El Pasaje, queda en Floresta, es una calle en la que hay cinco o seis bares coreanos y karaoke,” agrega otra chica de 20 años.
“En Corea todo el mundo quiere trabajar en el Estado porque te jubilás con el sueldo entero”, dice Jacobo Yoon, de 74 años, que podría volver a Corea, donde el sistema de salud pública y jubilación es muy bueno, pero prefiere quedarse acá. “Corea es un lindo país para vivir si sos rico, si sos pobre es mejor acá”, asegura.
Jacobo vino con los padres a finales de los 60. A los 14 años se fue a Asunción a vender ropa interior tocando timbre por las casas, cultivó flores con su familia en Florencio Varela, se hizo hincha de Racing jugando al fútbol por una botella de Coca Cola de litro. Fue empresario textil y de turismo, es profesor de golf y de Sipalki, un arte marcial que creó su cuñado Soo Nam-yoo y enseña a romper huesos en una pelea callejera.
Jacobo decidió no discutir con sus hijos. Dice que sus amigos se pelean, que él prefiere respetar la manera nueva de ver las cosas. Para Jacobo, la palabra del padre era ley, ahora dice que los chicos están argentinizados, gastan, no ahorran y no creen que los más grandes tengan mucho para decir.
El plato nacional de Corea es el Kimchi. “Es un probiótico muy bueno. Es un encurtido de una familia del repollo. Hay toda una explicación científica de por qué es tan bueno para la salud. Hace muy bien al intestino, tiene más de 2.000 años de historia en la cultura coreana y es uno de los secretos de la buena salud de los coreanos”, dice Sandra Lee, que de clases de cocina coreana y es una de las organizadoras de Gastro Corea, una feria anual de comidas del país.
Sandra viajó de Corea a Bolivia a los ocho años y a los trece llegó a Argentina con su abuela. “Vivíamos con la familia de mi tía, que tenía un taller de costura. Había que ayudar. Había gente que trabajaba en casa así que tenía que cocinar para ellos. Cuando era chica aprendí a manejar las máquinas y cosía y bordaba. Hoy se diría que era explotación infantil, pero no quedaba otra, todos teníamos que colaborar”, apunta.
Argentino-coreanos, la construcción de la identidad
Corea es un país con influencia de la tradición cristiana protestante. Las iglesias evangélicas, junto con la única iglesia católica coreana de Argentina, son el lugar de la comunidad para encontrarse. Los jóvenes coreanos hablan con alegría un poco eufórica sobre su vida en la iglesia. “Me junto con amigos, todos los años hay un torneo de volley entre las iglesias. Un día de julio vamos a un campo enorme y jugamos por dos días. Competimos y el que gana se gana un trofeo. Competimos en serio”, dice una chica de 18 años.
En general los argentino-coreanos se sienten extraños en Corea. “Fui una vez. Me pareció distinto, todo muy rápido, todo muy bien organizado, todo tan bien organizado que si te salís de ese orden empezás a trabar todo. Tienen la mentalidad del ppalli-ppalli, tenemos un método para hacer todo rápido”, asegura Ana Belén Kim, una DJ de 24 años.
Los coreanos se volvieron personas de ningún lugar. “Para sobrevivir mis padres se aferraron a la cultura de Corea, pero la de ellos es una Corea antigua, con valores mucho más conservadores, no la Corea del Sur de ahora”, apunta Cecilia Kang, que es cineasta y dirigió el documental Mi Último Fracaso, en el que muestra la vida de mujeres argentino-coreanas.
Para los hijos de coreanos nacidos en Argentina la construcción de la identidad es un proceso largo que se da a lo largo de los años. “Mi identificación como argentino o coreano es algo que estaba más presente cuando tenía 20 años. Ahora primero soy padre, esposo, economista, emprendedor y después argentino hijo de un coreano y una argentina”, dice Fernando Yu, de 35 años.
Los jóvenes sienten que viven mejor que sus padres y que tienen muchas más posibilidades “A nosotros nos tocaron condiciones mucho más favorables que a nuestros viejos. No nos cuesta el lenguaje, estamos mejor parados económicamente y conocemos ambas culturas. Tal vez podamos aportar algo diferente a la identidad argentina”, señala Kyore Beun, de 33 años.
La palabra que mejor define a la comunidad coreana en Argentina es evolución. En dos generaciones surgió una generación con una identidad nueva, mezclada, con dos circuitos diferentes para interactuar con el mundo que funcionan integrados. Esa evolución tiene mucho de elige tu propia aventura, de definición propia de la identidad. “Mi identificación como argentino o coreano es algo que estaba más presente cuando tenía 20 años. Ahora primero soy padre, esposo, economista, emprendedor y después argentino hijo de un coreano y una argentina,” dice Fernando Yu, de 35 años.
LV