Adela De Giuseppe murió un mediodía de agosto, a los 67 años, de un infarto. Llevaba más de un mes internada en un centro de rehabilitación. Dependía de un tubo de oxígeno, no caminaba, comía papilla y alucinaba, un comportamiento diagnosticado como principio de demencia senil. Le habían diagnosticado EPOC -desglosado: enfermedad pulmonar obstructiva crónica- hacía doce años y había superado a varias internaciones por el Epoc. Adela dijo que “ya no quería más”, pidió que “la durmieran”. Quería la eutanasia, la pidió hasta el final. Cuenta su hija, Ana Clara Benda: “Mi mamá le tenía terror a la decadencia, quería evitar ser una carga para otra persona. Y eso que estaba ahí, viejita, chiquita y arrugada como una pasa de uva ya no era mi mamá”.
Durante la internación, en un divague, pidió a las enfermeras que quitaran el decorado, como si la habitación en la que estaba no fuese de hospital. Un día habló de Batman. Otro día apenas Ana Clara entró en su habitación, Adela la increpó: “¿Mañana van a venir todos, no?”. Ana la miró extrañada y le respondió que no, que a la habitación sólo podían entrar de a uno y apenas una hora. Adela volvió a la carga: “Pero yo ya hablé con el médico, porque mañana es mi último día. Mañana me van a dormir. Ya me dijeron”. No era la primera vez que Adela hablaba de ese sueño irreversible. A principios de años, ya sin ganas de nada, había dicho que si por ella fuera ya no estaría con vida.
Ana Clara salió de la habitación y buscó al médico. El médico le explicó que era lógico, dentro del cuadro de demencia senil, tener ese tipo de alucinaciones. “Sí -devolvió Ana Clara-, pero esto es lo que ella quiere. Y me lo dijo hace un año y me lo repitió hace dos meses. Eso que está ahí en esa cama no es mi mamá”. El médico entendió, pero repitió que lo de su madre había sido producto de la imaginación, que lo que ella planteaba no era posible y que podía estar así, en ese estado, mucho tiempo más. Un tiempo largo, incalculable.
Ana Clara volvió a la habitación y le dijo a su mamá que no iban a dormirla. Adela entró en crisis. Lo cuenta, quebrada, Ana Clara: “Lloró como una nena, pero como una nena de tres años, frustada. Decía que cómo puede ser que un perro tenga derecho a la eutanasia, al sacrificio, y que ella no pueda decidir sobre su muerte… Que cómo puede ser, si ella no comía no se movía, que todos los días era una molestia nueva. Me decía: ‘Gordita, llevame a Colombia, llevame a Colombia que allá se puede… Es mi cuerpo, yo no quiero más’”. Colombia es el único país sudamericano donde la eutanasia es legal, pero Adela siendo argentina no podría acceder a la práctica en ese país.
A Ana Clara le quedó tatuada la angustia que le produjo la desilusión de su mamá, la impotencia de no poder ayudarla. No recuerda cómo se despidió de ella ese día, pero sí que le hizo una promesa: iba a averiguar de qué manera, al menos, atenuar el sufrimiento. Cuando llegó a su departamento hizo un hilo en Twitter que se viralizó. No sólo recibió apoyo, sino que por mensaje privado mucha gente le contó su historia y le pasó información académica, producida afuera pero también en la Argentina. “Me di cuenta que había muchas personas que estaban pasando o habían pasado una situación como la mía. Un familiar que no quiere más; un sistema de salud público o privado, da igual, que no contempla estos casos y familias, que no tiene recursos económicos o emocionales para transitarlos. El Estado está un paso atrás”, dice Ana Clara a elDiarioAR. Esa misma noche, después de la serie de tuits, empezó a estudiar. Y encontró, digamos, una solución.
“Me dijo que ya no quería más, que para ella ya estaba”
La historia de Adela empieza mucho antes que ese final que será, ya veremos, programado e imprevisto al mismo tiempo. Adela fue una ama de casa madre de tres hijos. Una mujer que se separó y decidió estudiar para colorista y abrió su propio salón de belleza en Torcuato: eran los noventa y lo llamó New Age. Antes de los últimos cuatro meses que pasó postrada, ahogada por el humo de los cigarrillos que hasta que pudo fumó, Adela fue una tipa luminosa y vital, de ojos verdes y escote, un minón que iba al Solos y Solas con las manos hechas y el deseo de toda mujer de cuarenta que ya tiene los hijos criados: un bronceado tono rayito de sol, minifalda, tacos y pasión. Para el año 98, fundió el local. Se sobrepuso poniendo en práctica algo que había estudiado mientras tanto, la astrología. En 2002 se instaló en Santiago de Chile y dio clases de astrología. Si Adela ya tenía una salud frágil, la pandemia la arrasó. En abril decidió volver a Buenos Aires. Ese fue el principio del final.
¿Qué tanto impactó la pandemia en la salud de tu mamá?
Ella tenía un EPOC severo, porque no había dejado de fumar. Tenía un infarto encima, era hipertensa… Pero la pandemia terminó de liquidarla. No caminó más, sólo salió tres veces en más de dos años para vacunarse contra el Covid. Su calidad de vida fue deteriorándose. También se alejó de nosotros. No nos atendía o ponía excusas para hablarnos. Una vez la encaré en una videollamada, le pregunté qué le pasaba. Me dijo que ya no quería más, que para ella ya estaba. Hacía todo para maltratarse, digamos. En un momento dejó de trabajar y cuando no pudo pagar el alquiler, con mis hermanos decidimos que volviera a Buenos Aires. Se instaló en la casa que era de sus padres, en Torcuato. Acondicionamos un cuarto, con los colores que ella quería. Hicimos un cerramiento para que pudiera salir a la terraza, que caminara un poco. Pero llegó en un estado…
¿Cómo?
Tenía 67 años pero parecía una ancianita. Se había dejado estar. Le sangraba la boca, algo que después se infectó y terminó en necrosis. Muy flaquita, muy ida. Estaba acostada en su cama. Hacía tres años que no nos veíamos. Ni atinó a abrazarme. Pero más allá de eso, estaba muy limitada físicamente. No era sólo un estado de ánimo. Llamábamos a la ambulancia casi todos los días porque se ahogaba, no había dejado de fumar. Pero la internaban, le daban oxígeno y el alta. Y de vuelta a casa. Nosotros no sabíamos cómo cuidarla ni teníamos lo que se necesita para que una persona en ese estado tenga una vida más o menos digna.
En una de esas idas y vueltas al hospital, Adela se contagió Covid. Ana Clara, su hermana, su sobrino y una prima se turnaban para ir a verla. A Ana le tocó llevarle camisones. Cuando entró en la sala y se acercó a su mamá, ella no la reconoció. Aun cuando la hija insistiera con “mami, mami, mami…”. Cuando Ana se dio cuenta, se corrió el barbijo y le dijo: “Mami, soy yo, Ana Clara”. Adela abrió los ojos, lloró, le pidió perdón por no haberla reconocido. Ana Clara juntó fuerza, hizo como si no pasara nada. Pero se lo contó al médico a cargo de la sala. “Pero tu mamá tiene 87 años y demencia senil”, le dijo el médico mientras miraba la planilla. Ana Clara corrigió: su madre tenía, en ese momento, 67 años y nadie les había dicho que estaba diagnosticada con demencia senil. “Y pero acá lo anotaron así”, le respondió el jefe de la sala.
¿Y qué hiciste?
Me desesperé. El médico se acercó a la cama de mi mamá y le hizo preguntas. Mi vieja acertaba, pero tardaba o dudaba. En ese momento decidí que mi mamá no podía irse del hospital. Que de ninguna manera iban a darle el alta. Y ahí empezó toda la burocracia. Mi mamá se atendía por Pami. Parece una pavada pero en un hospital público que te vea un médico clínico no es tan fácil. Yo tenía clarísimo que no podía llevármela a casa en ese estado. Pedí que le revisaran qué tenía en la cadera que hacía que se quejara todo el tiempo, que la viera un psiquiatra. Algo “integral”. No hubo caso. Llegaron a mandar un patrullero a la casa de mi hermana por “abandono de persona”.
Una manera de juzgar.
Este año aprendí que yo no soy quien para juzgar a nadie, mucho menos en estos casos. Tenía que lidiar con la mirada de afuera. Y la mirada del afuera es muy cruel. Porque hay una cultura que dice que uno tiene que cuidar a sus papás. Y más a la madre: “madre hay una sola”, “cómo la vas a dejar tirada a tu mamá”. Es muy duro porque también tenés que cargar con la culpa que sentís, porque sos hija y sos hija por esa madre que se dejó estar. Eso y la mirada del otro que te juzga permanentemente. Les pedí a mis amigas que si pensaban que yo era una mala hija, que no me lo dijeran. Necesitaba apoyo, no que me fusilaran.
Ana Clara es periodista e hizo lo que la mayoría de las personas no pueden: tocar contactos, hacer puentes, pedir ayuda y pedir por favor. Dirá: “En un momento dificilísimo yo pude hacer lo que la familia de la mujer que estaba en la cama de al lado no pudo porque tengo este trabajo”. Habló con un funcionario público, con un especialiasta en medicina legal, con una diputada, y logró que derivaran a su madre a un centro de rehabilitación, su destino final.
“¿Quién soy yo para ir en contra de su deseo?”
Como la eutanasia no está regulada en la Argentina, Ana Clara encontró una práctica intermedia que podía aliviar la pena de su mamá y que no está prohibida. Luego de aquel hilo que se viralizó en Twitter, Ana Clara buscó información y habló con especialistas. Remarcará ahora el lado positivo de las redes sociales: ella expuso una situación personal y la respuesta de parte de los usuarios fue de cariño y sostén. Se tomó unos días y armó una carpeta que llevó al centro de rehabilitación donde Adela estaba internada. Pidió, de manera formal e informada, la sedación paliativa para su mamá. La sedación paliativa es la administración dosificada de medicamentos para disminuir los niveles de consciencia y evitar el sufrimiento del paciente. La finalidad no es la muerte, sino evitar el padecimiento. Tiene un doble efecto: el fallecimiento ocurrirá de manera indirecta y a causa de la enfermedad. La cuestión es el tiempo. Adela cumplía con todos los requisitos que requiere la práctica.
El médico que la atendía agradeció la información y se comprometió a elevar el pedido. Ese día, que fue martes, Ana Clara y su hermana aprovecharon para visitar a su mamá. Le contaron que habían encontrado una forma, algo posible. A Adela le importó poco, estaba resignada. Las hermanas partieron, con la esperanza de que el pedido fuera aceptado. El jueves por la mañana, dos días después, el médico les dio la noticia: habían autorizado la sedación. Las hermanas debían ir a firmar unos papeles ese mismo día por la tarde para realizar la práctica. La muerte llegó antes: Adela murió de un infarto al mediodía.
“Saber de la muerte natural de mamá no fue menos triste que prometerle que haríamos lo posible por cumplir la promesa que le habíamos hecho. Mucha gente nos dijo ‘por suerte te liberaste de la decisión de sedarla porque se fue antes…’. Pero yo sólo fui un instrumento de información. Yo no tomé la decisión, la decisión la tomó ella. Porque… ¿quién soy yo para ir en contra de su deseo?”, dice Ana Clara, tres meses después de la muerte de su mamá. Adela está por todos lados. Está en una carpeta de audios que conserva su hija en la nube. Está en el camisón que guardó, en el anillo fastuoso de piedra que Ana Clara se quedó. Adela: su nombre está marcado en una página de Nuestra parte de noche, la novela de Mariana Enríquez, que Adela leyó hasta que pudo.
VDM/MG