Eligió llamarse Francisco el 13 de marzo de 2013, pero había nacido Jorge Mario Bergoglio 76 años antes, el 17 de diciembre de 1936 en el barrio de Flores, en Buenos Aires. “Ustedes saben que el deber del cónclave es dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo”, soltó el argentino a la multitud fervorosa agolpada frente al balcón papal. Esos dos detalles de su primer día al frente de la Iglesia católica, vistos a la distancia, marcaban ya la línea por la que caminaría su pontificado. Un nombre que remite a Francisco de Asís, el santo pobre, el amante de la naturaleza, y una broma que resumía la sorpresa de su elección y su excepcionalidad: el primer Papa latinoamericano, el primero jesuita. Un pontífice que llegaba desde el Sur global y conquistaba San Pietro con una sonrisa.
Se fue de la misma manera, a los 88 años. Bromeando casi hasta el último día sobre la impotencia de aquellos que le deseaban la muerte. Que no eran pocos. Algunos incluso lo hacían abiertamente, para “salvar” a la Iglesia de sus impulsos refromistas. Otros, más sibilinos, llevaban casi desde su nombramiento preparando el terreno para reemplazarlo por alguien en línea con el sector más conservador de una institución con casi 1.400 millones de creyentes, alrededor del 18% de la población mundial.
Durante sus casi 12 años de pontificado, Francisco promovió la reforma de la Curia Romana bajo la bandera de la lucha contra la corrupción y la falta de transparencia, dos grandes males que aquejaban a una Iglesia en progresiva desconexión con sus fieles. También impulsó una visión más inclusiva, abriendo las puertas a divorciados y personas LGTBIQ, y pensando un nuevo y más relevante papel para las mujeres. De hecho, uno de sus últimos nombramientos fue el de una monja, sor Raffaella Petrini, al frente de la Gobernación vaticana.
Encontró resistencia a cada uno de estos movimientos. Sus enemigos incluso intentaron utilizar a su antecesor, Benedicto XVI, que renunció al cargo pero siguió viviendo en el Vaticano, para frenarlo. No contaban con que Bergoglio venía de un país difícil, en el que no se nace con un pan bajo el brazo, pero sí con un plus de resistencia ante la adversidad.
Flores, el fútbol, Borges
Bergoglio creció en el seno de una familia de inmigrantes italianos, de clase media baja. Su padre, Mario, trabajaba en el ferrocarril mientras su madre, Regina, se hacía cargo de la casa y de criar a los cinco hijos. Jorge, el mayor de ellos, se entregó como cualquier niño a la pasión popular, el fútbol, y heredó de su padre los colores que iban a teñirla para siempre: los de San Lorenzo de Almagro. Como los amores de la infancia suelen ser irrenunciables, Francisco, el Papa, siguió siendo futbolero e hincha de su equipo a pesar de haberse convertido en un personaje universal. En 2023, el equipo le envió al Vaticano la equipación con la que iba a jugar el campeonato argentino, en la que destacaba un recordatorio por los 10 años de papado de su simpatizante más famoso.
Dicen que su sensibilidad especial por los más necesitados llegó incluso antes que su vocación religiosa. Se graduó de la escuela secundaria como téncnico químico y trabajó brevemente, pero a los 21 años decidió ingresar en el seminario de la Compañía de Jesús. Fue ordenado sacerdote en 1969. Aficionado a la literatura de Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal y Fiodor Dostoievski, durante algún tiempo ejerció también como profesor de Literatura y psicología en el Colegio de la Inmaculada de Santa Fe y en el Colegio del Salvador en Buenos Aires.
Desde entonces realizó una larga carrera dentro de la orden jesuítica, de la cual llegó a ser provincial desde 1973 hasta 1979, durante la dictadura militar argentina. En 1998 fue nombrado arzobispo de Buenos Aires y, en 2001, cardenal. Desde su posición, abogó por una Iglesia austera, comprometida con la justicia social y cercana a los barrios más humildes de la capital argentina. Se convirtió en una figura clave dentro de la Iglesia latinoamericana y su nombre sonó en el cónclave para suceder a Juan Pablo II.
Las claves de su pontificado
Francisco dejó clara desde el principio su idea de una Iglesia más simple y al servicio de los más necesitados, con gestos concretos como el lavado de pies a prisioneros y refugiados, su apoyo a los migrantes y su llamado a una “Iglesia en salida”. Su encíclica Laudato Si marcó un hito en la conciencia ecológica de la Iglesia, instando al mundo a cuidar la “casa común”.
Enfrentó resistencias dentro de la Iglesia por su apertura en temas como la pastoral para personas divorciadas y la comunidad LGBTQ+. También tuvo que lidiar con la crisis de los abusos sexuales, promoviendo medidas más estrictas contra la pederastia clerical. Medidas que no han sido siempre bien entendidas en el interior de la institución. Así, fueron famosas las ‘dubia’ de varios cardenales tras los pasos dados para permitir comulgar a los divorciados, que se multiplicaron con otra serie de temas, desde la convocatoria de un Sínodo en el que, por primera vez, las mujeres y los laicos tuvieron voz, y voto, la ordenación sacerdotal de mujeres o encíclicas como Fratelli Tutti, la primera dedicada no sólo a los fieles católicos, sino a toda la humanidad.
Junto a su liderazgo en la Iglesia, Francisco se convirtió en una voz moral en la escena global, con llamamientos claros contra la “tercera Guerra Mundial a pedazos”, que visibilizó en Ucrania o Gaza, su petición de desarme global, su lucha contra el hambre o la denuncia de las injusticias del capitalismo, lo que le valió el título de “Papa comunista”. En sus últimos momentos, Bergoglio se erigió como el mayor crítico de la política de deportaciones lanzada por Trump. Un papel que, tras su muerte, queda huérfano.