Sabemos que muchas y muchos estamos enfrascados en la micromilitancia, en la recta final, empeñados en erigir un muro democrático para evitar el arribo de la ultraderecha en Argentina, representado por la dupla libertaria-militar Milei-Villaruel. Estamos viviendo momentos de honda angustia y dramatismo, una encrucijada no sólo política sino también ética, civilizatoria, para nuestro país, instalados ya en una tensa e interminable espera. Por eso mismo, quisiéramos invitarlos a cerrar los ojos un momento y tomarnos con ustedes un respiro para comentar un potente acontecimiento vivido el domingo pasado en un pequeño pueblo del sur de Córdoba, San Marcos Sud, situado en el corazón de la pampa sojera.
Allí se llevó a cabo el primer gran Festival Musical Socioambiental del país, “Canciones Urgentes para mi Tierra”, el “Woodstock Ambiental” como bien se dijo en las redes sociales, entre las 14 y la medianoche, en el cual pasaron reconocidas bandas musicales, muchas de ellas también de diferentes provincias argentinas, para acompañar la conmovedora experiencia de los y las niñas de escuelas rurales, dirigidos por el maestro y músico cordobés Ramiro Lezcano. Allí fuimos testigos del hecho político-ecológico más potente del que tengamos recuerdo en los últimos años.
Quisiéramos contarles sobre todo lo que sucedió en el horario central cuando subió al escenario Ramiro Lezcano, el maestro rural y músico que desde 2018 lleva a cabo este maravilloso proyecto, el de organizar un coro de niñes cantores que provienen de una veintena de escuelas rurales de la provincia, niñes que cantan sus propias canciones, compuestas colectivamente, donde se denuncia la crudeza e injusticia del agronegocio. Canciones ya grabadas (que ya van por el tercer disco), junto con famosos cantantes de toda América Latina (desde Rubén Blades, de Panamá, y Aterciopelados, de Colombia, hasta el cubano Pablo Milanés antes de su muerte; desde Chizzo Napoli de La Renga y Juanse hasta Fabiana Cantilo, Hilda Lizarazu y Juan Carlos Baglietto).
Habían pasado ya muchas bandas y casi siete horas de concierto. La gente bailaba, mientras los puestos de comida locales se multiplicaban al costado del predio, en una San Marcos Sud superada por las casi diez mil personas que pasaron ese día por el concierto. Con la noche y el frío, eran miles y miles los que se apretujaban de pie frente al inmenso palco central. Y el público seguía allí, firme e indesmayable, aguardando la llegada de los y las niñas cantoras.
Fue entonces, a eso de las 21, que subieron unos 40 niñes con sus guardapolvos blancos, junto con su maestro Ramiro Lezcano. Subió también el elenco estable de la orquesta sinfónica del teatro Libertador de Córdoba; aparecieron el gran, enorme León Gieco y el talentoso Lito Vitale. Y el público rugió de alegría y comenzó a conmoverse cuando el coro de niños alzó su voz, alta y potente, en el cielo de la noche cordobesa.
El maestro Ramiro contó la anécdota, refiriéndose a un periodista que le había preguntado si el festival “era un concierto contra el campo”. Él respondió: “¿Cómo va a ser contra el campo, si nosotros somos el campo? Son alumnos de escuelas rurales”. Dejó así en evidencia la mirada hegemónica del denominado “campo”, emparentada de modo lineal sólo con el agronegocio.
En la segunda o tercera canción, una decena de esos niñes se plantó en la primera línea del escenario, frente al público, desafiantes, con máscaras antigas cubriendo sus rostros. Imposible no ver esas máscaras negras sobre los guardapolvos de les infantes que además aparecían proyectadas en enormes pantallas al costado del palco.
La música comenzó con un “seño, seño, mirá el avión”. Entonces se escuchó el inquietante bramido de las avionetas fumigadoras de agrotóxicos. Y les niñes, en una sola voz alta que nos puso de inmediato la piel de gallina, arrancaron con la estrofa: “Caranchos de metal, caranchos de metal... Soldados de la muerte”. Imposible no conmoverse, mucho menos no llorar mientras todos escuchamos por segunda vez la canción (es, creemos, el mismísimo León Gieco que concentrado, pregunta a los y las niñas: “¿Repetimos la canción?”). Ramiro Lezcano, ese joven maestro rural tocado por la magia y la bondad, sigue acompañando con su guitarra, mientras el coro vuelve a cantar “Caranchos de metal”. Y las madres de todos esos niños y niñas al lado del escenario, donde nosotros seguimos apretujados, ya sin tratar de ocultar nuestras lágrimas, también cantan y rugen con ellos...
Basta escuchar esta canción y la que le sigue, “Bichitos de luz”, que habla de la desaparición y exterminio de las luciérnagas en los campo de soja, para comprender que no existe un hecho más potente, más revolucionario que las voces de estas niñeces amenazadas, que cantan a voz en cuello, para despertar la adormilada conciencia ambiental de la sociedad argentina.
Cerremos los ojos otra vez y pensemos: Niñeces amenazadas. Adultocentrismo, ruptura del llamado Pacto intergeneracional. Tres cuestiones que nos llevan a abrir los ojos para pedir perdón en público a esos niños y niñas del campo argentino, a todas esas niñeces amenazadas de nuestro país. Perdón niñes por haber roto nuestra parte del pacto intergeneracional, ese que decía que debíamos garantizarles un ambiente sano, un mundo vivible y respirable, como el que conocimos nosotros en nuestras infancias. Perdón por todos aquellos que creen que se trata solo de crecer y crecer, de extraer y producir infinito, apostando a modelos de desarrollo devastadores, mientras desertifican los territorios y les dejan un planeta roto, herido por el colapso. Perdón por todos aquellos que se quejan de la sequía, mientras siguen creyendo que no es la economía la que debe adaptarse al clima y a la naturaleza; sino la naturaleza y el clima a la economía. Perdón por todos aquellos que siguen pensando que los caranchos de metal son un símbolo del progreso y del desarrollo del campo argentino.
Gracias por generar un lugar de (re) encuentro con compañeros y compañeras de todo el país. Un momento de esperanza con risas, de cariño y ternura, importantísimo en épocas de individualismos y encierros prolongados en la postpandemia. Necesitamos vernos en persona, salir de nuestra zona de confort, de nuestro ombliguismo y nuestra apatía, y coincidir, apostar al amor y abrazarnos más, porque la salida es colectiva.
Tenemos la obligación de escucharlos, de apoyar a estos niños y niñas, expresión de la ruralidad, “del interior del interior”, como dice Lezcano, con sus voces multicolores, voces que nos cantan, nos gritan, nos impulsan a realizar transformaciones sociales y ecológicas de modo urgente.
Y gracias, sobre todo, por abrirnos la puerta de la esperanza, por ser esos “bichitos de luz” que todavía aletean con alegría en medio de la oscura noche de la pampa sojera. Gracias por abrir la posibilidad de pensar que otro campo es posible. Gracias por devolvernos la idea de que todavía es posible construir un mundo mejor. Porque a la hora de agitar la conciencia ambiental, un concierto como el del 12 de noviembre realizado en un pequeño pueblo rural vale más que todos los libros que podamos escribir sobre el tema. Necesitamos uno, dos, tres, infinitos conciertos urgentes para nuestra tierra.
MS/EV/JJD