Lleno mi panza de palabras/que no te diría jamás. Agua - Miranda!
“¿Qué pensás del futuro? ¿Cómo te imaginás que será? ¿Cómo será la naturaleza? ¿Cómo cambiará tu ciudad? ¿Las familias serán lo mismo?”
Cierra los ojos, intenta reafirmarse, vuelve a hablar.
“¿Qué se quedará con vos y qué vas a olvidar? ¿Qué te da miedo? ¿Qué te hace enojar? ¿Te sentís solo? ¿Qué te hace feliz?”.
Lo vamos a saber después: esas preguntas son un ensayo. El hombre que habla está practicando. Por sus ojos –transparentes, dolidos– sabemos que no conoce las respuestas. Quizá tampoco las espera, aunque pregunte con compulsión, como un autómata, como si estuviera sacudiendo las teclas de un videojuego que de pronto deja de funcionar. Como si corriera por su vida o matara a quemarropa. Pero se tiene que convencer. De que ese es su trabajo –preguntar, preguntar y preguntar–, de que en general las preguntas tienen respuestas, de que las ciudades cambian, de que las familias, en lugar de desvanecerse, son pequeñas unidades mutantes. Y sobre todo de que, más allá de un ahora que le pesa, habrá algo a lo que llamará futuro.
Así empieza la película C’mon C’mon, con Joaquin Phoenix en la piel de Johnny, un cuarentón que atraviesa dos duelos: la muerte de su madre, una historia de amor intensa que se terminó. Después llegan los planos descomunales de ciudades estadounidenses, todas en blanco y negro, todas magnéticas. Después llegan las peripecias de él con su sobrino Jesse, un chico de 9 años que también vive haciendo preguntas.
“¿Por qué no estás casado?”, indaga el nene la primera vez que se quedan solos y el tío no puede más que fingir que no escucha y seguir leyendo lo que le estaba leyendo: la rutina ideal del fugitivo o el cuento de las buenas noches (todos los cuentos, el cuento; esa repetición para acompañarnos en el viaje hacia el sueño, un relato para sentirnos menos solos, el remedio más casero contra los aullidos de la oscuridad, pocas cosas más humanas que este rito). Pero para Jesse, que se desenvuelve con mucha soltura para su edad, que juega con las palabras como si fueran de plastilina, que las domina tanto para decir como para callar, el silencio de Johnny es un impulso, una invitación. Entonces, lejos de quedarse quieto, sigue ametrallando a su tío: “¿la amabas?”, “¿por qué cortaron?”.
Por sus ojos –oscuros como el fondo del mar, también dolidos– sabemos que Jesse no espera respuestas. Quizá tampoco las necesite, quizás preguntar a repetición sea un guiño mudo hacia su tío; una forma de correrlo de una posición indolente, de acribillarlo a palabras: al mismo tiempo la inundación y la soga, una ayuda para escapar de otras palabras o para huir, él mismo, de las suyas. Las preguntas entre dos personas rotas se parecen a una evasión compartida; ese diálogo no es más que la manera de atravesar un dolor que se olfatea en el otro y que a la vez, de tan rotundo, no es necesario mencionar.
Cuando la vi en el cine no lo había notado, pero ahora que C’mon C’mon llegó al streaming (si se quedan, abajo les cuento más), con la posibilidad de frenar, volver atrás y repasar, me quedó más claro: lo que yo había visto como una historia que ponía en primer plano las voces (Johnny trabaja como periodista y recorre su país grabando a niñas y niños a los que les pregunta qué piensan sobre el futuro; su sobrino lo acompaña a veces, micrófono en mano lo ayuda a registrar distintos sonidos) me pareció ahora una película sobre la potencia de eso que no se dice o que se elige no se escuchar. O mejor: los mecanismos que encontramos para amortiguar el ruido a los demás y a nosotros mismos, para bajar el volumen cuando nos parece necesario o que apenas quede un resquicio, una radio de fondo muy tenue. ¿No hay peor sordo que el que no quiere oír? No siempre. A veces es preferible la rendija, una idea sonora del cuidado: modular qué, hasta dónde, de qué manera. Lleno mi panza de palabras que no te diría jamás, nos enseñó Miranda!
Los dejo con esta versión diurna del cuento de las buenas noches, por momentos estruendosa, por momentos a puro sigilo. O una nueva edición de Mil lianas.
1. Los ‘90, la década que amamos odiar, de Tomás Balmaceda. Sin nostalgia, pero con cierta perspectiva. Sin caer en la simpleza de la demonización, pero tampoco en una liviandad pavota. Con capítulos ágiles de media hora y una edición que en cada entrega rescata materiales de archivo sorprendentes, la serie documental Los 90, la década que amamos odiar expone los agujeros, los debates de época, las contradicciones propias y ajenas de esos días en una Argentina que cruje. Un helado de dos gustos, como nos gusta decir por acá. Un vaivén que no puede ser nunca lineal para tiempos sobre los que siempre se está intentando escribir una historia (acá, de hecho, hicimos un repaso sobre libros que rodean esos años).
Lanzado por Canal Encuentro este año y con el doctor en filosofía Tomás Balmaceda en el rol de conductor (él mismo es autor de un libro homónimo que salió en 2017 por Ediciones B), el programa repasa hechos salientes de la política argentina, el mundo del espectáculo, las noticias internacionales o el deporte y, además de contar con publicaciones, fragmentos de la televisión de entonces y todo tipo de información que apareció en los medios, también se sostiene con testimonios de protagonistas y analistas que ayudan a reflexionar desde distintas disciplinas sobre esos sucesos. Cada capítulo recorre un año y hasta el momento se estrenaron las entregas que van de 1990 a 1994.
Sobre Tomás no tengo más que decir que es uno de mis grandes amigos y a la vez una persona a la que admiro por su capacidad inagotable de ver de una manera oblicua y siempre novedosa ahí donde la mayoría no encuentra mucho (también – y sobre todo– porque es alguien con la virtud de arrancarme carcajadas, no nos han echado de lugares por reírnos juntos, pero casi). Ya que estamos, alguna vez comentamos acá algo sobre su podcast Vidas (pancarta a quien corresponda: ¡queremos que vuelva!) que incluye a varios personajes de los ‘90. Una década que insiste en él, que sé que lo desvela y que, por suerte, hace que nos regale cosas maravillosas.
La serie documental Los '90, la década que amamos odiar, con la conducción de Tomás Balmaceda, se puede ver por la pantalla de Canal Encuentro. Los episodios, además, están disponibles en el canal de YouTube de la señal.
2. Philip Roth, la biografía, de Blake Bailey. Como conté esta nota que salió estos días en elDiarioAR, hace exactamente un año, el mundo de las letras anglosajonas se veía sacudido por una enorme controversia. Después de varios vaivenes, llegaba por fin a las librerías una biografía exhaustiva del estadounidense Philip Roth, una de las grandes figuras de la literatura de la segunda mitad del siglo XX, autor de libros emblemáticos y memorables como El lamento de Portnoy y Pastoral americana, entre otros.
Toda esa expectativa se inflamó todavía más con el libro –un texto voluminoso de casi mil páginas, lleno de fotografías y documentos exclusivos– cuando Blake Bailey, el biógrafo del escritor, fue denunciado por acoso y abuso sexual mientras la publicación empezaba a llegar a los puntos de venta en los Estados Unidos. Entonces la editorial WW Norton and Company optó por dejar de enviarlo a los comercios y de darle publicidad, se multiplicaron los remanidos debates sobre la llamada “cancelación”, aparecieron críticas muy elogiosas de la biografía y otras que acusaban a Bailey de cierta indulgencia a la hora de retratar a Roth y su mirada sobre las mujeres. Hasta que otra editorial tomó el guante, aprovechó la ocasión y decidió publicarlo.
Ahora la biografía llegó a las librerías locales (en realidad: a varios países hispanoparlantes) porque la editorial Debate acaba de publicarla en español. Más allá de las polémicas, se trata de un libro colosal, repleto de citas muy precisas a los 31 libros del autor –la publicación está plagada de notas al pie, por momentos son tantas que las referencias se vuelven confusas–, testimonios de quienes estuvieron cerca del escritor, historias sobre su “vida amorosa exuberante” –en palabras del propio biógrafo–, lecturas sobre lo que se analizó de su obra y también archivos que el mismísimo Roth le habilitó a Bailey, además de numerosas charlas que compartieron a lo largo de la investigación.
El resultado es un libro 100% adictivo para los fans de fervientes Roth, entre el chisme y el análisis, pero también muy interesante para quienes quieran hacer un recorrido por la historia de los Estados Unidos desde los años ‘30 hasta nuestros días.
Philip Roth, la biografía, de Blake Bailey, salió en español por el sello Debate. Más información sobre el libro y la controversia que se desató, por acá.
3. C'mon C'mon, de Mike Mills. Como decíamos arriba, esta película tiene como protagonistas a Johnny (suspiremos acá por Joaquin Phoenix en un papel que le queda como un traje hecho a medida) y Jesse (interpretado por el impactante actor británico Woody Norman nacido en ¡2009!). O un tío soltero bastante triste y su sobrino de 9 años, que de repente comparten varios días juntos y emprenden un viaje. La mamá de Jesse (interpretada por Gaby Hoffmann, si no lo hicieron, pasen por la serie Transparent, donde tiene un rol muy destacado) deja al chico al cuidado de su hermano para ir a acompañar a su marido en lo que aparenta ser un trance difícil de su salud mental.
En blanco y negro, con tomas hermosas de varias ciudades estadounidenses como Detroit, Los Angeles y Nueva York, C’mon C’mon es más que la historia de un encuentro de opuestos.
Porque, sí, están el cuarentón un poco perdido y el tono de un coming of age para un nene que empieza a notar los vaivenes de crecer y ver cómo se desmorona una imagen familiar. Pero también aparecen las complicidades, las incertidumbres compartidas sobre el futuro, las etapas en los duelos, las contradicciones propias y los cuidados ajenos. En el medio, una travesía doble: por un país lleno de preguntas y por la profundidad de un montón de emociones.
C'mon C'mon, de Mike Mills, está disponible en Amazon Prime Video.
Banda sonora. Como dice mi amigo Hernán Siseles –de paso: con él armamos esta lista si andan buscando canciones del Río de la Plata, o algo así, o si quieren viajar por un rato al último verano–, a veces es necesario prenderse del algoritmo ajeno. Él que, sabe mucho de música y de shows en vivo (de paso II: todas las semanas envía Pulso, un newsletter sobre recitales pasados, presentes y futuros, un radar para las personas que nos enteramos de todo tarde), me regala esa pista y entonces, un poco enredada y cansada de sentir que escucho más o menos siempre lo mismo, veo en Twitter que alguien pregunta qué música pondrían para pasar un sábado a la mañana.
Me miro en ese espejo, reviso las respuestas para ver si encuentro yo también un salvavidas musical. Entre ellas, muy variadas, una persona recuerda el disco Pink Moon, de Nick Drake. En una época lo escuchaba muchísimo y ¿por qué habré dejarlo de hacerlo? Me enojo, hasta que me prendo a ese algoritmo ajeno (en este caso folk de 1972, voz diáfana y una guitarra: todo lo que pido un sábado a la mañana y casi siempre) y de alguna manera sale el sol. Sumo entonces algunas canciones de ahí a nuestro espacio sonoro compartido por si les viene bien también.
¡Hasta la próxima!
Mil lianas también se puede leer como newsletter. Para recibirlo por correo electrónico cada viernes pueden suscribirse por acá.
AL