Cuando era chiquita tenía una compulsión particular y exagerada. La infancia y su desmesura: todo es necesario ya –saber cuándo llegamos a destino, el álbum de figuritas lleno, la masa viscosa en las publicidades de la tele, el juego de mesa que nos invita a abrir cuerpos, reluciente en la vidriera de la juguetería y un poco obsceno, todo al aire: hacer de tripas corazón–. Y a la vez todo es espera. Porque no hay que interrumpir a los grandes, porque es marzo y Navidad llega recién en diciembre; porque el diente está flojo, pero todavía no se cayó; porque mamá o papá todavía no cobraron el aguinaldo; porque los Reyes Magos están en la casa de otros chicos; porque faltan varios kilómetros. Porque falta, siempre falta.
Perdón por el desvío, retomo. Les decía que tenía una devoción: amaba con locura las revistas que traían ilustraciones con números para unir, para ir de punto a punto, hasta que se armaba una figura. Para mí era lo más sofisticado y lo más parecido a la magia que tenía cerca: donde antes había unos números esparcidos como al azar sobre la hoja, de repente aparecía un elefante, una montaña o una moto enorme que yo misma había sido capaz de trazar sin saberlo.
Esa fascinación, salir corriendo a mostrar el logro, las felicitaciones de los adultos y la conciencia, quizás prematura, de una corrupción menor: sin la ayuda de los números no hubiera sido posible llegar a armar la imagen con tanta perfección. Pero, como siempre, la complicidad en la impostura, el silencio, la palmadita en el hombro, siga siga. De hecho, por lo general unía los números con lápiz, así cuando terminaba con toda la revista, borraba los dibujos uno por uno y podía volver a empezar. Una y otra vez, hacían su aparición mágica las siluetas.
We Will Become Sillouettes (nos volveremos siluetas, pongamos) es la canción de una banda fugaz y maravillosa que se llama The Postal Service (por acá ya lo veneramos como se merece y hasta suspiramos por Ben Gibbard) del disco Give Up. La primera juventud y su desmesura: desde que un chico que me gustaba me comentó algo sobre el disco, lo descargué de inmediato y lo escuché durante semanas. Día y noche, de punta a punta, lo disparaba desde una computadora de escritorio con los peores parlantes de la historia. Nada de give up, de abandonar, y todo de Give Up: bajé las letras, también, las imprimí para leerlas, subrayarlas y buscarles algún tipo de significado oculto. El amor es, además de una banda de sonido infinita, esa búsqueda imposible, el mensaje anulado, querer descifrar y no poder.
Con el tiempo de aquel chico no quise saber más, pero sí me aferré a The Postal Service. En uno de los primeros viajes que hice de grande recorrí varias ciudades hasta que conseguí comprarme el disco. Lo tengo todavía, obvio.
Me puse a ver el video hace poquito y a leer sobre la canción. En algunas páginas, esas llenas de teorías delirantes que saltan en las primeras búsquedas de Google, hablan de la intención del compositor para retratar un futuro distópico después de algún tipo de desgracia nuclear. Por eso, dicen, en el video, protagonizado por el propio Gibbard, se ve a una familia que sale con trajes estrambóticos en bicicleta a dar un paseo por un lugar arrasado.
Mirando las noticias recientes sobre el telescopio espacial Webb y recorriendo las imágenes que fue capturando recordé las revistas de mi infancia y aquella canción. No sé cómo fue que uní esos puntos en mi cabeza, ni cómo llegué hasta acá: esta vez no hubo números que me ayudaran, ni felicitaciones, ni desmesura. Ni siquiera un mensaje secreto a descubrir en eso que mostraron todos los medios del mundo. Apenas un puñado de fotos alucinantes, la sensación de ser chiquita otra vez para ver la magia de muy cerca, y una sospecha: algún día nos volveremos siluetas.
Se quedan con una edición de Mil lianas que no logra armar ninguna figura nítida, pero que tampoco invita a entender demasiado.
Pasen, si quieren, lápiz en mano.
1. Montauk, de Max Frisch. De primera persona a tercera, de memoir a registro despelotado de días con la autobiografía como un destino inviable; del presente más presente por un romance de dos días en un paisaje playero a un pasado recordado, reconstruido en fragmentos. La novela Montauk, del escritor suizo Max Frisch, está compuesta de todo eso. Un punto de partida arbitrario como cualquiera: con la excusa de contar una aventura amorosa durante una gira, el narrador, que es un escritor europeo que llega a los Estados Unidos a mediados de los ‘70, hace una exposición de retazos, de las preguntas que le surgen sobre su tarea, sobre la escritura, sobre sus posibilidades. Es Frisch, claro, y también es un personaje en plan dos días en la vida que pasa un fin de semana en las afueras de Nueva York, con una mujer más joven. Por eso la narración tiene los saltos que tiene –temporales y de punto de vista– y por eso también deja expuesta una fractura doble: la del cambio en el rol de quienes se dedican a escribir (para muchos, que entonces son celebridades, escribir libros es apenas una tarea más de las que tienen); la del material con el que trabajan (¿la vida propia? ¿de qué hablamos cuando hablamos de ficción?).
Nacido en Suiza, en 1911, Frisch formó parte de una influyente generación de escritores de posguerra en lengua alemana, como Ingeborg Bachmann (de quien fue pareja), Uwe Johnson, Heinrich Böll y Friedrich Dürrenmatt. Se formó como arquitecto y ejerció por muchos años esa profesión, hasta que decidió dedicarse a la literatura. Murió en 1991.
Publicado originalmente en 1975, Montauk , considerada una de las grandes obras del siglo XX en su idioma, llega ahora a las librerías locales por el sello independiente Pinka Editora que busca rescatar “viejas gemas olvidadas”. La edición tiene dos materiales complementarios súper interesantes: una página dedicada a los hitos biográficos del autor, para quienes quieran saber más sobre las personas que aparecen mencionadas en el libro, y un comentario en video del escritor Alfredo Grieco y Bavio (recordatorio: lo pueden leer siempre por acá, en sus columnas sobre noticias internacionales que escribe para elDiarioAR), al que se accede mediante un código QR que se encuentra al final de la publicación.
La nueva edición en español de Montauk, de Max Frisch, salió por el sello independiente argentino Pinka Editora. La traducción es de Nicolás Gelormini.
2. Aloners, de Hong Sung-eun. “El honjok es más que un estilo de vida. Es una forma de estar en el mundo. Hon significa estar solo y jok es tribu, así que honjok quiere decir tribus de uno solo. Es un concepto hermoso, porque se traduce en tomar la decisión consciente de explorar en profundidad las preferencias y los intereses propios, y de cultivar el auténtico mundo interior. Muchas veces les ponen a los honjok la etiqueta de solitarios, con todas las connotaciones negativas que esa palabra lleva implícita. Sin embargo, son personas que tomaron la decisión consciente de vivir solas y de pasar tiempo disfrutando de actividades en solitario. Son, digamos, solitarios exitosos”. Con esas palabras define la socióloga estadounidense Francie Healey en esta entrevista con la BBC a un movimiento, un fenómeno, una tendencia que, poco antes de que irrumpiera la pandemia, detectó e investigó especialmente en Corea del Sur. Un tipo de soledad, más o menos elegida, una forma de transitar los días. Un club de corazones solitarios.
Hong Sung-eun, la directora surcoreana de la película Aloners, se refirió a los honjok durante la presentación del largometraje en el Festival de Toronto en 2021, y reveló que ella formó parte de esa ¿ola? tiempo atrás. El dato parece confirmar, entonces, la sutileza y, diría, la precisión con la que está narrada Aloners que, luego de recorrer varios festivales internacionales, aterrizó esta semana en la plataforma Mubi. Si pueden, no se la pierdan: es una película pequeña y delicada (de paso ven algunas imágenes de Seúl y su encanto discreto).
Aloners muestra a Jina, una joven hipereficiente que trabaja en el call center de una tarjeta de crédito. Es la mejor, tiene la respuesta adecuada para las preguntas más insólitas de los clientes, prefiere no hablar con sus compañeras, sale a comer mientras mira videos en el teléfono, duerme con la tele prendida. Los días se parecen –de la casa al trabajo, del trabajo a la casa–, y también sus comidas, sus cigarrillos, sus viajes en colectivo con los auriculares puestos. Hasta que la muerte violenta de un vecino –un solitario, tal como lo catalogan en el diario– va a sacudir el mundo de Jina. Lo que me interesó es que en ningún momento la película exhibe un juicio ni una idea pedagógica, ni un aprender a vivir. Lo que aparece, en todo caso, es una turbulencia y un mecanismo para atravesarla con lo que la protagonista tiene a mano. Porque incluso en ese estilo de vida abigarrado, decidido, retraído, aflora con toda su potencia lo incontrolable.
Aloners, de Hong Sung-eun, está disponible en Mubi.
3. Libros y animales. Primero fue la coincidencia y después mi resolución un poco arbitraria. Lo explico mejor: por estos días leí dos libros que tenían, cada uno a su modo, al vínculo de los animales con los humanos en el centro. Pero claro, uno es una novela y otro es un ensayo picantísimo de un autor francés que me hizo pensar mucho. Entonces, y más allá de las diferencias, incluso de las contradicciones, se me ocurrió juntarlos en esta nota. Un texto que es un poco una reseña y otro poco una invitación a que los lean.
El primero es Perrita Country (Páginas de Espuma, 2022), de la escritora española Sara Mesa. Tal vez la escucharon nombrar o la leyeron a partir del boom que fue su novela Un amor. Como en esa historia, en este libro, que además tiene ilustraciones del artista visual Pablo Amargo, también aparecen escenas de una mujer joven, solitaria y recién mudada. Pero, a diferencia de su antecesor, acá la protagonista pasa sus días con dos animales muy especiales: el gato Ujier y Perrita Country, una cachorra que la va a llevar a reflexionar sobre su vida y sobre esa convivencia de a tres.
El segundo, como les decía, es el ensayo Nosotros somos los otros animales (Fondo de Cultura Económica, 2022), del filósofo y etólogo francés Dominique Lestel. Agudo, se mete a pensar de qué hablamos cuando hablamos de domesticación hoy, qué pasa con las posturas veganas extremas y cómo fue el cambio de paradigma que hizo que los animales pasaran de ser imaginados como máquinas al servicio de las sociedades hasta convertirse en “animales-peluche”. Es decir, pequeños dioses reverenciados en un mundo de puro consumo, que apenas si se pueden tocar.
Ya que estamos en tema y a partir de la salida del libro de Lestel, algo para ir agendando: el 21 de julio, desde las 19, como parte del Ciclo Conversaciones de Fondo, va a tener lugar una conversación titulada ¿Nosotros somos los otros animales? Animalidad, biopolítica y patrimonio cultural y natural, con la participación de Claudio Bertonatti (museólogo y naturalista) y Gabriel Giorgi (especialista en biopolítica, autor de Formas comunes: animalidad, cultura, biopolítica). Modera por Silvina Heguy, directora de Estrategia de elDiarioAR, en la Librería del Fondo (Costa Rica 4568, CABA) con entrada libre hasta agotar la capacidad del lugar. También habrá transmisión por YouTube aquí.
Más sobre Perrita Country, de Sara Mesa, y Nosotros somos los otros animales, de Dominique Lestel, en esta nota.
4. Banda sonora. Él estaba un poco guardado (más allá de una aparición televisiva, su último show en vivo fue en 2017). Hasta que por estos días anunció que a partir de febrero de 2023 va a hacer una gira enorme por su país y después por varias ciudades europeas. Sí, ¡vuelve Bruce Springsteen a los escenarios! Imposibilitada de usar el lugar común tuitero en plan vos y yo, The Boss en el Madison Square Garden, no sé, pensalo –nada más alejado de mi realidad financiera actual–, pero contenta igual por ese regreso, le di play a algunas de sus canciones. Y no lo dudé: encandilada una vez más con esa voz que es todo herida abierta, como una raspadura, las sumé a nuestra lista compartida.
Acá abajo les dejo también el video oficial de Dancing in The Dark (qué temazo, tipeo y ya me pongo a mover los pies). Fue dirigido nada más y nada menos que por Brian De Palma durante una gira de Springsteen en Minnesota. Hacia el final aparece Courteney Cox (¡nuestra Monica Geller!) que entonces era una veinteañera desconocida a la que metieron en medio del público para el cierre con ese baile un poco rústico mientras la canción se va esfumando.
¡Hasta la próxima!
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