Una de las canciones más hermosas de la historia empieza con un no. Édith Piaf escuchó por primera vez Non, je ne regrette rien en 1960. Estaba a punto de retirarse cuando los jóvenes compositores Michel Vaucaire (a cargo de la letra) y Charles Dumont (detrás de la música) se acercaron hasta la casa de la artista para dar a conocer su trabajo. Ella, que entonces vivía aislada del mundo y bastante desencantada, detectó en el tema un himno, dijo sí, no lo dejó pasar. Primero lo interpretó en la televisión francesa y más adelante en una suerte de regreso triunfal que hizo en el Olympia Music Hall de París.
En 1961 la canción fue grabada en un single que, según contó años después el propio Dumont, vendió más de 100 mil copias en pocos días y superó el millón a finales de ese año.
No, no me arrepiento de nada, canta Piaf y sus palabras se vuelven la respuesta a una elipsis, a una pregunta que flota, pero queda omitida, con mis recuerdos yo enciendo el fuego.
Non, je ne regrette rien –que entonces fue también un símbolo para la llamada Legión Extranjera francesa durante la Guerra de Argelia– le sirvió a la cantante como un refugio y el broche de su carrera.
Piaf murió poco después, en 1963, pero su voz siempre está de vuelta en esa canción, que cada tanto es reversionada, repetida, elegida para bandas sonoras de películas y series (de Almodóvar a Los Simpson, pasando por Inception con Leonardo Di Caprio: un arco enorme). El cineasta argentino Nicolás Prividera la usa como cierre para su impactante película Adiós a la memoria que se estrena esta semana (abajo les cuento más, lo prometo).
“No tengo el impulso físico, la necesidad emocional ni la motivación necesaria para estar en la cima. Estoy agotada. No tengo más que dar y eso para mí es el éxito: que he dado todo lo que tengo”. Lo dijo por estos días la tenista australiana Ashleigh Barty, quien era hasta este anuncio la número 1 del mundo en ese deporte y decidió retirarse con 25 años.
Sin embargo, este no sonoro y sorpresivo de ninguna manera se parece a un portazo. “Quiero perseguir otros sueños”, reveló Barty acompañada por otra ex tenista y amiga, Casey Dellacqua, con quien solía jugar dobles. Y remató: “Hay tantas cosas por hacer y sueños que perseguir que no implican necesariamente viajar por el mundo, estar lejos de la familia o fuera de casa, que es donde siempre he querido estar”.
(Un recordatorio: siempre habrá un rincón destacado en este espacio para las personas que dicen basta, como ocurrió por acá y también por acá).
“Decir que no, allí donde todos dicen sí, conlleva un riesgo. Usada sin especulaciones, la palabra ‘no’ es irreversible y definitiva. Una declaración de principios. Una toma de posición que puede parecer la cúspide del egoísmo. Quizás por eso asusta”. Lo dijo Leila Guerriero en El no es un peligro vivo, un artículo que salió publicado en la revista Lamujerdemivida en 2004 y luego quedó compilado en su libro Frutos extraños (a propósito, a fines del año pasado salió por Alfaguara una edición ampliada de esa publicación, con crónicas que la periodista escribió entre 2001 y 2019).
Después de relatar algunas escenas donde su no se vuelve filoso, definitivo, por momentos atronador (“le debo al no un puñado de certezas, tres formas de la fe que no profeso: no creo en Dios, no necesito casarme, no quiero hijos”, señala), Guerriero concluye con más latigazos y también con la idea del no como una versión desbocada del deseo. Un no que marca un límite, una elección, un borde; un sí por otros medios.
“Me gusta decir que no porque eso implica una puerta que se cierra, una certeza, un camino que sé que no voy a tomar. Me gusta elegir, dejar atrás, no llevar lastre. Estar ahí, parada y sola, y decidir que no. Se parece a saltar sin red. Se parece a tener coraje.
Claro que también digo que sí a muchas cosas. A sumergirme en mundos que no conozco, a probar para ver qué hay, a subirme a barcos cuyo destino ignoro. Pero yo nunca digo que sí. La única forma del sí que yo conozco –la que prefiero– es por qué no“.
Pienso en mis propias maneras de decir que no, claro. Por lo general me cuesta, como a los personajes de las viñetas de Liana Finck (hablamos de ella por acá).
Pienso también en el no como algo transitorio, como una temporalidad desvencijada, como respuesta a algo que hoy no tiene posibilidad de ser, pero mañana vemos (Hoy no se fía, mañana sí, bromeaba un cartel en el almacén de un pueblo en el que vivía). Mientras tanto, suena en mi cabeza Hoy no, de la banda electro-pop Entre Ríos, en la voz sublime de Isol: hoy no te cambio por mí, es mejor que sepas cuánto siento.
Para pensar en el no también pienso en té. Es que en casa vemos muchas series británicas y nos reímos porque en la mayoría, ahí cuando las cosas se empiezan a poner complicadas –desde un crimen sin resolver hasta un enojo familiar o una intriga política– siempre aparece algún personaje que ofrece una taza de té como una solución momentánea. Una poción milagrosa, la pausa, los verdaderos cinco minutos de la publicidad, el tiempo en medio del vértigo para pensar y aplazar un embrollo.
El té en la lengua: not my cup of tea (“no es mi taza de té”, pongamos) es una expresión en inglés que me encanta y suelo decir un poco en broma. Se usa con frecuencia para señalar que algo no te cierra del todo. Lo que me atrae de la frase es que no obtura. En todo caso, como las tazas de las series, difiere, en el sentido de que marca una divergencia, pero no un final. Si esta no es tu taza de té quiere decir que tal vez haya otra que sí. Un no para que algo sea posible. Qué sé yo, elijo creer.
Y ahora sí, hasta acá por hoy. Un no chiquito, un sonido que se va sin que lo llamen y se escapa en fade out, una nueva edición de Mil lianas que quizás es la taza de té de alguien. O no.
1. Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera. “El olvido no se opone a la memoria sino que es parte de su mecanismo”, dice la voz en off que recorre todo el documental. Mientras tanto, se suceden imágenes que un hombre, que ahora está empezando a despedirse de su memoria por el mal del Alzheimer, fue registrando de él, de Buenos Aires, de sus viajes y de su hijo cuando era un niño. El que habla es justamente el hijo, ahora adulto, y lo hace en tercera persona porque, tal como relata, “Freud dice que las imágenes de infancia se presentan en tercera persona, como filmadas por una cámara”.
En algunas entrevistas Nicolás Prividera, también director de M (sobre la búsqueda de su madre desaparecida) y Tierra de los padres (un trabajo sobre la palabra y la dictadura), dijo que Adiós a la memoria se impuso como parte de una trilogía involuntaria desde el momento del diagnóstico de la enfermedad de su padre, el psiquiatra Héctor Prividera.
La película combina, superponiendo varias capas, las tomas del archivo familiar –y también de una ciudad que a medida que avanzan los años se va poniendo cada vez más fantasmal–, con sus reflexiones, sus lecturas, las anotaciones del padre, lo que él vio y lo poco que le fueron contando. Un camino entre fragmentos y entre los dos; un cineasta que recibió de manos de su padre la cámara, casi como si se tratara del testimonio de una carrera de relevos y un psiquiatra que ya no recuerda.
“Cuando a mi padre le diagnosticaron una enfermedad degenerativa, esa burla del destino tuvo algo de ‘justicia poética’. Porque mi padre había hecho todo lo posible por olvidar. Y ahora que todos los últimos recuerdos familiares se han perdido con él, busco en esas viejas películas caseras para tratar de entender cómo se heredan los recuerdos, cómo se construyen. ¿Pero cómo confiar en la propia memoria cuando no hay una memoria propia del trauma? ¿Cómo fijar entonces una memoria más cercana a un paisaje después de la batalla que a la quietud de un museo? Supongo que intentando reflexionar sin memorializar. Fabular sin mentir. Re-crear sin fantasear con que todo cierre. Construir un film no en primera persona sino en tercera, y no en singular sino en plural. Para devolverle a la experiencia (histórica) su sentido (político)”, escribió Prividera sobre su notable trabajo que luego de recorrer algunos festivales internacionales esta semana tuvo su estreno oficial.
Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera, se estrenó este 24 de marzo en diversos cines del país. También está disponible en la plataforma CineAR Play, por aquí.
2. Hôzuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimazaki. Mitsuko, la protagonista de esta historia, es dueña de una librería de usados e incunables. Vive allí con su hijo, que tiene una discapacidad, por lo que se comunican con lenguaje de señas. Los acompaña también su madre, que ayuda a la mujer en el local y en el cuidado del niño. Hasta allí, una escena que luce sacrificada pero apacible. Sin embargo, como los copos de nieve que aparecen a lo largo de todo el libro y que ilustran su tapa, la autora irá dejando caer información que mostrará otro costado de esta librera y su pasado.
Porque casi todo en esta novela es de un modo y al mismo tiempo tiene una zona oculta: los días de Mitsuko en un bar de copas para varones, la intrigante llegada del niño a su vida, el nombre de la librería y varias escenas dolorosas de las que se irán dando detalles con elegancia y sutileza a medida que se despliegue la trama.
Con una escritura punzante y un ritmo tenue, Aki Shimazaki ofrece una historia pequeña, y al mismo tiempo atrapante, que pone la lupa sobre la maternidad y sus mecanismos por momentos misteriosos.
Aki Shimazaki nació en 1954. Es una novelista y traductora de origen japonés radicada en Canadá desde 1981. En la actualidad vive en Montreal, donde enseña japonés. Escribe y publica sus libros en francés desde 1991.
Hôzuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimasaki, acaba de editarse en la Argentina por Nørdica Libros.
3. Jaime, historia de un pionero. Antes de arrancar, una advertencia. Voy por la mitad de este podcast, pero me tiene tan encantada desde que me lo recomendó mi amigo Pablo –qué magia la gente generosa como él, siempre dealer de maravillas– que quise compartirlo con ustedes.
A fines del año pasado el diario uruguayo El Observador lanzó el podcast Jaime, historia de un pionero, donde se propuso hacer “un repaso por la influencia y el impacto de Jaime Roos en la música uruguaya, con motivo de la celebración de sus 50 años de carrera”. Y, en efecto, eso sucede a lo largo de los cinco episodios que lo componen. Pero, al mismo tiempo, la historia de Roos sirve para trazar un mapa de vínculos, cruces, orígenes y trayectos de gran parte de la música de su país.
Con la conducción del periodista Nicolás Tabárez y entrevistas con músicos, expertos, historiadores y también con el archivo de algunos registros musicales y entrevistas que brindó el propio Roos, el podcast arranca con sus inicios, repasa sus influencias (un fanático de los Beatles, entre otros), recorre con él distintos países, estudia el germen de sus canciones más populares y llega hasta su vínculo con la escena musical actual.
Los cinco capítulos de Jaime, historia de un pionero, producidos por el diario El Observador, están disponibles en Spotify. Sobre el detrás de escena, el conductor del podcast escribió por acá.
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