“Mamá solía llevar en la cartera una petaca de whisky –etiqueta W en épocas de bolsillos flacos y Dewar’s en los buenos tiempos– para apurar un trago si la asaltaba el chavalongo, un vocablo de las Frías –unas tías solteras que vivían frente a la Plaza Independencia en San Miguel de Tucumán– y que describía un momento de desaliento, de angustia, de melancolía. El chavalongo era pasajero pero feroz. Ante una desazón tratábamos de calmarla, y ella respondía siempre: ‘Tan fácil’, frase que perduró como una ironía, como un modo de decir que nada se puede hacer”.
Lo leí en Chic. Memorias eclécticas, de Felisa Pinto (abajo les cuento más, me tuvo subyugada toda la semana). De un libro repleto de escenas, de viajes y de personajes deslumbrantes (la autora vivió, a puro talento y efervescencia, cerca de los artistas más increíbles del siglo XX, los fue a ver a recitales, comió o trabajó con ellos, fueron sus amigos o sus amantes) me quedaron flotando esa imagen y ese término tan particular. Tal vez porque me llevaron a pensar en las fisuras y, sobre todo, en esas salidas de emergencia que configuran algunas palabras. Esos comodines que usamos para proteger y protegernos en algún apuro y, de pronto, se vuelven algo un poco más permanente. La superficie de la que rascamos cuando nos vemos frente a lo indecible. En este caso se trata, además, de una madre. Una madre que es pura fuga (sí, claro, me hizo acordar a ella). Una madre que, cada tanto, se ve arrasada por lo que no se nombra. Entonces prefiere arañar de su árbol genealógico –como quien rescata de apuro un vestido, un mueble, una taza del arcón familiar: todo eso que se hereda y no se roba–, llamarlo chavalongo, cubrirse con ese disfraz ridículo y a la vez verosímil (¿quién no le tiene respeto y hasta miedo al chavalongo de una madre?) y dejar en suspenso las preguntas.
En la película Petite Maman (es de 2021 y está disponible en Amazon Prime Video), de la cineasta francesa Céline Sciamma, están vaciando la casa de la abuela de Nelly, que acaba de morir. Un poco triste, un poco perdida porque ve que su mamá no puede con la situación, (de hecho se va y deja todo en manos del padre de su hija), Nelly, que tiene apenas 8 años, elige el silencio. Le cuesta estar en ese espacio heredado que empieza a desarmarse, entre los cuadernos que eran de su mamá, en su cama, entre las paredes que esconden capas de otros tiempos. Entonces prefiere salir sola y perderse en el bosque que rodea a la casa, ese lugar donde solía jugar su mamá cuando era chica. Hasta que un día se cruza entre los árboles con Marion, una nena de su edad, una nena muy parecida a ella, una nena que, tal como empieza a notar a medida que pasa el tiempo, conoce de antes. Es que Marion es la mamá de Nelly, pero a los 8 años (la directora, entre otras maravillas, nos regala esa fantasía infantil: ver cómo es una madre antes de todas las palabras, antes de todos esos velos que la recubren, antes de cualquier truco porque todavía no se repartieron las cartas; ver a una madre-hija). Hacia el final, en una de las escenas más hermosas de la película, Nelly aprovecha la situación durante un juego para traficar algo de información, para poder lidiar con su propia angustia. Quiere saber qué le pasa a Marion, por qué hay días en los que no quiere tener a nadie cerca, ni siquiera a Nelly aunque la adore. También le inquieta verla triste tan seguido, incluso cuando pareciera estar todo en orden, incluso cuando su madre –la abuela que muere al comienzo– todavía vive. Pero Marion, aunque tenga apenas 8, aunque parezca una especie de par de su hija, aunque esté jugando, encuentra su comodín y le responde: “No creo que sea tu culpa. Vos no inventaste mi tristeza”.
“Mi madre me ha dejado un término de su dialecto que usaba para decir cómo se sentía cuando era arrastrada en direcciones opuestas por impresiones contradictorias que la herían. Decía que tenía dentro una frantumaglia. La frantumaglia (...) la deprimía. A veces le provocaba mareos, le producía un sabor a hierro en la boca. Era la palabra para un malestar que no podía definirse de otro modo, que se refería a una multitud de cosas heterogéneas en la cabeza, detritos en el agua limosa del cerebro. La frantumaglia era misteriosa, causaba actos misteriosos, era el origen de todos los sufrimientos no atribuibles a una única razón evidente. Cuando mi madre ya no era joven, la frantumaglia la despertaba en plena noche, la empujaba a hablar sola y después a avergonzarse de eso, le sugería alguna melodía indescifrable que cantar sin entusiasmo y que luego no tardaba en apagarse con un suspiro, la impulsaba a salir de casa de repente dejándose el fuego encendido, la salsa quemándose en la cacerola. A menudo también la hacía llorar”, apunta la escritora italiana Elena Ferrante en su libro La frantumaglia. Un viaje por la escritura. Se trata de un texto precioso (ya hablamos alguna vez de él acá) en el que, misteriosa como siempre, intercambia cartas con sus editores para hablar de algunos de los procesos detrás de sus libros y los personajes que los protagonizan. Y sigue: “Hoy en mi mente hay un catálogo de imágenes que, sin embargo, tienen más que ver con mis problemas que con los de ella. La frantumaglia es un paisaje inestable, una masa etérea o acuática de escorias infinitas que se muestra al yo, brutalmente, como su verdadera y única interioridad (...) La frantumaglia es percibir con dolorosísima angustia de qué multitud heterogénea elevamos nuestra voz al vivir y en qué multitud heterogénea esa voz está destinada a perderse”.
Pienso en estas hijas que reviven en sus obras sus peores fantasmas: a ese chavalongo que no deja en paz, a esa tristeza materna siempre inquietante, a esa frantumaglia que desvela. Me quedo en ese movimiento de llevar al propio terreno –el cine, la escritura–, de mirar a través de ese resquicio (“acaso el Edipo sea eso: inventarnos unos padres para poder narrarlos. Los padres no son ni más ni menos que una versión. La versión de un agujero”, escribió hace poquito por acá Alexandra Kohan).
Lo particular de unas madres y unas hijas, entonces, se vuelve universal: un relato amalgamado a partir de esos rincones del léxico familiar a punto de perderse, de esas preguntas que no tienen respuesta, de esos huecos comunes. Hasta que en algún momento aparecen las salidas de emergencia, los comodines que vienen al rescate para seguir alimentando ese diálogo infinito. Quizá la maternidad, lejos de cualquier certeza, se aproxime a esa contingencia: una manera más de diferir con palabras –como tantas otras que encontramos los seres humanos para sobrevivir– cuando todo es abismo. Quizá, entonces, ser una hija que elige narrar, lejos de cualquier gesto firme, se acerque apenas a un atisbo: una forma más de jugar con palabras heredadas y rotas –como tantas otras que encontramos los seres humanos para sobrevivir– cuando todo es incertidumbre.
Empieza una nueva edición de Mil lianas.
1. Chic. Memorias eclécticas, de Felisa Pinto. Fue influencer antes de que se inventara ese término. Fundó un mundo y su relato: la crónica periodística sobre el cruce entre moda, diseño, feminismos, cultura, artes plásticas, vanguardias del siglo XX en la Argentina. Viajó, escuchó, conquistó, entrevistó, inspiró, amó, vio. Y ahora, a los 91 años, decidió escribirlo y publicarlo en un libro que se llama Chic. Memorias eclécticas (Lumen, 2022).
Felisa Pinto es un mito y también una de las pioneras en los medios argentinos. Pero eso no alcanza para resumir ni su carrera, ni una vida incansable y nutrida por personalidades de la música, de las artes plásticas, de la fotografía, del diseño en todas sus versiones y, por supuesto, de la bohemia (la lista sería interminable, pero por citar apenas un puñado de escenas arbitrarias: fue amiga íntima de Manuel Puig, iba de vacaciones a un pueblo cordobés donde se cruzaba con la familia de Ernesto Che Guevara o a Pablo Neruda, entrevistó a Pablo Picasso, trabajó bajo las órdenes de Jacobo Timerman, compartió redacciones con Vicki Walsh y Sara Gallardo; se cruzó con Federico Moura, de Virus, y hasta le dio letra para una de sus canciones más populares). A todos ellos y muchos más los conoció porque fueron sus amigos, sus colegas, sus compañeros de la noche, su familia, sus amantes, sus entrevistados o sus vecinos.
La publicación está separada en dos partes. En la primera, la autora arma un mapa por sus “Vidas propias” a lo largo de las décadas. En sus recuerdos –es notable la descripción minuciosa de texturas, de colecciones que vio en desfiles o de trajes que se cruzó en distintos lugares del mundo– recupera también un tipo de crónica, o mejor, un tipo de escritura, que es la escritura de las cosas. Una forma de reponer, también, distintas épocas a través de sus objetos. Al mismo tiempo, se trata de un tipo de crónica que no subestima: si alguien se refiere, como sucede con la propia autora, a una persona que lleva puesto un par de “aros lágrima” eso dispara en quienes leen una serie de imágenes que no necesitan nada más. Además de nombres y todo tipo de anécdotas, la prosa de Felisa Pinto expone de esa manera una elegancia sugerida, que recorre todo el libro.
Bajo el título “Vidas ajenas”, en la segunda parte el libro trae distintos perfiles de personajes (de Victoria y Silvina Ocampo a Juan Gatti o Marilú Marini) que la autora publicó a partir del año 2002 en catálogos de muestras, suplementos como Radar y Las 12, del diario Página 12, y revistas como Barzón.
Felisa Pinto nació en Córdoba, Argentina, en 1931. En los ‘60 y los ‘70 escribió en medios como Primera Plana, Atlántida, Confirmado y La Opinión. Más adelante, también colaboró en La Nación y Página 12, entre otros. Durante los años del Instituto Di Tella creó Etcétera, una boutique de objetos pop diseñados por artistas, que ocupó uno de los locales de la célebre Galería del Este, en pleno centro porteño. Fue, además, curadora de algunas muestras de diseño, coordinadora del primer equipo docente de la carrera de Diseño de Indumentaria de la Universidad de Buenos Aires y autora del libro Moda para principiantes, vanguardias del siglo XX.
Chic. Memorias eclécticas, de Felisa Pinto, salió por la editorial Lumen.
2. The Bee Gees: How Can You Mend a Broken Heart. Tal como dijimos casi al comienzo de Mil Lianas –¡qué jóvenes que éramos!– en 2021 se difundió este documental que es una radiografía minuciosa y delicada para los Bee Gees, una de las bandas más exitosas del pop de todos los tiempos y todos los mundos. Ocurrió en un año, además, en el que se destacaron varios documentales musicales (por acá pueden leer un repaso por siete de ellos y en qué plataformas se encuentran disponibles: lindo plan de fin de semana largo para quienes tengan esa suerte).
Después de dar vueltas en pasillos non sanctos de internet y canales de pago que le dieron de baja al poco tiempo, The Bee Gees: How Can You Mend a Broken Heart desembarcó ahora en HBO Max. Dirigido por Frank Marshall, el documental vino a hacer justicia para esta banda de hermanos, que además de construir su propio suceso, resultó de gran influencia para la música que vino después.
“Estoy empezando a reconocer el hecho de que nada es verdad, nada. Todo se reduce a la percepción. Mi familia cercana se ha ido. Pero así es la vida. En cada familia es igual: alguien siempre quedará”, adelanta Barry Gibb, el último de su estirpe, el que sobrevivió para contar. Rápidamente, para retomar lo que decíamos más arriba, el hombre encuentra su comodín para que nadie se sienta ofendido y aclara: “Es que estos son apenas mis recuerdos”.
Muchas veces despreciados o reducidos solamente –¡como si fuera poco!– a un grupo dedicado a la música disco por la repercusión de la banda de sonido de la película Fiebre de sábado por la noche, faltaba un reconocimiento de este tipo que mostrara todas las facetas de un grupo inclasificable, con canciones tan diversas y profundas como You Should Be Dancing, How Deep Is Your Love, Jive Talkin', How Can You Mend a Broken Heart o Massachusetts, por citar apenas un puñado de mis preferidas.
Para eso, además de un recorrido por la carrera de los hermanos Gibb, con imágenes de archivo impresionantes en su textura y en su cantidad, el documental ofrece también voces de músicos de todos los tiempos. De Eric Clapton a Noel Gallagher; del líder de Coldplay, Chris Martin, a Justin Timberlake, todos tienen algo para destacar de la magia de los Bee Gees, de la imagen que proyectaron al mundo del pop, de su forma particular de componer canciones.
Otro hallazgo del documental, además de mostrar testimonios que dan cuenta discretamente de algunas internas familiares, problemas de adicciones de los miembros de la banda, muertes repentinas, es una suerte de disección del sonido de algunos de sus hits que van haciendo tanto los Bee Gees como los músicos que los acompañaron en su carrera. En el medio, un mundo de melenas, de camisas abiertas, de dientes impolutos y trajes brillantes, de barbas, de bronceados permanentes, de falsetes, de hitazos, de cuerpos que no pueden parar de moverse. Y también de corazones rotos que buscan –qué mejor que la música– algún tipo de reparación.
The Bee Gees: How Can You Mend a Broken Heart está disponible en HBO Max. Por acá, un repaso por siete documentales sobre grandes bandas y solistas para ver por streaming.
3. Paraíso Club. Se lanzó hace pocos días con una lista de nombres impactante y la expectativa ya es enorme. En una presentación que tuvo lugar en la sala teatral porteña Dumont4040, se empezó a dar a conocer el proyecto Paraíso Club. Se trata, según contaron en el lanzamiento algunos de sus miembros fundadores, de un club creado por artistas del teatro, la performance y la danza que nace “con el deseo y la intención de construir una comunidad con la audiencia”.
El grupo, de hecho, está integrado por algunas de las personas del mundo del teatro argentino más destacadas por su escritura, su creatividad a la hora de la gestión, sus propuestas y sus actuaciones: Agustina Muñoz, Alfredo Staffolani, Aliana Álvarez Pacheco, Ariel Farace, Bárbara Hang, Cynthia Edul, Ignacio Sánchez Mestre, Lorena Vega, Pilar Gamboa, Romina Paula, Silvia Gómez Giusto y Giuliana Migale Rocco.
Por el momento, se pueden ir rastreando los pasos de este grupo en la cuenta de Instagram @paraiso__club. En lo que queda del año, irán anunciando allí distintas actividades, intervenciones y obras, y, para 2023 se espera que Paraíso Club ofrezca un servicio de suscripción mensual que les dará a los interesados acceso a entradas para ir a ver las obras de los artistas que integran el club, además de clases exclusivas, desmontajes de los trabajos y todo tipo de acercamiento al proceso creativo de un verdadero dream team de las artes escénicas contemporáneas.
Todas las actividades de Paraíso Club se pueden ver por acá.
Banda sonora. Fascinada por el libro de Felisa Pinto, que además del mundo de la moda trae muchísimo sobre música, porque ella se crió entre instrumentos y tuvo la posibilidad de ver shows gloriosos en vivo de las mayores grupos y solistas del siglo XX en varias partes del planeta, sumé a la banda sonora de Mil lianas algunos temas que ella menciona en sus relatos. Mucho jazz, sobre todo (una deuda personal que me carcome: meterme más ahí, incluso perderme en ese universo).
Por supuesto que aproveché también para sumar un poco más los Bee Gees (abajo les dejo también el video oficial de How Deep Is Your Love). Y, casi en el cierre, recordé una conversación que tuve hace poquito con mi amigo Hernán (lo leen siempre por acá, y en este link se pueden suscribir a su newsletter Pulso, una de las últimas incorporaciones de la familia de newsletters de elDiarioAR). Es que me llegó la invitación a un show por los 20 años del disco Mar del Plata en invierno, de Mi Tortuga Montreux, ese proyecto musical divino del cantautor y productor Marcelo Ezquiaga del que fuimos fanáticos los dos a comienzos de los 2000. ¿Alguien dijo 20 años? No puede ser. En cualquier caso, agregué algunas canciones también, que parecen de ayer. O de hoy, de ahora mismo.
Posdata. Mi amigo Alexis Moyano (hablamos mucho de él por acá y por acá y hasta nos acompañó al festejo por las 50 ediciones de Mil Lianas. De paso: no falta mucho para llegar a las 100, pero por ahora no hay planes. O, como casi todo: lo dejamos para después del Mundial) acaba de lanzar un newsletter breve y divino. Se llama Moyano Indigest y ahí propone enviar por mail un dibujo semanal “y etcétera”. Se pueden suscribir por acá. Por él llegué, por ejemplo, a este tributo insólito a Serge Gainsbourg y todas las semanas nos regala sus hallazgos increíbles.
Posdata 2. Muchas gracias a quienes me escribieron con tanto cariño por la entrega de la semana pasada. Empezaron a llegar algunas ideas para el mapa del desconsuelo porteño, ¡sigan, sigan!
¡Hasta la próxima!
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