Caminando por Juncal en Recoleta, a esta hora se calla el ruido de la ciudad, pero en sus angostas calles nunca falta el chico del delivery, un hombre paseando a su golden y los oficinistas volviendo con saco y corbata. Adentro de los restaurantes y confiterías, bastante llenas para un miércoles a la noche, las miradas de los comensales están lejos de sus platos, porque la dirigen hacia los televisores colgados de las paredes: está hablando el presidente Alberto Fernández.
Hace un par de días, la vicepresidenta Cristina Kirchner se defendió públicamente de las acusaciones de corrupción en la causa Vialidad, en un evento que no deja de ser tapa y parece tener al país paralizado, por lo menos políticamente. A las mesas de las casas argentinas volvió la grieta, la cual en verdad nunca nos abandonó.
Pasando por la plaza Vicente López y Planes, me desvío y termino en Arenales y Uruguay. Desde la casa de Cristina, yendo para la Avenida Santa Fe viene una señora. Gabriela es bajita, encorvada, tiene un ojo tuerto y ya a lo lejos, escucho que rompe con el silencio la noche de Barrio Norte gritando “¡yo no lo voy a permitir, altaneros!”. Al cruzarla, me detiene y me pregunta dónde para el 39, porque tenía que volver a Lanús. Veo que sostiene con su brazo izquierdo una caja, con dos cachorros de apenas meses, que sacaban sus cabecitas para mirar. “Los perritos son míos”, me dijo cuando intenté acariciar uno.
“Vengo a hacer un reclamo acá, porque la quieren desbarrancar a la Presidenta, y yo no voy a dejar que la desbarranquen”. ¿Quién es Cristina para ella? Dice que se encariñó mucho después de la muerte de su marido. “Humildad, no es una mujer altanera, cogotuda, cuando se tenía que meter en el barro se metía”. Va a venir todos los días.
Llegando a la esquina de Juncal y Uruguay, se ve una camioneta de la tele y unas cámaras apuntadas al edificio de la vicepresidenta. Sus camarógrafos, sentados tranquilamente en reposeras. No había tanta gente como se vio la noche anterior, seguramente por la hora. Paradójicamente, en la vereda de enfrente hay una hilera de efectivos de la Policía de la Ciudad, vestidos solo con chalecos celestes, tapando la fachada de una confitería. En el cruce peatonal, dos agentes de tránsito tapaban con una moto el paso, por lo que los colectivos tenían que doblar, lo cual les tomaba más de una maniobra.
Junto con una policía, los agentes de tránsito se acercan a los grupos, todos simpatizantes, y les piden si pueden pararse en la vereda porque iban a abrir al tránsito. “Perdimos la calle” decían los militantes, entre risas. Como no les hicieron mucho caso, la gente de tránsito fue prendiendo su moto, en señal de “es hora de irse”. A ellos, claro.
No se veían manifestantes en contra de la expresidenta, solo el famoso cartel colgado encima del departamento de Cristina: “Justicia Independiente por una República Democrática”. “Cristina es nuestra jefa”, dicen dos señoras que parecen de Recoleta. Una de ellas, docente, rescataba la igualdad de estudios, las universidades y la ciencia. Al tener la misma edad que “la Jefa”, se identificó con su lucha: “Nuestra generación sufrió mucho, estaríamos equivocados o no, el tiempo lo dirá. Pero quisimos un mundo mejor para todos”. Un cartel enorme tapaba la vidriera de la inmobiliaria Toribio Achával, que decía “Héroes de Trelew”.
Los policías fueron armando un círculo para debatir cómo hacer para sacar a la gente de la calle. Uno lleva gorra, una campera bordó y botas, seguramente es el jefe de los chalecos celestes. La militancia se aviva y se mueven todos a la senda peatonal para hablar con ellos: lo que estaba desunido, ahora se organizó para tomar el control de la cuadra. Se ponen a discutir con ellos, y como los oficiales no tienen mucho para decir, se van. Los militantes festejan, y cuando llega otro compañero, le cantan: “¡tenemos abogado, abogado!”. Juan de Recoleta, alto, grandote, de pelo y barba blancas dice, antes que se lo lleve su amigo el doctor: “Es muy importante estar en la calle, es la única herramienta que tenemos”. Sobre el rumor del indulto del presidente, respondió que no deberían hacerlo, ya que sería “darles la razón”.
Entre la pequeña multitud, resaltaban dos mujeres que tenían en la cabeza unas vinchas tejidas a crochet que decían “Fuerza Cristina” y “Todos con Cristina”. Entre las banderas y pañuelos con consignas políticas que tenían, llama la atención la wiphala. “Representa a los pueblos originarios de cada pueblo, de cada nación, su cultura, su cosmovisión, el contacto con la tierra, lo más ancestral”. Hablaban de su persecución. ¿Tiene algo que ver con Cristina? “Más vale”. “Con todos los presidentes latinoamericanos que sean populares, que se interesen por el pueblo, por derechos adquiridos y que faltan todavía”. Accedieron a sacarse una foto.
El único notero de la tele que quedaba dice que ya alrededor de las nueve, nueve y media cuando llega Cristina, la vigilia comienza a descomprimir. Alguien de ahí vio a la vicepresidenta entrar a su casa; un joven con una remera de Gustavo Cerati, que iba recorriendo los distintos grupos, mostrando su copia de “Sinceramente”, firmada por su escritora. “Le regalé la lapicera y le dije que se la de a Alberto”. Agradece a todos los que vinieron. Era el arengador: cuando cantaba, el resto lo acompañaba, aunque sea por unas pocas estrofas.
De vez en cuando, pasaban grupos que poco tenían que ver con la vigilia, y por curiosidad se detenían unos segundos. Siempre estaba el que decía que esa es la casa de la vicepresidenta, y señalaba hacia arriba. Con esperanzas de verla, todos levantaban la mirada, pero sin éxito. En un momento, una pareja extranjera pregunta qué estaba pasando ahí. “This is live history, better than going to a museum” (Esto es historia viva, mejor que ir a un museo). A la hora de volver, veo que el 39 estaba de paro. No lo sabía, y no llegué a avisarle a Gabriela, la señora de los perritos. De regreso, vuelvo a pasar por la plaza Vicente López y Planes, donde una típica abuela de la Recoleta buscaba un taxi: “Qué silencio”.
LC